Un hombre demasiado flaco. Sus ojos ardían de furia. Los dos cazadores miraron sus ropas, su gesto desesperado pero decidido. Se les tiró encima, trató de desarmarlos. Les bastó un empujón, casi fastidioso, para desparramarlo por el suelo. Lo redujeron con facilidad. No bastaba con su voluntad, no tenía fuerzas.
Pidió que lo mataran. No se quería rendir. Prefería la muerte (estaba preparado para ella) que el deshonor de la captura. Los dos cazadores no entendían nada. El hombre, Shoichi Yokoi, usaba expresiones en desuso, parecía un espectro salido del pasado. Y eso era. Hacía 28 años que Sokoi peleaba una guerra caducada, que sólo ocurría en su mundo pero era real. Una guerra de un hombre solo.
El 15 de agosto de 1945, a las doce en punto del mediodía, el emperador Hirohito se dirigió por radio a su país. Era la segunda vez en la historia que lo hacía. Muchos jamás habían escuchado su voz, pero igual la reconocían de inmediato. Era la voz de una deidad -al menos por un año más. Anunciaba la capitulación del Japón.
No pronunció nunca, en los cinco minutos de su discurso, la palabra rendición. Igual, todos los japoneses entendieron. Agradeció los esfuerzos y sacrificios. Y pidió que nadie más atacase a las fuerzas aliadas, a menos que hubiera provocación previa. Ese mediodía los japoneses asumieron lo que ya sabían desde hacía unos meses: la guerra se había perdido.
La noche en que se conoció la rendición fueron miles los japoneses que se suicidaron. Entre ellos, el almirante Takijiro Onishi, el creador de las fuerzas Kamikazes, los escuadrones de pilotos suicidas que habían asolado a la flota aliada en los últimos meses de la contienda. La plaza imperial, frente al palacio del emperador, se tiñó de rojo sangre durante varios días. Allí abandonaban la vida miles de japoneses. Era un pedido de disculpas a su emperador por la derrota, por la humillación.
La determinación de los japoneses se vio en los campos de batalla. Luchaban hasta morir. La rendición no era posible. El sentido del honor, la obediencia al emperador, el temor a la venganza de los vencedores. Preferían la muerte a la humillación de la derrota. Las manifestaciones más evidentes de esto fueron la continuidad de la lucha hasta límites irracionales, los escuadrones kamikazes, los suicidios colectivos y el de los zan-ryu Nippon hei, los rezagados.
Estos también fueron llamados los soldados dejados atrás por Japón. Fueron muchos. Al principio, en las primeras semanas luego del final de la guerra hubo soldados que se resistieron a entregarse, a la dominación enemiga. Esos focos de insurrección se percibieron desde el principio. A ellos estaba dedicado el párrafo en el discurso de Hirohito que decía: “Les exijo que eviten cualquier explosión de emociones que pueda desencadenar complicaciones innecesarias o enfrentamientos que puedan desunirnos, causando desorden y conduciéndonos por un camino que haría al mundo perder la confianza en nosotros”.
Este fue un pedido explicito, una imposición, de los Aliados para que los enfrentamientos terminaran. El argumento norteamericano para el lanzamiento de las bombas atómicas frente a los que decían que la guerra ya estaba decidida, era que la tozudez y el coraje japonés harían que la contienda durara varios años más, con terribles pérdidas económicas y de hombres. No querían más enfrentamientos. Esos focos de resistencia se fueron apagando con el tiempo.
Shoichi Yokoi fue alistado en el ejército imperial en 1941. Tenía 26 años. Su primer destino fue Manchuria. En 1943 fue enviado al 38° Regimiento que estaba destinado a proteger las Islas Marianas. A él le tocó la Isla de Guam.
En julio de 1944, los norteamericanos invadieron Guam. Los enfrentamientos fueron feroces. Los japoneses, superados, se negaban a rendirse. Murieron la mayoría de los 22.000 soldados. Pelearon hasta el final. Un remanente de menos de un millar sobrevivió y se escondió en la espesa vegetación de la isla. Desde allí intentaron resistir en pequeñas células. Al finalizar la guerra, habían sido abatidos o apresados la mayoría. Otros se suicidaron para no convertirse en prisioneros de guerra. Con Yokoi quedaron otros cinco. Ante la presencia cada más activa de los norteamericanos no les quedó más remedio que internarse cada vez más en la selva. Tres de ellos decidieron entregarse.
Quedaron sólo tres. Dispuestos a resistir. Y en especial a no dejarse atrapar por el enemigo (que había dejado de serlo, pero ellos no lo sabían).
Al tiempo encontraron en medio de la selva unos folletos lanzados desde aviones norteamericanos y escritos en japonés en el que se informaba que la guerra había terminado. Era un método que al principio no tuvo demasiados defensores pero que mostró cierta utilidad: hizo llegar la noticia a lugares inhóspitos. De todas maneras no causó el menor efecto con Yokoi y sus compañeros. Estaban convencidos que se trataba de una maniobra de engaño, propaganda del enemigo, para limar la moral de oponente, un mensaje engañoso que no lograría engañarlos a ellos.
Sus dos compañeros se separaron de él y se instalaron en otro lugar de la selva. De todas maneras siguieron en contacto. En 1964 luego de una serie de grandes tormentas, Yokoi fue en busca de ellos pero sólo encontró sus cadáveres. Habían muerto de inanición. Eso no lo arredró ni lo hizo buscar ayuda. Tenía la certeza de que su lucha era solitaria. No se rendiría.
Su pasado, su vida en tiempos de paz, le dio una habilidad que le sirvió en la guerra. Trabajaba como ayudante de sastre. Eso le permitió hacer su propia vestimenta con fibras de la cáscara de los cocos que comía y con hojas de algunas plantas. Hasta llegó a construir un precario telar. También elaboró sus propios instrumentos para subsistir con los materiales que encontraba en la naturaleza. Las cañas de bambú fueron su principal aliado. Cantimploras, trampas para cazar animales, mochilas para cargar lo recolectado. Debía resistir, no ser detectado. Así que su vivienda tenía que estar camuflada. Encontró una cueva y la convirtió en su refugio. La tapó con hojas, ramas y cañas para que quedara camuflada en la vegetación. Cada vez que salía de su guarida, al regreso, borraba las huellas para no ser encontrado.
Comía frutas silvestres, mango, coco, nueces, camarones, cualquier otro pez que pudiera pescar, ranas, anguilas y hasta ratas. Dos veces se enfermó gravemente. Se supone que padeció tifus y malaria. En medio de las fiebres altas, logró llegar a la cueva. Pensó que iba a morir. Y no quería que el enemigo encontrara su cuerpo. Pero sobrevivió.
El 24 de enero de 1972, cincuenta años atrás, Yokoi fue a revisar sus trampas para camarones. Necesitaba comida fresca. La pesca no había sido buena en los últimos días y tampoco la recolección de frutas. Dos hombres que estaban cazando lo vieron a la distancia. Les llamó la atención el aspecto de esa figura que pareció materializarse entre los juncos, como si la selva lo hubiera escupido con desgano.
Yokoi rehusó el diálogo. Pensó que se trataba de enviados norteamericanos. Los creyó hostiles. Eran el enemigo. En un descuido intentó desarmarlos. Pero los dos hombres, a pesar de estar sorprendidos, se lo sacaron de encima con pasmosa facilidad. Las casi tres décadas de mala alimentación se notaban. Pero no se confiaron. Por si acaso le ataron las manos y lo trasladaron ante las autoridades. Esa tarde, en ese despacho oficial, nadie creía lo que escuchaba. Hubo llamados telefónicos para validar la historia. Ese hombre seguía luchando.
Lo hospitalizaron para estabilizar sus parámetros. Estaba anémico pero los médicos reconocían que su estado era mejor del que pensaban encontrar. La historia se difundió por Japón y por el mundo. Se convirtió en un héroe nacional.
Cuando el avión lo llevó de regreso a Japón, lloró emocionado cuando por la ventana del avión vio al Monte Fuji. En el aeropuerto lo esperaban más de cinco mil personas. Hay una foto que retrata el momento. Yokoi, todavía débil, está en una silla de ruedas. Detrás una corte de curiosos, que miran, sonríen, deslumbrados por la celebridad cercana no toman conciencia de la dimensión del momento. El hombre, pudoroso, se tapa la cara para que no quede expuesto su llanto.
En esa especie de gira triunfal de bienvenida a Yokoi hay un momento absolutamente conmovedor. Regresa a Nagoya, su hogar, su pueblo. Al costado de la ruta la gente saluda su paso. Pero unos pocos kilómetros antes de llegar a la aldea, la comitiva se detiene en un cementerio. Yokoi camina unos metros y se detiene ante la tumba familiar. Esa lápida con los nombres en fila es un mapa de sus afectos, de los afectos perdidos, de aquellos a los que él no pudo despedir en esos 28 años que estuvo atrincherado. Es también un momento excepcional por otro motivo. Un hombre frente a su propia tumba. En la lápida, entre otros nombres, está el suyo: Shoichi Yokoi, Guam, 1944. (Su madre, de todas maneras, no se había precipitado en grabar su nombre; mantuvo las esperanzas muchos años. Recién 1954 mandó a escribir el nombre de su hijo)
Yokoi no fue el último zan-ryu Nippon hei, el último rezagado. El siguiente en ser encontrado fue Hiroo Onoda, soldado japonés que fue encontrado en Filipinas en 1974, dos años después.
Onoda se resistía a creer que la guerra había terminado. Había visto también esos panfletos que apenas firmada la rendición el ejército norteamericano había lanzado en cada rincón que había estado bajo dominio japonés. Pero Onoda, como Yokoi, creyó que se trataba de propaganda. Los treinta años de resistencia de Onoda no fueron tan pacíficos como los de Yokoi: asesinó, en su guerra individual, al menos a 30 filipinos.
Cuando fue hallado y le probaron que eso la guerra había terminado no le bastó. Dijo que él había hecho un juramento de lealtad y que había recibido una orden de su superior y que hasta tanto lo relevaran de ese deber, él seguiría cumpliéndolo.
Su descubridor volvió a Japón y buscó al superior de Onoda durante la guerra. Le contó el caso y le pidió que lo acompañara hasta la espesa selva filipina. Recién cuando su antiguo jefe le habló, terminó la Segunda Guerra Mundial para Onoda.
Pero retomemos la historia de Yokoi. Apenas arribó a Japón y mientras los periodistas se abalanzaban sobre él, Yokoi dijo, con leve resignación: “Es ligeramente vergonzoso, pero regresé”. La frase, muy rápidamente, se trasladó al habla popular japonesa.
Esa emoción inicial del regreso se convirtió en conmoción cuando vio las calles de Tokio. Los rascacielos, la tecnología, los luces de neón, el ruido de los motores de los autos, los trajes, la gente viviendo a mucha velocidad. Él era un habitante de otro tiempo, de otro mundo.
“Seguí viviendo por el bien del emperador y creyendo en el emperador y en el espíritu japonés. Estoy profundamente dolido por no haber servido de la manera debida al emperador. Pero mi determinación para servirlo no cambiará nunca”, le dijo Shoichi Yokoi a los periodistas.
Esas declaraciones sólo explicitaron lo que ya se había visto con su conducta y sirvieron de ejemplo para graficar la colisión de concepciones que existía en Japón a principios de los años setenta. Mientras los más grandes y tradicionalistas añoraban las costumbres y conductas del Japón imperial (tras esa nostalgia, tras esa certeza de que era un mundo perdido se suicidó Mishima, por ejemplo), los jóvenes pugnaban por insertarse en el mundo moderno, por mirar hacia adelante. Yokoi representaba los valores de antes: la sumisión al emperador, la resistencia, un estoicismo ilimitado, el espíritu de los antiguos guerreros y, en especial, el ganbaru, esa expresión japonesa que refiere a la perseverancia en los momentos más duros.
A pesar de que muchos pronosticaron lo contrario, Yokoi logró llevar una vida normal cuando se reinsertó en Japón. Durante meses recibió regalos, dinero y propuestas de casamiento. Se casó a los seis meses. Se fue a vivir a una zona rural. Pero sus incursiones en las grandes ciudades eran frecuentes. Se convirtió en una celebridad. Daba charlas sobre supervivencia y brindaba cursos sobre cómo vivir austeramente. Era un invitado permanente a en la televisión. Quiso conocer al Emperador Hiroito pero nunca fue recibido.
Murió el 22 de septiembre de 1997, en Nagoya, su ciudad natal. Tenía 82 años.
Seis años antes había disfrutado, según sus palabras, del máximo honor de su vida. Fue recibido en el palacio imperial por Akihito, hijo de Hirohito, y por entonces emperador de Japón.
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