En el breve lapso de dos años y diez meses, los de su presidencia, fue un protagonista, lo es aún, imposible de eludir cuando se analiza aquel fenómeno irrepetible que fue el de los años 60 del siglo pasado. Desde que John F. Kennedy asumió como el treinta y cinco presidente de Estados Unidos, hace hoy sesenta y un años, hasta su asesinato en Dallas el 22 de noviembre de 1963, aquellos fueron los días que prometían paz, flores y esperanza. A partir de su muerte, y de una forma muy especial, aquella promesa tácita, que encarnó en parte la llamada “Doctrina Kennedy”, empezó a descascararse hasta alcanzar una cima insospechada de violencia, sangre y tragedia.
El día de su asunción, en el sitial tradicional en el que juran los presidentes americanos, Kennedy pronunció un discurso que está considerado hoy como uno de los mejores discursos de inauguración de la historia de ese país. Contiene cinco o seis frases que han sobrevivido a los avatares de la Historia, a las vueltas que el mundo dio en seis décadas, y a la talla de los propios presidentes estadunidenses que derivaron en Richard Nixon y llegaron hasta Donald Trump.
Kennedy fue un personaje fascinante, contradictorio, brillante; un político joven que dejó de lado el paternalismo político de la época y pasó la posta a la sociedad civil, para que forjara su propio destino, y a una juventud que, estaba convencido, iba a cambiar el mundo, y para bien.
Si Charles De Gaulle en Francia, Francisco Franco en España, Nikita Khruschev en la URSS, y años antes José Stalin; si, a su modo Harold McMillan en Gran Bretaña y años antes Winston Churchill entre otros, encarnaban el alma de la posguerra, que había terminado dieciséis años antes, Kennedy proclamó en su discurso inaugural que esa antorcha había pasado a una nueva generación de americanos.
Fue el primer presidente católico de Estados Unidos, el primero nacido en el siglo XX y el más joven en llegar a la Casa Blanca: tenía 43 años cuando ganó las elecciones en noviembre de 1960 y cuando pronunció su famoso discurso inaugural, en la helada mañana del 20 de enero de1961. Fue también un aventurero sexual, promiscuo, imprudente, protegido por periodistas y funcionarios que hacían la vista gordísima ente sus encuentros privadísimos en las mismas dependencias de la Casa Blanca.
También fue un político que aprendió sobre la marcha el oficio de presidente; el primero en descubrir la importancia de la televisión en la política, su triunfo sobre Richard Nixon fue cimentado en una serie de debates televisivos, los primeros de la historia americana, que son hoy un pedazo de historia. También fue un estadista interesado por los derechos humanos en una época en que no eran mencionados, pero que sin embargo toleró, y aceptó seguir los planes de la CIA para asesinar a presidentes extranjeros, en especial a Fidel Castro.
Kennedy creía que el comunismo era la cruzada del siglo y le parecía amenazante e intolerable que una filial de la URSS se alzara a menos de doscientos kilómetros de las fronteras de su país. Sabía además, a ocho meses de asumir su cargo, que Castro planeaba exportar su revolución socialista primero y comunista después, al resto de América Latina. Y no estaba dispuesto a aceptarlo.
En septiembre de 1961, cuando se entrevistó con el presidente argentino Arturo Frondizi en el Hotel Carlyle de Nueva York, Frondizi le explicó cuál era el drama de los países al sur del Río Grande: pobreza, analfabetismo, corrupción, militarismo, dictaduras, subdesarrollo. Lo hizo casi con las mismas palabras que Kennedy había usado en su campaña. El americano entendió enseguida por donde venían los tiros y le dijo a Frondizi: “Eso ya lo sé, presidente. Pero Castro quiere exportar su revolución. Y hay que pararlo”. Así lo recordó Frondizi, muy divertido, a un periodista argentino en su departamento de la calle Berutti, en 1989.
Durante su presidencia, Kennedy tuvo una gran preocupación: el estallido de una guerra nuclear que surgiera por mala praxis política o por un yerro humano. Rescató del olvido una breve historia de la Primera Guerra Mundial, The guns of August (Los cañones de agosto), de Bárbara Tuchman, que narra cómo Europa marchó a las trincheras al son de los valses de Strauss y convencida toda ella que el conflicto duraría quince días. La Casa Blanca compró varios ejemplares y Kennedy lo distribuyó entre los miembros de su gabinete.
Así y todo, Kennedy aceptó implementar un plan diseñado por la CIA de Dwight Eisenhower que consistía en que un ejército mercenario con apoyo militar de Estados Unidos, invadiera Cuba para derrocar a Castro y su régimen comunista. El plan, modificado por Kennedy que impidió toda participación activa de las fuerzas armadas americanas, fue un fracaso y la invasión a Bahía de Cochinos fue un yerro político del que Kennedy se arrepintió en la corta vida que le quedaba por delante.
La consecuencia de la invasión fue que la URSS instaló a partir de agosto de 1962, bases misilísticas en Cuba, con proyectiles de mediano y largo alcance manejados supuestamente por los soviéticos, todos con ojivas nucleares, todos dirigidos a Estados Unidos. En octubre, el mundo vivió trece días al borde de la guerra nuclear tan temida por Kennedy, que agregó a su doctrina varios intentos de acuerdo con la URSS para prohibir las pruebas nucleares, consciente de que en una guerra atómica, “los que queden vivos envidiarán a los muertos”, dijo una vez.
Había nacido en Boston el 29 de mayo de 1917, era el segundo de los nueve hijos de Joe y Rose Fitzgerald, un clan familiar apasionado por la política y golpeado por la tragedia. Fue un héroe, condecorado, de la Segunda Guerra como comandante de una lancha torpedera en el Pacífico. Regresó herido y con una grave lesión en la espalda que, junto a su frágil salud, hizo que intuyera siempre una muerte joven. También entrevió, con asombrosa certeza, que sería asesinado.
En 1953, a los treinta y cinco años casó con Jacqueline Bouvier, una bella reportera de un diario de Washington, a quien había conocido el año anterior. Tuvieron dos hijos, Caroline y John John, una hija que nació muerta y otro hijo, Patrick, que nació prematuro el 7 de agosto de 1963 y murió por deficiencias pulmonares dos días después.
Su gobierno estuvo marcado por media docena de hechos y realidades decisivas en aquellos años de Guerra Fría, que ni fue guerra, ni fue fría, y de segregación racial en Estados Unidos:
* Las dramáticas relaciones con Cuba y con el resto de América Latina.
* El enfrentamiento con la URSS por Cuba y por la Alemania de posguerra, ocupada y dividida por las potencias ganadoras de la Segunda Guerra. Fue durante el gobierno de Kennedy cuando Khruschev amenazó con ir a la guerra por Berlín y alzó luego el muro que dividió la ciudad durante veintiocho años.
* El conflicto en Vietnam, que en esos años no contaba con una participación activa de las fuerzas armadas americanas, sino de unos mil quinientos “consejeros” e instructores del ejército de Vietnam del Sur a los que Kennedy pensaba retirar en diciembre de 1963: fue asesinado un mes antes.
* Los derechos civiles de la población de raza negra, que entonces no tenían derecho a votar, no tenían acceso a colegios y universidades en las que estudiaran blancos y tenían bares, iglesias, baños, barrios y hasta asientos en los ómnibus y bebederos separados de los de los blancos.
* La decisión de enviar a un hombre a la Luna, y traerlo de regreso, que era lo más difícil de la misión, como el objetivo a alcanzar antes que la URSS en los que fueron los años conocidos como los de la carrera espacial”.
* La determinación de firmar un tratado de prohibición de experiencias nucleares en la atmósfera o fuera de ella, como paso inicial para poner fin a la Guerra Fría. La apuesta de mejorar las relaciones con la URSS y terminar con la proliferación de armas nucleares, de que las dos potencias trabajaran juntas en la conquista espacial, llegaría el 10 de junio de 1963, en un discurso que Kennedy dio en la American University de Washington. Cinco meses después, yacía en el Parkland Hospital de dallas, con la cabeza destrozada a balazos.
Con esas, y otras, preocupaciones en la cabeza, Kennedy encaró su discurso inaugural. Lo escribió Ted Sorensen, que era el más hábil speechwriter de Kennedy. La leyenda cuenta que Sorensen tenía la habilidad de diseñar las frases para que quedara en evidencia el marcado acento bostoniano del presidente. La frase acaso más famosa del discurso, “Entonces, conciudadanos, no pregunten qué puede hacer su país por ustedes; pregunten que pueden hacer ustedes por su país”, tiene en inglés la acentuada cadencia casi musical que la hizo perdurable: “So, my fellows americans, ask not what your country can do for you, ask what you can do for your country”, y así fue dicha.
Kennedy había pedido a Sorensen que estudiara a fondo el famoso discurso de Abrahm Lincoln en Gettysburg, en 1863, al inaugurar el Cementerio Nacional de los Soldados, muertos en la Guerra Civil, porque evocaba los principios de igualdad de los hombres y porque Lincoln había redefinido el drama de esa guerra como el de un nuevo nacimiento de la libertad en los Estados Unidos.
También tomó para el borrador inicial, las ideas de consejeros y amigos. John Kenneth Galbraith, el economista de Harvard, la universidad de Kennedy, le sugirió una línea: “Nunca negociemos por miedo. Pero nunca temamos negociar”, que Sorensen transformó en: “Nunca negociaremos por miedo. Pero jamás tendremos miedo de negociar”.
Adlai Stevenson, rival de Kennedy en las primarias y, cuando la crisis de los misiles, brillante representante del gobierno en la ONU, sugirió: “Si la forma de vida libre no ayuda a los muchos pobres de este mundo, nunca salvará a los pocos ricos”, que en versión Sorensen quedó: “Si una sociedad libre no puede ayudar a los muchos que son pobres, tampoco puede salvar a los pocos que son ricos”.
En 2007, Sorensen, que murió en octubre de 2010, recordó aquel discurso de Kennedy como “sabio y valiente. (…) El discurso inaugural de Kennedy cambió el mundo, anunció el comienzo de una nueva administración, de una nueva política exterior estadounidense decidida a una victoria pacífica en la larga guerra fría de Occidente con la Unión Soviética por la dirección futura del mundo. Fue una declaración de valores fundamentales, suyos y de la nación, que Kennedy creía con firmeza que debían ser transmitidos”.
En aquel helado mediodía de hace sesenta y un años, Kennedy se quitó el abrigo y se dispuso a leer su mensaje ante una multitud y ante las cámaras de televisión color, que por primera vez transmitían con ese adelanto técnico, el discurso inaugural de un presidente de Estados Unidos. Eran, apenas, mil trescientas sesenta y seis palabras.
Empezó por decir que la suya no había sido la victoria de un partido sino una celebración de la libertad, como lo habían determinado los antepasados hacía ya un siglo y tres cuartos. Enseguida señaló su preocupación: la pobreza, los peligros de la guerra y los derechos humanos: “El mundo es muy diferente ahora. Porque el hombre tiene en sus manos mortales el poder de abolir todas las formas de pobreza humana y todas las formas de vida humana. Y, sin embargo, las mismas creencias revolucionarias por las que lucharon nuestros antepasados todavía están en discusión en todo el mundo: la creencia de que los derechos del hombre no provienen de la generosidad del estado sino de la mano de Dios”.
Luego habló del cambio generacional que implicaba su propia juventud y la de su equipo de gobierno: “No nos atrevemos a olvidar hoy que somos los herederos de esa primera revolución. Que se corra la voz desde este tiempo y lugar, tanto para amigos como para enemigos, de que la antorcha ha pasado a una nueva generación de estadounidenses, nacidos en este siglo, templados por la guerra, disciplinados por una paz dura y amarga, orgullosos de nuestra antigua herencia, y no están dispuestos a presenciar o permitir el lento desmantelamiento de aquellos derechos humanos con los que esta nación siempre se ha comprometido, y con los que estamos comprometidos hoy en casa y en todo el mundo. Que cada nación sepa, ya sea que nos desee bien o mal, que pagaremos cualquier precio, soportaremos cualquier carga, enfrentaremos cualquier dificultad, apoyaremos a cualquier amigo, nos opondremos a cualquier enemigo para asegurar la supervivencia y el éxito de la libertad”.
Era, también, un mensaje a la URSS. Habló luego a los aliados tradicionales de Estados Unidos, en especial a Gran Bretaña, a los nuevos estados que nacían de las luchas anti coloniales, en especial en África, sugirió que el colonialismo no iba a desaparecer si era reemplazado por una tiranía más férrea y prometió apoyo a los países que lucharan por su libertas: “En el pasado, aquellos que tontamente buscaron el poder cabalgando sobre el lomo del tigre, terminaron en sus fauces”.
Después hizo un llamado a la mitad del mundo que luchaba por romper los lazos con la miseria masiva: “(…) Prometemos nuestros mejores esfuerzos para ayudarlos a ayudarse a sí mismos, durante el período que sea necesario, no porque lo vayan a hacer los comunistas, no porque buscamos sus votos, sino porque es lo correcto. Si una sociedad libre no puede ayudar a los muchos que son pobres, tampoco puede salvar a los pocos que son ricos”.
Después habló a los países de América Latina y prometió la Alianza para el Progreso que iba a hacer efectiva ese mismo año 1961: “A nuestras repúblicas hermanas al sur de nuestra frontera, ofrecemos un compromiso especial: convertir nuestras buenas palabras en buenas obras, en una nueva alianza para el progreso, para ayudar a hombres libres y gobiernos libres a deshacerse de las cadenas de la pobreza. Pero esta revolución pacífica de la esperanza no puede convertirse en presa de poderes hostiles. Que todos nuestros vecinos sepan que nos uniremos a ellos para oponernos a la agresión o subversión en cualquier parte de las Américas. Y que todos los demás poderes sepan que este Hemisferio tiene la intención de seguir siendo el amo de su propia casa”.
La Alianza para el Progreso beneficiaría a trece países latinoamericanos, era una especie de Plan Marshall para esta parte del continente que contemplaba el desarrollo económico y socia de la región. Se instrumentaron veinte mil millones de dólares de la época, a ser otorgados en un plazo de diez años. Gran parte del dinero inicial destinado por Estados Unidos para la Alianza, terminó perdido en los meandros de la corrupción, o en manos del poder militar que buscó rearmarse ante lo que juzgaba una tercera guerra mundial contra el comunismo. En 1971, cuando la Alianza para el Progreso debió terminar con sus aportes, de los trece países beneficiarios siete estaban en poder de dictaduras militares.
Kennedy habló a sus enemigos, en especial a la URSS y a los países comunistas del este europeo; señaló los riesgos de una guerra nuclear, “el átomo letal”, el temor a una hecatombe auto destructiva, planificada o accidental, y recordó que sólo cuando las armas de los dos bandos fuesen suficientes, habría certeza de que nunca serían empleadas. “Entonces, comencemos de nuevo, recordando en ambos lados que la civilidad no es un signo de debilidad, y la sinceridad siempre está sujeta a prueba. Nunca negociaremos por miedo. Pero jamás tendremos miedo de negociar. Dejemos que ambas partes exploren que cosas nos unen, en lugar de insistir en los problemas que nos dividen”.
Esbozó un principio de acuerdo con la Unión Soviética y de cooperación mutua: algo impensable en 1961: “Que ambas partes, por primera vez, formulen propuestas serias y precisas para la inspección y el control de armas, y pongan el poder absoluto para destruir otras naciones bajo el control absoluto de todas las naciones. Que ambas partes busquen invocar las maravillas de la ciencia en lugar de sus terrores. Juntos exploremos las estrellas, conquistemos los desiertos, erradiquemos enfermedades, aprovechemos las profundidades del océano y fomentemos el arte y comercio (…) Y si una cabeza de playa de cooperación puede hacer retroceder la jungla de sospechas, que ambas partes se unan para crear un nuevo esfuerzo, no un nuevo equilibrio de poder, sino un nuevo mundo de leyes, donde los fuertes son justos, los débiles están seguros y la paz está preservada. Todo esto no se terminará en los primeros cien días. Ni se terminará en los primeros mil días, ni en la vida de esta Administración, ni quizás en nuestra vida en este planeta. Pero empecemos”.
Trazó, por último, una parábola guerrera pero en nombre de la paz y en nombre también de quienes habían muerto entre 1941 y 1945 en los campos de Europa o en las playas del Pacífico: “En vuestras manos, conciudadanos, más que en las mías, estará el éxito o el fracaso final de nuestro rumbo. Desde que se fundó este país, cada generación de estadounidenses ha sido convocada a dar testimonio de su lealtad nacional. Las tumbas de los jóvenes estadounidenses que respondieron al llamado al servicio rodean el mundo. Ahora, el clarín llama de nuevo al combate, no un combate que requiera armas, aunque las necesitamos; no como un llamado a la batalla, aunque estemos asediados, sino como un llamado a llevar la carga de una larga lucha crepuscular, año en y año tras año, ‘gozosos en la esperanza, pacientes en la tribulación’—una lucha contra los enemigos comunes del hombre: la tiranía, la pobreza, la enfermedad y la guerra misma. En la larga historia del mundo, solo a unas pocas generaciones se les ha concedido el papel de defender la libertad en su hora de máximo peligro (…) Entonces, conciudadanos, no pregunten qué puede hacer su país por ustedes, pregúntense qué pueden hacer ustedes por su país. Mis conciudadanos del mundo: no pregunten qué hará Estados Unidos por ustedes, sino qué podemos hacer juntos por la libertad del hombre (…).
También había otro Kennedy, irreverente, ácido y punzante que solía decir: “Perdona a tus enemigos. Pero nunca olvides sus nombres”. Y que en medio del éxito electoral de noviembre de 1960, de los febriles preparativos para su asunción el 20 de enero de 1961 y del viento renovador con el que encaró su presidencia, solía sintetizar sus méritos políticos en una frase dirigida sólo a los íntimos: “¿Ustedes se dan cuenta de que soy el único tipo que se interpone entre Richard Nixon y la Casa Blanca?”.
Richard Nixon juró como presidente de Estados Unidos otro 20 de enero, de 1969, cinco años y dos meses después del asesinato de Kennedy en Dallas.
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