Como un chico desolado que ante el horror, el miedo o la angustia, busca el calor seguro de su madre, aquel chico dejó de lado casco y fusil, sacó de su mochila lápiz y un papel basto y ajado y empezó a escribir una carta a su madre: “Estuve en Auschwitz. Vi todo con mis propios ojos. Te amo ahora aún más. Por favor, no pierdas la calma: esto no va a volver a pasar, mamá. Nosotros nos vamos a asegurar de eso”.
El muchacho era Vladimir Brylev, un soldado de la avanzada de la 332 División de Infantería del Ejército Rojo, que acababa de liberar el enorme complejo de campos de concentración y exterminio de Auschwitz, en Polonia. Era la helada tarde del 27 de enero de 1945, hace setenta y siete años, y para Brylev, como para muchos de sus jóvenes camaradas, el horror no tenía límites. Su carta fue rescatada del olvido por la historiadora Anita Kondoyanidi, que también rescató otros testimonios de las asombradas tropas soviéticas ante el horror desatado por el nazismo. Es en honor de aquella tarde, y de aquella liberación, que se celebra hoy el Día Internacional de Conmemoración de las Víctimas del Holocausto.
El soldado Brylev había visto mucho, acaso lo suficiente, pero no lo había visto todo. Cuando las tropas rusas entraron a Auschwitz, el primero de los pasos que llevaría a la liberación de Polonia y al avance final de esas tropas hasta las puertas del bunker de Adolfo Hitler, en la cancillería de Berlín, vieron aquel cartel hipócrita y falaz, tallado en hierro, a la entrada del campo que juraba: “Arbet Macht Frei – El trabajo los hará libres”.
Encontraron también cerca de seiscientos cadáveres sin enterrar y, en medio de un hedor insoportable, cerca de siete mil prisioneros enfermos, desnutridos, esqueletos casi, vestidos con trajes a rayas verticales ateridos por el invierno, desfallecientes. También hallaron los hornos crematorios y montañas de cenizas humanas que no habían sido ni enterradas ni dispersas por el viento. Aquello era un gigantesco complejo industrial dedicado a asesinar seres humanos.
Otro de los soldados soviéticos, V. Letnikov, escribió a su mujer: “Ayer examinamos un campo de exterminio para 120.000 prisioneros. Postes de dos metros de alto con alambrada electrificada encierran al campo. Además, los alemanes pusieron minas en todos lados. Hay torres de vigilancia con guardias armados y ametralladoras cada cincuenta metros. No muy lejos de las barracas hay un crematorio. ¿Puedes imaginar cuántas personas deben haber quemado los alemanes ahí? Al lado de este crematorio destruido, hay huesos, huesos y pilas de zapatos que llegan a varios metros de altura. Hay zapatos de niños en la pila. El horror es total, imposible de describir”.
Había más que todo eso, imposible de describir: había doce vagones de tren repletos de cochecitos de bebé, listos para ser enviados a Alemania, como describió el teniente Vasily Gromadsky, del 472 regimiento. Al final del día, él y sus hombres formaron un semicírculo alrededor de uno de los crematorios: “Algunos sollozaban, otros estaban en silencio, rígidos”. Aquello era Auschwitz y no era todo.
Entre las pilas de huesos, de cenizas, de zapatos, de ropa y de pelo, vagaban como espectros los sobrevivientes, los que podían caminar. El resto, debilitados por el hambre y la enfermedad, esperaba en sus barracones, incontables: muchos murieron ese día, sin enterarse de que por fin habían sido liberados.
Para los soviéticos, que sabían del horror de la guerra, era un espectáculo nuevo. Para los prisioneros, los soviéticos eran unos desconocidos. Iván Martynushkin, otros de los soldados de la 332 División de Infantería, contó: “Al principio había cautela: por nuestra parte y por la de ellos. Después se dieron cuenta de quienes éramos y empezaron a darnos la bienvenida, a demostrar que sabían ya que no tenían nada que temer, que no éramos guaridas, ni alemanes”.
Al día siguiente, el Ejército Rojo ordenó el fusilamiento de todos los oficiales alemanes ligados a Auschwitz que pudieron apresar. El resto, había huido a partir de diciembre de 1944, cuando la ofensiva soviética demostró ser imparable.
Auschwitz empezó a ser desmantelado, pero era tan enorme que su destrucción total era un imposible. Desde diciembre, los nazis destruyeron parte de las instalaciones para borrar la imborrable huella de sus crímenes. Obligaron además a todos los prisioneros que podían caminar a marchar hacia otros campos de concentración, hacia el oeste. Fue una marcha terrible: el que caía en el camino, quedaba a su vera con un balazo en la cabeza. De los sesenta mil prisioneros que salieron de Auschwitz, quince mil jamás llegaron a destino.
Cerca de un millón trescientas mil personas fueron enviadas a Auschwitz entre 1940 y 1945. Más de un millón fueron asesinadas, la mayoría en las cámaras de gas, el resto durante los trabajos forzados, en la horca o matados a balazos por faltas leves y, en menor medida, diezmados por las enfermedades.
Según el Museo del Holocausto de Estados Unidos, seis millones de personas fueron asesinadas por los nazis por ser judías, y más de once millones murieron por pertenecer a minorías sociales o religiosas, o por ser opositores al régimen nazi, considerados todos “opositores al Estado” y al Reich que iba a durar mil años, entre ellos gitanos, comunistas, socialistas, Testigos de Jehová y homosexuales, prisioneros de guerra y presos comunes alemanes.
En Auschwitz se realizaron brutales experiencias médicas con seres humanos para paliar desde las heridas de guerra de los nazis en el frente, hasta el eventual congelamiento de los pilotos de la Lutwaffe que eran derribados en el mar. También se sometió a experimentos a niños, en especial bajo la dirección del temido médico nazi Josef Mengele que buscaba el secreto de la gestación de gemelos, y se eliminó a enfermos mentales.
Auschwitz era en realidad un complejo de tres campos principales y treinta y nueve campos subalternos. Los campos principales eran Auschwitz I, que servía como centro administrativo de aquel complejo de la muerte, en el que fueron asesinados setenta mil polacos, en su mayoría intelectuales, y prisioneros de guerra soviéticos. Auschwitz II-Birkenau, un campo de exterminio en el que murieron la mayor parte de los prisioneros y Auschwitz III, un campo de trabajo esclavo en beneficio de la empresa IG Farben.
Es Auschwitz Birkenau lo que se menciona siempre como Auschwitz como símbolo del horror. El complejo fue construido a partir de 1940 en los antiguos barracones del ejército polaco y su ampliación fue encarada como resultado de la decisión de eliminar a toda la población judía de Europa, unos once millones de personas, tomada por los nazis en la Conferencia de Wannsee, cerca de Berlín, en enero de 1942.
Auschwitz tuvo tres jefes, todos bajo la dirección del jefe de las SS, Heinrich Himmler: el Obersturmbannführer SS (equivalente a teniente coronel) Rufold Höss, desde el inicio hasta el verano de 1943, Arthur Liebehenschel y Richard Baer, en la etapa final.
Capturado por los aliados, Höss declaró en los juicios de Núremberg y luego fue condenado a muerte. Lo ahorcaron en 1947, frente al crematorio de Auschwitz I. Liebehenschel fue juzgado por un tribunal polaco y ahorcado en 1948. Baer logró vivir, bajo una identidad falsa, en Hamburgo hasta que fue reconocido y arrestado. Se suicidó en prisión en 1963, antes de ser juzgado.
En septiembre de 1941, en Auschwitz I, todo el complejo se alzaba cerca de Katowice, en la confluencia de los ríos Vístula y Sola, en la Alta Silesia, se empezó a experimentar con el has Zyklon B, un pesticida a base de cianuro creado en Alemania, en un intento por matar a la mayor cantidad de seres humanos en la menor cantidad de tiempo posible. Al mismo tiempo se diseñaron los hornos crematorios cercanos a las cámaras de gas. El campo tuvo cuatro cámaras de gas con sus correspondientes hornos. Cada cámara podía recibir a dos mil quinientos prisioneros por turno.
Los deportados, en su mayoría judíos, llegaban en trenes después de días de viajes en vagones de carga, sin alimentos y sin agua, desde distintos puntos de Europa. Desde 1944, las vías se extendieron hasta hacerlas llegar al interior del campo. Los prisioneros eran alineados en los andenes conocidos como “el patio de los judíos”, donde eran seleccionados: ancianos, enfermos y chicos pasaban directo a las cámaras de gas, con excepción de los elegidos por Mengele para sus experimentos.
Las cámaras de gas estaban diseñadas como grandes salas de baño, con duchas, falsas, en lo alto. Les decían a los prisioneros que iban a recibir una ducha y un tratamiento desinfectante; se les ordenaba desnudarse y dejaran todas sus pertenencias para ser recogidas luego del “baño”. Y les pedían incluso que recordaran dónde era que las habían dejado. Con los prisioneros dentro y las salidas selladas, se arrojaba el gas, acondicionado en latas y en forma de pequeñas piedras, por aberturas hechas en las paredes o por los caños de las inexistentes duchas, que jamás estuvieron conectadas a la red de agua.
Veinticinco minutos después, se consideraba que en el interior de la sala todos estaban muertos. Recién entonces, en algunos casos previa inspección por una mirilla, se vaciaba y ventilaba el recinto. Los cadáveres eran despojados de dientes de oro, anillos, pendientes y eran llevados por prisioneros seleccionados, llamados Sonderkommandos, a los crematorios. Los Sonderkommandos eran por lo general judíos que eran a su vez eliminados después de unos meses de trabajo y reemplazados.
Un ejemplo de aquella industria de le muerte: los alemanes ocuparon Hungría en marzo de 1944. Entre mayo y julio, cerca de cuatrocientos ochenta y tres mil judíos fueron deportados a Auschwitz-Birkenau: casi todos fueron ejecutados. Los nazis llegaron a quemar cadáveres al aire libre, cuando los hornos estaban desbordados.
Auschwitz, el símbolo del horror, es hoy una memoria abierta destinada a que ese horror no se repita y a recordar a los millones de seres humanos que pasaron por allí y que allí murieron. Más de dos millones de personas visitan por año el Museo Estatal Auschwitz-Birkenau, fundado y sostenido por el estado polaco desde que las autoridades soviéticas lo pusieron en sus manos, en 1947. Es también un monumento conmemorativo, por decisión del parlamento de Polonia. Desde 1979, pertenece al Patrimonio Mundial de la UNESCO.
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