Alberto Alessi abrió el sobre con cierta ansiedad. El heredero de la compañía de objetos y utensilios de cocina le había encargado a Philippe Starck que diseñara una bandeja con su impronta para lanzar en colaboración con su marca. En lugar de eso, se encontró con un mantel individual de papel, de esos que abundan en las pizzerías italianas. Sobre el mapa de la isla Capraia, en el archipiélago toscano, que distinguía los de la trattoria Il Corsaro, el célebre diseñador y arquitecto industrial francés había dibujado dos docenas de algo parecido a un exprimidor, o al menos eso era lo que le aclaraba en la breve nota que lo acompañaba. Se dio cuenta inmediatamente de que estaba ante una genialidad.
Era 1990 y, con su cabeza acanalada y montada sobre tres patas metálicas que quienes desconocen la historia asocian hasta hoy a las de las arañas, el Juicy Salif se convertiría en una de las piezas más famosas de ese hijo de ingeniero aeronáutico nacido en París el 18 de enero de 1949 que creció con la innovación como un deber, y también en una de las más controvertidas.
Starck lo imaginó mientras comía calamares con limón junto a su primera mujer, Brigitte Laurent –moriría de cáncer de mama dos años después, cuando llevaban 22 de casados–, y su hija mayor, Ara, y no pudo esperar para bocetarlo. El diseño, que hoy forma parte de la colección del MoMa, sería cuestionado por su sentido práctico: ¿Qué uso podía dársele en la cocina a una escultura de 29 centímetros, a todas luces incómoda para su propósito? Desde entonces, lo aclararía una y otra vez: “No está pensado para exprimir limones, sino para iniciar conversaciones”.
Treinta años más tarde, la idea de vender experiencias parece casi un cliché, pero si algo lo convirtió en el arquitecto estrella por excelencia de las últimas décadas, es que esa idea fue de él. La plasmó en sus cerca de 10.000 creaciones –de aquel exprimidor hasta casas prefabricadas, barcos, motos, sillas, grifería y perfumes–, a razón de 200 proyectos por año (sólo el 5% de lo que le proponen).
Y en ningún lugar se ve más clara que en las decenas de hoteles y restaurantes con su firma, del Royalton de Nueva York –el primero que diseñó, a pedido del dueño del mítico Studio 54–, al Manin de Tokio y el Faena de Buenos Aires, pasando por el Delano de Miami y el YOO2 de Río de Janeiro. Su mirada cambió para siempre lo impersonal de esos espacios antes pensados sólo como lugares de paso: los suyos son teatrales y pensados para provocar emociones, como si fueran escenarios de las películas que dirige. “Claro que tienen una función –dice el arquitecto–: son máquinas de crear experiencias”.
Está convencido: “Si uno obliga a la gente a sentarse sobre asientos interesantes, dirán cosas interesantes. Cuando diseñé el Café Costes, en 1984, hice el primer baño bello del mundo. Y funcionó: en todas las demás cafeterías, los baños estaban siempre sucios, mientras que el del Costes se mantenía impecable. Si ofrecés calidad (no hablo de estética, porque no sé lo que es eso, y tampoco hablo de lujo, porque lo odio), la gente puede experimentarla y darse cuenta de que significan la inteligencia, la armonía y el respeto. Y entonces se hacen más inteligentes, armoniosos y respetuosos”.
Cada vez que le preguntan, lo explica como un gurú, todo lo que hace es funcional, aunque su función no sea obvia. “No me importa si se trata de un avión o de un cepillo de dientes: mi filosofía es siempre la misma. ¿Qué es lo que va a ganar quien use lo que hago? Yo me eduqué en la alta tecnología. Lo mío es el funcionalismo, pero no como el de los años veinte, que era materialista. La política es una función, y también lo son el sexo y el sentimentalismo. Soy un funcionalista post-freudiano. Fui uno de los primeros que introdujo en el diseño parámetros que en principio no le pertenecían”, destaca quien dice no fijarse jamás en lo que opinan la crítica especializada ni, mucho menos, los decoradores.
Ni siquiera se considera a sí mismo un diseñador, o un arquitecto: “Tampoco soy un hombre de negocios. Sólo soy un tipo que intenta merecer existir y que tiene una enfermedad llamada creatividad. Lo que soy es un explorador sentimental”. Y asegura que, directamente, no le interesan ni la arquitectura, ni el diseño, ni el paisaje, sino sólo la gente. “Hay que admirar a los científicos, que son los que cambian de verdad el mundo”, dice en su página web.
Su fórmula parece simple: “Hacé lo que quieras, creé en vos mismo, y no escuches a nadie. Sólo explorá en tu interior lo que se necesita. ¿Por qué vas a crear algo? ¿Cuál es su legitimidad para existir? ¿En qué vas a ser útil?”. Su misión, su visión, es que, no importa qué forma tome cada una de sus creaciones, debe mejorar las vidas de la mayor cantidad de gente posible. “Hay que ser poético y político; rebelde y benevolente; pragmático y subversivo; ético, democrático, ecológico; y, sobre todo, tener humor. No hace falta que nadie sea un genio, pero todos tienen que participar.”
Apenas a dos letras de “star”, Starck parecía predestinado para ser una estrella cuando entró a la École Camondo de Diseño y Arquitectura de París. Y, ya recibido, creó su primera compañía, Starck Product, mientras trabajaba en Adidas.
Pero el gran salto en su carrera lo dio cuando en 1983, el entonces presidente socialista francés François Mitterrand lo eligió por recomendación de su Ministro de Cultura para remodelar su residencia oficial en el Palacio del Elíseo. Como un progresista que cree fundamentalmente en democratizar la calidad, se negó a hacerlo de nuevo cada vez que otros presidentes de signo conservador lo llamaron para volver a trabajar en el Elíseo. “Cuando un país o una ciudad están emergiendo, lo primero que hacen es llamarme. Resulta interesante. Pero a mí me da igual. No tengo el software de la gloria en mi sistema. Vivimos tan solos, tan lejos de todo, que no necesito ese mecanismo”, ha explicado en más de una oportunidad, en referencia a su mujer desde hace 15 años, la ex relaciones públicas del grupo Louis Vuitton, Jasmine Abdellatif, con quien tuvo a Justice.
Tuvo otras dos relaciones tras la muerte de Brigitte, y con todas tuvo hijos –Oa, con la fotógrafa Patricia Bailer; y K y Lago, con su segunda esposa, Nori Starck–, pero con ninguna forjó una alianza tan fructífera como con ella.
Tienen una veintena de casas en todo el mundo, pero apenas si salen. Hace una vida de monje, asegura: se levanta junto a Jasmine a las 7 de la mañana, y trabaja entre 7 y 14 horas, interrumpidas por una siesta de 40 minutos y una pausa para comer. Evitan el contacto exterior: “No salimos, no vamos a comer, ni a exposiciones, ni al cine”. Eso sí, también asegura que tienen religiosamente sexo dos veces por día.
Pero ya no hay calamares ni variantes en su menú: sólo come quínoa en el desayuno, en el almuerzo y en la cena. “Produzco un gran proyecto más o menos cada dos días (ordena todos en fundas transparentes y los separa con post-its y tiene sólo un requerimiento excéntrico: boceta siempre son papeles plastificados que manda a hacer especialmente, muy lejos de aquel mantel de pizzería en el que dibujó su exprimidor). Puede ser un instrumento médico, una colección de gafas de sol, una línea de muebles, un cohete, un nuevo vehículo eléctrico o un velero, y todo lo que tiene mi firma, para bien o para mal, sale de mi cabeza”, repite como de memoria en todas sus entrevistas el creador de las sillas Louis Ghost de Kartell –un guiño a las de estilo Luis XV, en plástico transparente, que siguen siendo uno de los diseños más copiados de los últimos veinte años–, en las que, sin embargo, asegura que no sabe hacer nada práctico. Ni llamar por teléfono, ni mandar un mail, ni siquiera sabe qué decir cuando lo llaman, nada.
Todo lo resuelven Jasmine y su equipo: “Para ser libre para soñar y para inventar nuevas ideas, el único nexo que tengo con el mundo es una pequeña tubería que se llama amor. A través de esa tubería que mantengo con ella, le transmito la información y ella se ocupa de organizar las cosas. Así no tengo necesidad de rozar la realidad y sobre todo, me evito todo lo que hay de feo en la naturaleza humana. Tengo muy poca tolerancia hacia lo feo. A fuerza de vivir fuera de la realidad, todo lo deshonesto o violento hiere mi sensibilidad. Mi fuerza reside en que no conozco la fealdad”.
Starck se define como “ligeramente autista”. Dice que habita su espacio mental, su fantasía, y claro, ¿quién no querría vivir en la fantasía de Starck? “En realidad no vivo en ningún lugar, o más bien, vivo en otro lugar”, dice, aunque suele trabajar en una mansión en un acantilado en Portugal que perteneció a una condesa y está decorada con un gusto barroco, completamente opuesto al de él.
En esa y sus otras casas, como una granja de ostras en Francia, o su departamento de Manhattan tiene repetidos los mismos libros y la misma ropa: se viste todos los días con el mismo modelo de remera negra básica; tiene 300, en una especie de yin-yang con su amigo Alan Faena, que hace entender mejor aún su sociedad de dos décadas.
Esa vida simple y ascética, está lejos de todos los excesos: de color, y también de drogas y alcohol. “La idea romántica burguesa que nació hacia el siglo XVIII, de que el artista debe ser un loco o un maldito, beber mucho, consumir todo tipo de drogas, vivir la noche y alojarse en un taller repugnante nació del deseo burgués de marginalizar a los creadores. Pero la realidad es todo lo contrario: si la chispa creativa sigue siendo un misterio, la puesta en marcha de la idea es un trabajo personal riguroso de canalización del subconsciente. La parte consciente de mi cerebro, lo que llamamos inteligencia, no tiene mucho interés. Pero mi subconsciente es tan poderoso que nadie, ni siquiera yo, puede controlarlo. Pero aprendí a canalizarlo. La creación es algo muy serio, por eso no doy lugar a los excesos”, dice.
Siempre adelantado, anticipó que el futuro sería femenino hace décadas y lleva años de cruzada contra el machismo: “Me interesa la vida de las mujeres en una sociedad hecha por hombres contra ellas. Yo no hablo con hombres. Estamos en una época donde los valores masculinos ya no sirven de nada. En la era de las cavernas debía ser muy interesante ser musculoso y agresivo. Pero hoy eso no sólo es obsoleto, sino peligroso. Cuando mi trabajo es bueno, es porque lo hice con mi lado femenino. De hecho, si discuto con mi mujer y se nos va de las manos, me dice: ‘Bah, si al final no sos más que un hombre’, porque sabe que eso me ofende muchísimo”.
También materializó en una línea de perfumes su defensa de que, en medio de los “estereotipos inamovibles que plantearon los varones, hay mucha gente que no tiene por qué encajar para ser hombre o mujer, y puede vivir de forma mucho más sofisticada”.
Sus fragancias, lanzadas por primera vez en 2016, son tres: una femenina, Peau de soie (piel de seda); otra masculina, Peau de pierre (piel de piedra), y una tercera, Peau d’ailleurs (piel de otro lugar), para todas las identidades no binarias. A la vez, cree que vivimos en una sociedad “mucho menos creativa” que la de las utopías de los 60, en la que se formó: “Nosotros queríamos hacer una revolución, pero hoy veo una enorme tendencia retro, que es lo peor que nos puede pasar a una sociedad. Porque si lo moderno es sospechoso, no hay innovación”.
En su momento, trabajó con Steve Jobs, para quien diseñó el espectacular velero Venus, pero no lo rescata ni luego de muerto: “Era un egomaníaco enorme, por eso tuvo tanto éxito. Era inteligente, pero sólo en los negocios. En realidad no le gustaba la creatividad. Cuando le proponía ideas, su única respuesta era: ‘De ninguna manera, eso es otra mierda de diseñador’. Era la persona menos creativa que jamás conocí –dijo en una entrevista con El País de Madrid–. Fraguó todo un universo, pero ese universo es el prototipo del próximo totalitarismo”.
Starck es uno de los primeros defensores del diseño sustentable y uno de los diseñadores llamados a pensar cómo será la vida en otros mundos, y creó los interiores de los cuartos de la tripulación, el área de comedor y el módulo de habitación de la cocina para la Estación Espacial Axiom. Es un diseño que evoca “la ingravidez del útero, similar a la de los astronautas que flotan en gravedad cero”, una especie de huevo cuyas paredes están forradas en Leds de colores que varían según la hora del día, el estado de ánimo o el biorritmo de sus habitantes.
“La única cosa en la que creo, como el producto de la relatividad einsteniana que soy, es en que nada existe. Las cosas materiales no existen. Por eso me siento capaz de manipularlas a mi antojo”, dice el hombre que, a los 73 años, es uno de los cerebros del futuro de la humanidad.
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