Una mañana de principios de febrero de 1974, en la provincia china de Shaanxi, el campesino Yang Zhifa salió con sus hermanos para continuar la excavación de un pozo de agua, necesario para regar sus cultivos. Trabajando a punta de pala, ya estaban por llegar a los cinco metros de profundidad y, a su saber y entender, no debía faltarles mucho para alcanzar la napa.
Los hermanos se turnaban en la tarea de cavar en el fondo y en eso estaba Yang Zhifa cuando su pala chocó con algo duro. En lugar de volver a golpear con la pala, el campesino se arrodilló y empezó a remover la tierra con sus manos, para ver de qué se trataba, y pronto descubrió que tenía forma circular.
Nativos de los campos de la zona cercana a la ciudad Xi’an, entre la ladera del monte Li y el río Wei, los hermanos sabían que estaban trabajando en una zona donde solían aparecer restos arqueológicos. A poco más de un kilómetro del pozo se levantaba la tumba del primer emperador de China, Qin Shi Huang, durante cuya dinastía, entre los años 221 y 206 antes de Cristo, se había unificado por primera vez el país.
La primera impresión de Yang Zhifa –contaría después– fue que se trataba de un cuenco, pero cuando siguió cavando alrededor quedó al descubierto el cuello de una escultura de terracota. Los hermanos siguieron sacando la tierra de alrededor de la figura hasta dejarla completamente a la luz. Lo que vieron fue un guerrero de terracota de altura un poco superior a la normal, apoyado sobre un piso de ladrillo.
Pensaron que podía tratarse de algo importante y avisaron a las autoridades.
Lo que no imaginaban era que habían hecho el descubrimiento arqueológico de mayor envergadura del Siglo XX: la escultura que acababan de desenterrar era el primer guerrero de un ejército de unos 8.000 soldados de terracota, producidos a escala industrial 2.200 años antes y distribuidos en tres fosas, para defender al emperador en su vida eterna.
Un arqueólogo precavido
El primer arqueólogo en llegar al lugar después del aviso se llamaba Zhao Kangmin. Provenía de una familia campesina de la zona y ya tenía en su haber varios descubrimientos de importancia, entre ellos las figuras de tres ballesteros arrodillados, cuya antigüedad no había podido establecer con precisión.
La descripción que le habían hecho del guerrero de terracota le hizo pensar que podía tratarse de una pieza de la dinastía Qin, la que había unificado el imperio no sólo por las armas sino también con la imposición de sistemas únicos de escritura, dinero, peso y medidas junto con la construcción de canales y caminos.
La tumba de emperador responsable de todos esos logros estaba muy cerca del pozo donde los campesinos habían desenterrado la estatua, de modo que la pieza debía ser de esa época.
Zhao Kangmin le pidió a un ayudante que lo acompañara y fueron al lugar en bicicleta. “Estábamos tan emocionados que íbamos en bicicleta tan rápido que parecía que estábamos volando”, escribió en un ensayo muchos años después.
Después de examinar la escultura, empezaron a trabajar alrededor de ella y encontraron fragmentos de otras: piernas, brazos y dos cabezas. Los recogió y las trasladó al museo en un camión. Trabajó incansablemente durante dos días y tuvo su premio: frente a él tuvo armados dos imponentes guerreros de terracota de 1,78 metros de altura.
Zhao demoró en dar a conocer lo que tenía entre sus manos. Corrían los últimos tiempos de la Revolución Cultural y temía que el gobierno ordenara destruirlas por ser “cosas del pasado que atentaban contra la purificación de la sociedad”.
Se equivocaba. Cuando la noticia llegó a Beijing, las autoridades del Partido Comunista pusieron a su disposición todo lo necesario para seguir trabajando.
En los meses siguientes, el equipo arqueológico logró desenterrar unos quinientos guerreros y otras esculturas.
El ejército del emperador
Con el tiempo y el avance de los trabajos, se comprobó que esas piezas y muchísimas más formaban parte de un proyecto subterráneo de 56 kilómetros cuadrados, construido por orden del emperador Qin Shi Huang poco después de haber asumido el trono, cuando tenía 13 años.
En toda su extensión ordenó colocar miles de guerreros de terracota en formación de batalla para defenderlo cuando muriera. Se trataba de un trabajo excepcional, no solo por su magnitud sino también por sus detalles: ningún guerrero debía ser igual a otro, sus rasgos debían ser diferentes. También hizo esculpir carros y caballos y proveyó a su ejército de los muertos con miles armas de bronce.
Los arqueólogos también encontraron espadas sin oxidar, protegidas por una capa de cromo: también ballestas automáticas y puntas de flecha que, evidentemente, habían sido fabricadas en serie, un verdadero avance industrial para la época.
Un ataque feroz y el olvido
Los arqueólogos también descubrieron que en algún momento el ejército de Qin Shi Huang había sufrido ataques y que no se había tratado de obra de simples saqueadores de tumbas sino de una verdadera batalla contra los guerreros de terracota, muchos de los cuales no tenían sus armas.
Con la ayuda de historiadores, lograron datar el hecho. Poco después de la muerte del emperador, el imperio chino vivió tiempos de conmoción, con una serie de revueltas. Durante una de ellas, la rebelión del reino de Chu dirigida por el general Xiang Xu, las tropas rebeldes entraron en la tumba, la saquearon e intentaron quemarla.
Con los siglos, la existencia de la tumba y del ejército de terracota fue olvidada y poco apoco quedaron cubiertos por la tierra y la vegetación.
Hasta que, casi dos mil años más tarde, un campesino llamado Yang Zhifa golpeó con su pala el cuerpo de un guerrero.
Las tres fosas
Los trabajos en la locación de la tumba del emperador y el ejército de terracota continuaron durante décadas y todavía continúan.
Según los informes más actualizados, hasta el año pasado se habían descubierto más de 8.000 soldados, con uniformes de acuerdo con sus rangos, vestidos con armaduras y pintados de colores vivos, distribuidos en tres fosas.
En la Fosa Número Uno hay un ejército en formación de ataque con 6.000 figuras de caballos y soldados. Una compañía de 204 soldados de infantería armados con ballestas y arcos forma la vanguardia del ejército, seguida de treinta líneas de carros alternados con más infantes. En los flancos hay dos líneas de soldados mirando hacia fuera.
A unos veinte metros de la primera, fue descubierta la Fosa Número Dos, donde se despliegan 1.400 arqueros, soldados de infantería y carros en una formación militar más compleja. Hay una mayor variedad de tropas, con arqueros, lanceros, soldados de caballería, carros y dos comandantes. Uno de ellos está sobre un carro de combate, en la retaguardia; el otro, a pie, en la última fila de la vanguardia.
En la Fosa Número Tres, los arqueólogos suponen que debería estar el comandante en jefe del ejército de terracota, en un punto vacío, pero rodeado por 86 soldados, la mayoría de los cuales tienen uniformes de oficiales.
Todas las figuras estaban adornadas originalmente con esmaltes y pinturas de diferentes colores, aplicadas sobre una base de laca. El uso de esa base hizo que, cuando fueron desenterradas las piezas, la pintura se oxidara. Para restaurarlas, se montó un laboratorio en el mismo terreno donde está el yacimiento arqueológico.
También fue descubierta una cuarta fosa, pero está vacía. Se supone que no fue terminada antes de la muerte del emperador y luego se la abandonó.
El campesino y el arqueólogo
Con el correr de los años, el avance de los descubrimientos y su repercusión mundial, se desató una sorda guerra entre el campesino Yang Zhifa y el arqueólogo Zhao Kangmin por los laureles del hallazgo original.
En China, el papel jugado por Zhao nunca demoró mucho en ser reconocido y mientras se le adjudicaba el descubrimiento a Yang Zhifa.
“Es una locura, si yo no llegaba a tiempo y los detenía, los campesinos habrían destruido las esculturas. Ver no es descubrir Todo lo que quieren es dinero”, se quejó el arqueólogo en más de una entrevista con periodistas extranjeros.
En cambio, el campesino que encontró la primera pieza firmó durante años los libros de fotografías que se venden en la tienda de souvenir del Museo de los Guerreros y Caballos de Terracota.
“El gerente de la tienda me dijo que me pagaría 300 yuanes (unos 50 dólares) por mes. Pensé: ‘no está mal’, así que vine”, le contó a un periodista británico que visitó el yacimiento en la década de los ‘90.
Pero ese beneficio no compensó las pérdidas que sufrieron él y sus hermanos a raíz del hallazgo. Les quitaron las tierras para poder explotar mejor su interés turístico y los tres hermanos Yang murieron en la pobreza. Incluso uno de ellos, Yang Puzhi, se suicidó en 1997.
Poco antes de morir, Liu Xiquin, la esposa de Yang Quanyi, le contó a un periodista del South China Morning Post que al final de sus vidas los hermanos Yang maldecían el descubrimiento que los había tenido como protagonistas.
“Creían que les había traído mala suerte y se preguntaban si los soldados no debían haberse quedado bajo tierra”, le dijo.
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