Vestido como un vaquero improbable, con su sombrero y sus botas, la ternura rígida de aquel lavacopas texano que llegaba a Nueva York con la ilusión de hacer plata fácil de la mano de su porte de galán y sus ojos claros, y en vez encontraba la amistad más profunda justo en la vereda de los olvidados –ahí donde el Ratso de Dustin Hoffman popularizó la línea: “¡Hey! ¡Estoy caminando aquí!”–, le abrió para siempre a Jon Voight las puertas de Hollywood. Era 1969 y su debut como Joe Buck en Midnight Cowboy recibió una nominación como Mejor Actor en los Oscars. No ganó, pero el film se llevó tres premios –Mejor Película, Mejor Director y Mejor Guión Adaptado–, un hito absoluto tras haber sido calificada como sólo apta para adultos.
Tampoco era cierto que Voight fuera texano: nacido como Jonathan Vincent Voight el 29 de diciembre de 1938 en Yonkers, hijo de un golfista, nieto de alemanes y eslovenos –de ahí su ascendencia caucásica–, y criado como católico por su madre ama de casa, era más neoyorquino que los bagels. El papel de duro-tierno era un sello de origen que iba a quedarle grabado en esos años que marcaron el exitoso despegue de su carrera. Como en el 73, cuando interpretó en un teatro de Buffalo, en Nueva York, nada menos que a Stanley Kowalski: el personaje de Un tranvía llamado deseo, de Tennessee Williams, era el epítome de la fuerza vital y lo nuevo; el macho proveedor y apasionado, leal con sus amigos, pero también bestial y profundamente cruel. Voight nació para ser un galán de su época –como Brando, que no casualmente hizo la versión más famosa de Kowalski–, y ponerse en la piel del cuñado de Blanche DuBois durante más de un año fue casi un rito de iniciación.
La década de su debut cinematográfico fue sin descanso entre un rodaje y otro, y cada estreno fue un suceso de crítica y taquilla: paradójicamente, Hollywood había encontrado un nuevo hijo dilecto en ese gigoló al que nadie miraba. Se dio el lujo de decirle que no a Steven Spielberg para el papel que luego aceptó Richard Dreyfuss en Tiburón (1975), pero ese rechazó dio sus frutos; en 1978 encarnaría a un veterano de Vietnam cínico y parapléjico del que Jane Fonda se enamoraba perdidamente en Coming Home. Los dos ganaron el Oscar por sus extraordinarias actuaciones.
Había que desalojar las salas en 1979, porque la gente seguía llorando después de los títulos de El Campeón. En los países de habla hispana, muchos seguimos viendo la película doblada al español décadas más tarde, repetida una vez al mes en la programación habitual de los sábados. Otra vez el personaje del macho duro y tierno, curtido por la pobreza, que le salía tan bien, ahora además a cargo de un niño cuando a la moral de su tiempo le resultaba inexplicable –y por lo mismo, digno una corona sin importar lo que ocurriera en el ring– que asumiera sus responsabilidades de padre y no había forma de que Faye Dunaway le cayera simpática a nadie cuando volvía a reclamarlo colmándolo de regalos. Si Voight ya había interpretado a un boxeador inmaduro en All american boys (1973), con el viejo campeón que volvía a pelear para recuperar a su hijo, de pronto cada golpe estaba justificado. El público lo amó hasta las lágrimas, sin cuestionarse demasiado.
En la vida real, el actor había tenido un breve matrimonio con Lauri Peters, a quien conoció en el musical The sound of Music, en 1962, y volvió a casarse con la bellísima actriz Marcheline Bertrand en 1971. Tuvieron a James Haven, el 11 de mayo de 1973, y a Angelina Jolie, el 4 de junio de 1975. Para cuando rodó El Campeón, Voight se estaba separando tras años de engañar sistemáticamente a su mujer. El divorcio se oficializó en 1980. Jamás volvió a casarse. Desde entonces, tuvo una relación errática con sus hijos.
En 1982, con apenas 6 años, Angelina hizo de su hija en la comedia Lookin’ to get out. Fuera de la ficción, la relación no era muy fluida. Solo en 2001 volvieron a actuar juntos, otra vez como padre e hija, en el súper éxito de taquilla Lara Croft: Tomb Raider. Para entonces, Angelina había superado a Jon en popularidad. Un año antes, en su discurso al recibir el Oscar como Mejor Actriz de Reparto por Inocencia Interrumpida, dijo: “Papá, sos un actor enorme, pero sos un mejor padre”. Parecía que los años de distancia estaban superados.
Pero en 2002, en una entrevista con Access Hollywood, Voight se mostró preocupado por la salud mental de su hija después de su divorcio con Billy Bob Thornton, y dijo que eran problemas que arrastraba desde que era una niña. Había querido abrazarla en una fiesta de Paramount, y sus representantes se lo impidieron: “Es porque le dije que buscara ayuda”. El manager de Angelina tenía una versión distinta: “La agarró violentamente, contra su voluntad”.
“No quiero hacer públicas las razones de mi mala relación con mi padre. Sólo diré que, como cada chico, mi hermano Jamie y yo hubiéramos querido tener una relación cálida y amorosa con nuestro papá. Y después de todos estos años, entendí que no es sano para mí tenerlo cerca. Especialmente ahora que soy responsable de mi propio hijo”, dijo Jolie a Premiere en 2004, cuando ya tenía a Maddox. Las declaraciones de su padre durante la adopción habían puesto en peligro todo el proceso ante las autoridades de Camboya. No se hablaron por cinco años. “No estoy enojada con él. Pero no creo que la familia de alguien esté determinada por la sangre. Mi hijo es adoptado, las familias se ganan. Así que cuando yo tuve mi última discusión con mi padre –tuvimos muchas idas y vueltas–, mi última desilusión, me di cuenta de que se había terminado”, dijo quien nunca usó el apellido Voight en su carrera como actriz, primero, porque se sentía más cerca de su madre, y segundo, para poder ser considerada por su propio talento.
En cuanto al talento de Jon, aunque innegable, parecía dormido o relegado a apariciones esporádicas desde el Golden Globe por Runaway Train en el 85. En los noventa hizo films para televisión y se lució en Heat (1995) con Al Pacino y Robert De Niro. Y en el 2000, con los ojos del mundo puestos en Angelina, había regresado con papeles notables en biopics, como el de Howard Cosell en Ali (2001), su oficial nazi de Uprising (2001), y el Roosevelt de Pearl Harbour (2001), además del Papa Juan Pablo en la miniserie homónima de 2005.
Cuando Marcheline Bertrand murió de cáncer de mama, con sólo 56 años, en 2007, Angelina rompió el silencio con Jon para avisarle: “Mi madre no se perdió de nada en su vida salvo de conocer a sus nietos”, dijo en ese momento la actriz. Con casi 70 años, Voight sí estaba a tiempo y estaba desesperado por acercarse a su hija y a esos nietos: el macho duro de Hollywood comenzaba a tener el lado tierno que los estudios habían visto en él desde el primer momento.
La intercesión de Brad Pitt, entonces en pareja con Jolie, fue clave. En la Navidad de 2008, Voight recibió el llamado que había esperado durante años. “Hablamos y vamos a tratar de conocernos y aunque no lleguemos a ser ‘un papito y su hijita’, vamos a tratar de estar el uno para la otra como amigos de acá en más en los años que sigan”, dijo ella. Eso sí, tampoco era un amigo tan íntimo como para que Jolie lo invitara a su casamiento con Pitt, en 2014. De todos modos, Jon, que no estaba ni enterado, se puso contento.
Estaba en un buen momento. Un año antes, la serie Ray Donovan le había dado la oportunidad de hacer un papel casi a medida para exorcizar su propio rol de padre estrella en conflicto que busca enmendarse, pero no puede con su ego. Su Michael Donovan le valió el cuarto Golden Globe de su carrera, en 2014, y de paso, lo devolvió al clima pugilístico que siempre le sentó tan bien.
El divorcio de Pitt y Jolie, fue otra puerta por donde acercarse a su hija que no iba a desaprovechar. Tal vez la madurez y la propia experiencia hizo que ella viera que las sentencias hacia los padres a veces omiten lo más importante: que la mayoría de ellos siempre hace por nosotros lo mejor que puede. Y Jon estaba ahí para ella y para sus seis hijos, dispuesto a reparar las ausencias y errores del pasado.
En septiembre de 2017, llegaron juntos a la premiere de Primero mataron a mi padre, la cuarta película dirigida por Angelina, sobre el genocidio en Camboya. Era un tributo a la historia de su hijo mayor, Maddox, que fue el productor ejecutivo, pero también a la de ese abuelo que fue “el principal apoyo” de los chicos durante toda la separación de sus padres, el padre que, en lo más alto de su carrera también denunció las atrocidades en Vietnam. Ese que, como en la célebre frase de su Luke Martin en Coming Home, ya no siente pena ni vergüenza de sí mismo. Ese que es mucho más inteligente ahora, porque sabe que hay una chance de cambiar las cosas. Del brazo, por primera vez en años, padre e hija entraban juntos y sonrientes a un evento público, y en ese único gesto, registrado por paparazzi de todo el mundo, dos generaciones habían sanado. O al menos habían decidido comenzar a hacerlo.
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