Era la víspera de los noventas, la época en que nadie se escandalizaba si la chica sexualizada en la gráfica de los jeans no tenía edad para estar ahí. Katherine Ann Moss tenía 14 años y volvía de unas vacaciones en las Bahamas cuando una scouter de la agencia Storm la descubrió en el aeropuerto John Fitzgerald Kennedy de Nueva York. No se parecía a las modelos del momento, no era voluptuosa, ni tenía las curvas de Cindy Crawford, Claudia Schiffer, ni Naomi Campbell. Tampoco el cuerpo fibroso de Elle McPherson. Como era lógico, Kate tenía la figura de la niña que aún era, y una cara inquietantemente exótica: angulosa, de pómulos marcados, el corazón en la boca, y los ojos redondos y separados, como un cordero indefenso. No iban a tardar en sacrificarla.
Sus padres, una ex bartender y ama de casa, y un agente de viajes, se habían separado un año antes, cuando ella tenía 13. Había nacido en las afueras de Londres el 16 de enero de 1974, tenía un hermano más chico y era una alumna más de la secundaria Riddlesdown, donde pronto sería fotografiada por Vogue como el nuevo ícono de estilo de la época –”mitad tomboy, mitad femenina, enteramente hermosa”–: para la industria no parecía un problema que fuera una adolescente, al revés, era algo a destacar. La leyenda dice que cuando Corinne Day hizo esas tomas, en el 93, Kate charlaba en los pasillos con sus viejos profesores escondiendo su cigarrillo, como una chica rebelde.
Para entonces llevaba cinco años trabajando como modelo, pero ya era una de las mejores pagas del mundo, desde que la misma fotógrafa, Corinne Day, junto a la estilista Melanie Ward, la habían presentado –con sólo 16 años– como la imagen del “Tercer verano del amor”, en la revista The Face. “Veo ahora a una chica de 16, y pedirle que se saque la ropa se vería muy raro. Pero ellas me dijeron, si no lo hacés, no vamos a volverte a llamar. Así que me encerré en el baño a llorar, y después salí y lo hice. No estaba cómoda en topless: ¡odiaba mis tetas! Yo era chata como una tabla y tenía un lunar en una. Esa foto en la que corro por la playa no la voy a olvidar nunca, porque había un solo hombre, el peluquero, y lo hice darse vuelta”, dijo Moss en una de las pocas grandes entrevistas que concedió en toda su carrera, con Vanity Fair, en 2012.
Su estilo nació con un nombre, ella era el grunge, el “heroin chic”, también a instancias de Day. De nuevo, a nadie le importó asociar a una nena con una droga dura y mortal. Moss dice que jamás consumió heroína, pero que a la fotógrafa le fascinaba la canción de Lou Reed. “Se trataba de glamorizar la fragilidad y la delgadez, Corinne amaba ese look –contó Moss a Vanity Fair–. Y yo era así de flaca porque no paraba de hacer shows, trabajaba muy duro. En esos primeros tiempos, paraba en un bed and breakfast de Milán, donde llegaba de trabajar todo el día y no había nada para comer. Iba a trabajar a la mañana temprano, y tampoco había comida. Nadie te llevaba a almorzar cuando yo empecé. Me acuerdo que una vez me llevó Carla Bruni, que fue divina conmigo. Pero, en general, nadie se ocupaba de que me alimentara. Nunca fui anoréxica, o no hubiera podido trabajar como lo hacía.” Ese era el otro nombre con el que se bautizó la (insalubre) tendencia: el “estilo anoréxico” estaba de moda, y la cara –y el cuerpo– de ese estilo, era ella.
Ni siquiera disfrutó el shooting del comercial con el que saltó a la fama internacional, en 1992, cuando Herb Ritts la retrató para Calvin Klein, también en topless, apenas con los jeans y los slips de la marca que fueron furor en los 90, y junto al hoy actor y entonces rapero y modelo Marky Mark. “Tenía 17 y tuve un colapso nervioso –contó también en aquella entrevista que reveló por primera vez sus años de sufrimiento silencioso–. No me sentía yo misma. No me gustaba nada tener que rodear con mis piernas a ese tipo musculoso. No me pude levantar de la cama por dos semanas y pensé que me iba a morir. Fui al médico y me recetó Valium, pero (la fotógrafa) Francesca Sorrenti, gracias a Dios, dijo: ‘No vas a tomar eso’. Era sólo ansiedad, pero nadie te cuida la cabeza, la presión para hacer lo que tenés que hacer es tremenda. Era muy chiquita en serio, y tenía que trabajar con Steven Meisel –el fotógrafo top en la era de los fotógrafos estrella– y cumplir con mi trabajo.”
Entre 1994 y 1998, Moss vivió un publicitadísimo noviazgo con Johnny Depp, y es de las pocas ex parejas del actor que conserva un buen recuerdo de quien luego sería acusado de violencia de género, justo porque con él sí se sintió cuidada, al menos por un tiempo, incluso aunque también con ella tuvo episodios que entonces se consideraban parte de la estética de ambos. Que vivieran de fiesta, siempre borrachos, y también drogados, o que destrozaran hoteles en sus peleas –él terminó detenido después de una discusión en el The Mark de Nueva York; a ella le prohibieron para siempre la entrada al Hotel de Cap de Cannes, después de uno de sus últimos encuentros– era parte de lo que los paparazzi y los tabloides adoraban en ellos: hablaban de un “romance cocainómano”.
Cuando se conocieron, en enero de 1994, Moss tenía 19, y el actor fetiche de Tim Burton, 30. El venía de separarse de Wynona Ryder, con quien pensaba que iba a estar toda la vida –hasta se había tatuado su nombre en la espalda–, y también de perder por sobredosis a su mejor amigo, River Phoenix. Y ella era venerada en Londres, pero estaba terriblemente sola: “Nadie había sido capaz de cuidarme y, mientras estuvo conmigo, Johnny lo hizo. Yo creía en él y en lo que me decía. Podía preguntarle ‘¿Qué hago?,’ y él me decía. Y cuando nos separamos, lo extrañé muchísimo. Había perdido a la persona en la que más confiaba. Fue una pesadilla. Años y años de llorar, ¡ay, cuántas lágrimas!”
Después conocería al editor de la revista de culto Dazed and Confused, Jefferson Hack, con quien tuvo en 2002 a su hija, Lila Grace. Cuando se separaron, ella conoció a un novio que le traería muchos más problemas que Depp, el chico malo de la música Pete Doherty, a quien, paradójicamente, le hizo dejar la heroína. Estaba con él en un estudio de grabación londinense cuando fue filmada inhalando lo que se supone que era cocaína, en 2005. Las imágenes fueron tapa del Daily Mirror y todos los tabloides anunciaron el fin de su carrera, aunque no dejaban de perseguirla. Tenía 30 años.
En medio del escándalo, la marca de fast fashion H&M le rescindió el contrato como imagen de su colaboración con su amiga Stella McCartney, y Chanel dijo que no le renovaría el suyo. Burberry también la bajó de su campaña. En total perdió más de US$5 millones. Parecía mentira: los mismos que la habían moldeado como la cara del estilo adicto, ahora le daban la espalda.
Mientras pedía disculpas públicas y se internaba en una clínica de rehabilitación en Arizona –ya lo había hecho en el 98 en una clínica de Londres por lo que se dijo que era por estrés y cansancio–, sin embargo, entendió que no estaba sola. Su historia había desatado una mirada crítica respecto de los mismos que la señalaban: si Kate era un modelo, tal vez no era ella sola, sino la época. Al mismo tiempo se destapaba en Gran Bretaña un escándalo mucho más grave que el de la violación de su privacidad: la cocaína también era moneda corriente en el parlamento y en todas las esferas del poder.
Y entonces fueron varios los que la defendieron. Primero fue su amigo, el recordado diseñador Alexander McQueen, quien cerró un desfile con una remera en la que se leía “We love you Kate” y la hizo desfilar como holograma en el Fashion Week de París, y luego una serie de celebridades, de Sharon Stone a su ex y padre de su hija, Jefferson Hack; pasando por los artistas Lucian Freud –que la pintó embarazada, en 2001– y Stella Vine, que hizo una muestra con sus retratos para homenajearla. También Naomi Campell declaró en público que todos estaban actuando mal con ella, y el hoy cancelado Mario Testino –fotógrafo del que supo ser musa– dijo que Kate no había hecho nada malo, y la revista W la puso en tapa. Como broche, el Dior de John Galliano –otro controvertido de la Moda, pero un amigo fiel que jamás la abandonó–, la hizo protagonizar su campaña.
Y así las cosas empezaron a cambiar: la marca de cosméticos Rimmel London la eligió como la cara de su base “Recover”, algo que le quedaba tan bien como los jeans de CK: era un producto que promocionaba sus propiedades “anti-fatiga”, ¿qué mejor que su piel perfecta después de tanta fiesta para probar sus virtudes? Siguieron Nikon, Roberto Cavalli, Bulgari, Stella McCartney, Longchamp, Agent Provocateur, Virgin Mobile, y, claro, Calvin Klein. Un año más tarde, en noviembre de 2006, la industria se redimiría con ella al darle el premio a la Modelo del Año en los British Fashion Awards. Estaba de vuelta.
En 2007 firmó un acuerdo millonario con Topshop para hacer una colección cápsula: fue un éxito rotundo. También lanzó sus perfumes, en alianza con Coty. Y pese a que los medios seguían llamándola “Cocaine Kate”, se convirtió en un caso único: nadie más había triplicado sus ganancias después de un escándalo similar.
Se la veía saludable y dueña de un nuevo estilo que también impuso, el Boho chic, cuando se casó con Jamie Hince, el guitarrista de The Kills, en julio de 2011 en la Parroquia St. Peter’s de Gloucestershire. Se separarían cinco años después, pero entonces todo era felicidad. La vistió, por supuesto, John Galliano. En su histórica entrevista con Vanity Fair cuenta que estaba aterrorizada y que le pidió al diseñador que “le diera carácter”. Galliano le dio la clave: “Tenés un secreto, Kate. Sos la última de las rosas de Inglaterra, escondete bajo ese velo. Cuando lo levante, se va a encontrar con tu pasado desenfrenado”.
Hoy, a los 48, y con novio fotógrafo y aristócrata, el Conde alemán Nikolai von Bismarck –con quien planea una boda que la convertirá en condesa–, esa última rosa, la última de las supermodelos, sigue haciendo historia. El cuadro en el que el artista anónimo Banksy actualizó con su cara a la Marilyn de Warhol, se subastará en Londres esta semana con una base de US$246.930. El paralelismo es evidente: no es sólo la belleza, sino su cosificación, lo que une al mayor símbolo sexual conocido con el mayor símbolo de estilo de las últimas tres décadas. Con una enorme diferencia: Kate sobrevivió.
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