“¡Dios mío! ¡Es el tipo vivo más sexy!”. Nadie recuerda quién pronunció la frase en una producción de tapa de la revista People, con Mel Gibson como protagonista, en 1985. El actor estaba en pleno éxito de la saga Mad Max, tenía 29 años, porte de galán y los ojos más azules que había visto Hollywood en mucho tiempo: lo comparaban con Steve McQueen, Clark Gable y Humphrey Bogart, la clase de varón que podía proteger, enamorar y hacer reír, sin perder ninguna batalla en el intento.
Nadie se acuerda tampoco del editor que acertó con su Sexiest Man Alive en el título de la portada e inauguró así la tradición de elegir cada año al varón vivo más sexy de la Tierra.
En la entrevista realizada en Australia -una de las tres nacionalidades del actor nacido el 3 de enero de 1956 en Nueva York, criado en Sidney e hijo de irlandeses-, el periodista de People, David Wallace, toma nota sobre el humor habitual de Gibson fuera de la ficción: se queja de que no quiere hacer la charla (¡y ni siquiera la película que está rodando!), se fuma un atado de cigarrillos diarios y toma a escondidas seis latas de cerveza, mientras le cuenta la historia de su infancia tradicional a cargo de los curas cristianos del colegio St Leo’s, en la costa australiana.
El personaje que vendía en sus películas estaba ahí, pero había una verdad que entonces ninguno quiso leer entre líneas: el tipo más sensual del planeta era un borracho. Es cierto: nadie podía saber tampoco entonces que, con el tiempo, la quintaesencia de la belleza masculina se transformaría en una máquina de atacar minorías.
Racista, misógino, violento, homofóbico y antisemita, el protagonista de Arma Mortal (1987) hoy podría ser nombrado como el hombre vivo más ofensivo. Sin embargo, cuando People lo nombró por primera vez como Sexiest man alive, su prontuario todavía estaba limpio. Tal vez, como en los clásicos de acción en los que tantas veces desactivó bombas antes de que explotaran, era solo cuestión de tiempo. Pero no había nadie que pudiera desactivar la bomba de su personalidad.
Los sucesos de taquilla siguieron, uno tras otro, incluyendo Hamlet (1990) y Braveheart (1995), ambas de su productora ICON, con la que debutó como director en 1993, con El hombre sin rostro. Basada en el retrato épico del héroe nacional escocés William Wallace, Braveheart lo consagró como cineasta: ganó cinco premios Oscar de la Academia, incluyendo Mejor Película y Mejor Director.
Hasta los primeros años del 2000, protagonizó diez films que recaudaron, al menos, US$100 millones cada una, sólo en los Estados Unidos: había entrado en el círculo de los elegidos de Hollywood. Era una súper estrella. Ya había empezado a mostrar también lo que algunos no dudarían en describir como bipolar: de la calma de su fe y el perfil bajo de su vida familiar junto a Robyn Moore –con quien se casó en 1980 tras un largo noviazgo, con quien tuvo siete hijos; a Hannah de 41, y después seis varones, Edward, Christian, William, Louis, Milo y Thomas-. O de la profunda lealtad hacia sus amigos Danny Glover y Robert Downey Jr. a la furia de sus exabruptos en público.
El mismo actor que hasta encarnó el papel de un publicista que entendía con empatía total el alma femenina, en Lo que ellas quieren (2000), grabó hace once años un mensaje en el contestador de su segunda mujer, la pianista Oksana Grigorieva, que se viralizó, a la que le había roto los dientes mientras sostenía a la beba de ambos en brazos.
El heredero de McQueen no sólo le gritó a la grabadora de su ex: “Te lo merecías”, sino que se las arregló para sintetizar en una frase un discurso de odio de amplio espectro, capaz de ofender a cualquiera: “Si te violase una manada de negros, te lo merecerías. Voy a ir allí y voy a prender fuego a la casa, pero primero me la vas a chupar”.
De esa y otras declaraciones se defendió con el argumento de que lo habían sacado de contexto, o que estaba tan borracho que no sabía lo que decía. También amenazaba periodistas. Pero así y todo, Gibson no llegó a ser cancelado, aunque hoy evite las apariciones públicas de manera preventiva.
“Los judíos son responsables de todas las guerras del mundo”, le dijo furioso a un policía que lo detuvo por manejar borracho, en julio de 2006. La cita se volvió tan (tristemente) célebre como la más importante de sus películas, pero era solo una entre una cantidad innumerable de ataques -en muchos casos registrados- contra los latinos y los afroamericanos. O situaciones de acoso directo a mujeres en cualquier situación imaginable -como cuando llamó a otra agente “tetitas dulces” o a su ex “chancho caliente”–.
Era lo que pensaba realmente con la desinhibición del alcohol como porrista de los monstruos de su mente, un hombre que acababa de volverse multimillonario con un film antisemita que todas las personas cuerdas que lo querían en los estudios le recomendaron con fervor que no lo hiciera. Cuando el video de esa noche se difundió, el círculo terminó de cerrarse: el corazón de Gibson podía ser valiente, pero también estaba lleno de odio.
En 2004, Mel había tratado de convencer a medio Hollywood para que lo acompañara en la faraónica realización de La tentación de Cristo que, además de estar hablada en arameo, culpa por la crucifixión del mesías a los judíos de entonces y a sus descendientes. Es decir, a muchos de los que escuchaban incrédulos el proyecto que pretendía que financiaran.
Los más amables le dijeron que estaba loco. Pero el efecto de los comentarios previos y de la censura en varios países, terminó por generar un interés fuera de lo común para una película bíblica: fue un batacazo en las salas que él disfrutó sin tener que repartir las ganancias con ningún socio. Había producido la película solo desde su productora, y terminó ganando US$600 millones. La pasión de Cristo había sido también la suya, y lo volvió mucho más rico de lo que era hasta entonces.
Llevaba 26 años con Robyn desde que la conoció en Australia, en los comienzos de su carrera. Su vida con ese simple mecanismo con el que tuvo una prole acorde con los valores cristianos, se convirtió también en símbolo de valores familiares. No había en los noventa otra estrella de cine de su nivel, casado por tanto tiempo ni que pudiera presentarse como el padre de una de esas familias numerosas que siempre se ven más lindas en la gran pantalla.
“No hay nada más importante que mi familia -dijo por entonces-. Si arruinás esa parte de tu vida, ¿qué te queda? ¿el trabajo? ¿la plata? ¿acostarte por ahí con otras mujeres? Veo a mucha gente que vive así y que se dice a sí misma que la está pasando genial, pero si mirás debajo de la superficie encontrás los cadáveres que posan como si fueran personas”. La noche de 2006 en la que fue detenido por manejar borracho y filmado en medio de su ataque de ira, Gibson supo que también él acababa de convertirse en cadáver. Podía sobrevivir al rechazo de los estudios y a que el mundo lo señalara por sus exabruptos, ¿pero era capaz de sobrevivir sin Robyn? Su primera mujer le había dado un ultimátum: la mayor de sus hijas estaba por casarse y le había hecho jurar que no iba a haber ningún escándalo previo. Tenía que estar limpio y mantener el perfil bajo: “No nos avergüences”, le dijo.
Hay quienes dicen que la espiral comenzó antes, cuando viajó a México a filmar Apocalypto. Un amigo de Gibson le confió en off the record a Vanity Fair en 2011: el actor le había dicho a quien entonces era su mujer que iba a estar dos meses de rodaje en la selva, cerca de Veracruz. Se quedó nueve, y en ese tiempo, el equipo de filmación notó que había tenido una severa recaída con el alcohol: “Todos sabían que él solo tomaba agua, pero se dieron cuenta de que en las comidas la reemplazaba por vodka, creyendo que nadie lo advertiría”. Cuando volvió a su casa de Los Ángeles, la encontró vacía. Robyn se había ido con todos los chicos.
Lo que dice el mismo amigo, que como muchos otros en Hollywood aún lo defiende con la épica de los films que lo hicieron famoso, es que fue precisamente eso lo que desató la furia antisemita de Gibson esa noche de julio de 2006: si ya era un cadáver, prefería estar muerto.
“Sintió que había fallado como ser humano. Mel trató de incitar al policía para que terminara de una vez con su sufrimiento, quería que lo matara –dijo el amigo a Vanity Fair, siempre aclarando que lo hacía desde su especulación personal–. No creo que esto haya tenido que ver con que él sea antisemita, lo que quería era que el policía se enfureciera lo suficiente como para dispararle.”
¿Entonces, era un suicida, como su personaje de Arma Mortal? Si hubiera sido así, su intento de suicidio habría sido en forma lenta y persistente durante toda su carrera. Como cuando, en el 84, dijo que el feminismo era “un término inventado por una mujer a la que rechazaron”. Unos años antes de depilarse el pecho y las piernas para Lo que ellas quieren, lo puso más fácil: “Los varones y las mujeres no son iguales. Una vez tuve una socia, pero no funcionó. Era una conchuda”.
Otros amigos lo defienden cuando aseguran que es un provocador. “No cree en todo lo que dice, pero es como un chico: nada lo hace más feliz que ver cómo se le caen las mandíbulas a la gente cuando dice algo”. Tampoco hay lugar para la reflexión, porque el provocador busca provocar una y otra vez, tanto como sea posible. Cuando en 1991 hizo declaraciones homofóbicas en el diario madrileño El País, le ofrecieron la oportunidad de disculparse en un programa de televisión al día siguiente. “No le voy a pedir disculpas a nadie. Me voy a disculpar cuando se congele el infierno. Se pueden ir todos a la mierda”, respondió.
Y, sin embargo, en los claroscuros de una personalidad asediada por el monstruo del alcohol –él mismo confesó que empezó a beber a los 13 años–, son muchos los amigos en los estudios que lo defienden hasta hoy, por su lealtad a prueba de todo, como Dean Devlin –productor de El Patriota (2000), quien asegura que Gibson sí le pidió perdón a él y a su familia por sus declaraciones antisemitas–. Su partenaire en Arma Mortal, Danny Glover, asegura que jamás lo vio cometer ningún acto reprochable en el set y Robert Downey Jr. dice que le debe su regreso al cine.
El actor de Ironman había sido cercano a Gibson desde que trabajaron juntos en Air America (1990), y volvió a actuar para su productora al salir de la cárcel por su consumo problemático de drogas, cuando nadie quería darle un papel. “Mel me eligió para Singing Detective (2003) aún aunque ni las aseguradoras cubrían mi participación en la película, porque técnicamente era la película de un ex convicto”, dijo Downey Jr. en una entrevista en 2009.
Hace unos años, ya de novio con la escritora y ex campeona hípica Rosalind Ross, con quien tuvo otros dos hijos, por lo que suma diez, se presentó al Late Night Show de Stephen Colbert, con la misma barba tupida que había usado para Hacksaw Ridge, la primera película que dirigió en una década. Colbert trató de ayudarlo, una vez más, a que se disculpara por ofender a buena parte de su público. “¿Cuando mirás atrás, hay algo de lo que te arrepientas?, le preguntó. “No, nada”, dijo él. La audiencia se rió como si hubiera sido un chiste. “¿En serio, de nada? Pasaste por situaciones duras en estos diez años…”, siguió Colbert. “Sí, no estoy orgulloso, pero trabajé mucho en mí mismo, estoy sano, y me siento afortunado, hago lo que amo, que es contar historias”, respondió Gibson.
“Ok –se impacientó el interlocutor–. ¿Pero aprendiste algo de todo lo que te pasó?”. “Ah, sí: supongo que voy a pasar menos tiempo en el purgatorio”, dijo Gibson.
Y es que para el actor no había dudas: después de ese “castigo temporal antes de conocer a Dios”, tenía el Cielo asegurado.
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