Las grandes infamias también cumplen años.
El 22 de diciembre de 1894, hace hoy ciento veintisiete años, el capitán del ejército francés Alfred Dreyfus, un ingeniero politécnico, judío, de origen alsaciano, ninguno de los tres datos es menor, fue condenado por siete jueces militares a prisión perpetua, a la destitución de su grado, a la degradación militar y el destierro también perpetuo en un recinto fortificado, lo que en buen romance significaba una prisión en la Isla del Diablo, a once kilómetros de las costas de la Guyana Francesa, en América del Sur.
Lo condenaron por espionaje. No lo fusilaron, porque la constitución de 1848 había suprimido en Francia la pena de muerte por delitos políticos. Si lo hubiesen hecho, si Dreyfus hubiese caído ante las balas de un pelotón de fusilamiento, nada de todo lo que se supo después hubiese salido a la luz.
Dreyfus era inocente. El espía era otro miembro del ejército, el comandante Ferdinand Walsin Esterhazy, de origen húngaro. La condena a Dreyfus había sido fruto de una maniobra del servicio de inteligencia francés, de la corrupción de muchos de sus miembros y de los altos jefes militares de la fuerza, a quienes les fue imposible tapar luego su enorme chambonada en la que se mezclaba además de un fuerte antisemitismo, un severo sentimiento anti alemán que, después de la guerra Franco-prusiana, había anexado a su imperio a Alsacia y Lorena, dos zonas del este francés. Estrasburgo, donde funciona hoy la sede del Parlamento europeo, es la capital de Alsacia.
Dreyfus, que tenía entonces treinta y cinco años, era judío y alsaciano, el chivo expiatorio ideal para acusarlo de espionaje. Porque había habido espionaje: algunos documentos, de no mucha importancia, se habían filtrado a Alemania y los oficiales franceses se miraban con recelo. El espía era uno de ellos. Pero, ¿quién?
Aquellos eran los tiempos de la Tercera República. Tiempos de crisis económica y social. La guerra con Prusia, que había terminado con los prusianos triunfante en París, había provocado también la breve y revolucionaria experiencia de las comunas: un gobierno popular que fue aplastado por los prusianos asociados ahora con sus vencidos franceses, que tiñeron de sangre las calles y mataron a miles de parisinos, en especial en Montmartre.
Todo, prusianos, comunards, guerra perdida, caos económico, la caída de Napoleón tercero como emperador y la restauración de la República, había dado origen a unos años de inestabilidad política de la que no escapaba el ejército, donde reinaba cierto desprecio a la República, que estaba en plena transformación democrática hacia la modernidad. Los ingenieros politécnicos como Dreyfus, competían con los oficiales graduados en la escuela militar de Saynt-Cyr, que miraban con desdén a esos advenedizos.
También surgía, y estaba en pañales, la inteligencia militar como herramienta secreta en las guerras del futuro, que ya no serían como las guerras del pasado: “Sección de estadísticas”, se llamaba en Francia el nuevo miembro de la familia militar. Lo comandaba el coronel Jean Sandherr, un alsaciano como Dreyfus, que era también un furioso antisemita.
El origen del caso Dreyfus es tan intrincado que sólo un hecho es irrebatible: Dreyfus era inocente. En septiembre de 1894, la inteligencia militar francesa tuvo acceso a una carta, a la que llamó “le bordereau”, partida en seis pedazos, escrita en papel biblia sin fecha y sin forma, dirigida al agregado militar de la embajada alemana, Max von Schwarzkoppen, que anunciaba el inminente traspaso de documentos militares franceses a una potencia extranjera.
Sandherr avisó al ministro de Guerra, Auguste Mercier, atacado por la prensa que lo juzgaba un incompetente, y entre ambos deciden encontrar a un culpable. No al culpable, sino a un culpable. Establecen un arbitrario círculo de investigación, una casilla en la que encajar al sospechoso: debía ser un oficial en servicio, o un antiguo colaborador del Estado Mayor, artillero, tal vez alsaciano. Dreyfus daba el perfil exacto. Y, además, era judío.
Tiempo después, el escritor Joseph Reinach iba a sintetizar esta parte de la historia con una frase reveladora: “Desde el primer momento, se produce el fenómeno que va a dominar todo el caso: ya no son los hechos controlados, las cosas examinadas con cuidado las que establecen la convicción; es la convicción soberana e irresistible la que distorsiona los hechos y las cosas”.
El 13 de octubre, el general Mercier cita a Dreyfus, sin prueba alguna y con una investigación vacía, para que confiese lo que no hizo. Iban a tomarle una prueba de su letra para compararla con le bordereau. El 15 lo someten al test caligráfico. La prueba la supervisa el comandante Armand Du Paty de Clam, antisemita furioso y grafólogo aficionado, que concluye que hay similitudes entre la escritura de Dreyfus y la de la carta enviada a la embajada alemana. Du Paty entonces adopta un gesto teatral y dramático, muy conveniente para sus intenciones: coloca un revólver delante de Dreyfus. Con una lógica de acero, el acusado le dice que lo que quiere es vivir para demostrar su inocencia.
Lo apresan, lo acusan de espionaje y lo envían a la Prisión de Cherche-midi, en París.
Nadie quiere creer en Dreyfus excepto su mujer, Lucie. Du Paty la visita con una exigencia tremenda: “Una palabra, una sola palabra y es la guerra en Europa”. Aislado en su celda, Dreyfus es interrogado día y noche por Du Paty que no consigue una confesión. El preso tiene cerca a alguien que también confía en él, el comandante Ferdinand Forzinetti, al mando de las prisiones militares de París.
El 29 de octubre, el caso es revelado por el periódico antisemita La Libre Parole, que lo convierte en una causa común. El papel de la prensa en el caso Dreyfus fue decisivo y dejó expuesta la división de una sociedad ya partida por otros motivos. Con el escándalo en los diarios, el que se entera ahora es Mathieu Dreyfus, hermano del capitán, que será su más ardiente defensor.
El 19 de diciembre se inició el Consejo de Guerra en su contra y el 22 los jueces militares lo condenaron por unanimidad por traición a la patria, previa entrega por parte de los investigadores del Estado Mayor de un “expediente secreto”, un acto de absoluta ilegalidad, que no contenía ni más pruebas, ni más datos que la endeble investigación oficia. Pero el fallo es tan duro que si alguien dudaba de la culpabilidad de Dreyfus, ahora podía convencerse de lo contrario.
El 5 de enero de 1895, en la tradicional Ecole Militaire de París, cerca de los Campos de Marte y ante los ojos de la Torre Eiffel, Dreyfus fue degradado en una ceremonia humillante: le arrancaron sus insignias militares y partieron su sable de oficial.
El 17 de enero fue enviado a la prisión de la Isla de Ré, donde recibió la visita de su mujer: hablaban cada uno en un extremo de una larga mesa y ante el director de la prisión. El 21 de Febrero, Dreyfus abordó el buque Ville de Saint Nazare hacia Guyana, adonde llegó el 12 de marzo, pasó por la prisión de la Isla del Real y el 14 de abril fue a parar a la Isla del Diablo, a una casilla de piedra de cuatro por cuatro, con un cuarto. Él y sus guardias eran los únicos habitantes.
Empezaba un calvario que duraría doce años y que comenzó con fiebres altas y convulsiones, más un régimen severo de aislamiento porque el jefe de la prisión pensaba que el reo podía fugarse. Hundido en la desesperación y amenazado por la depresión, Dreyfus pensó que iba a morir en esa isla. Pero siempre mantuvo su inocencia.
Lejos del caldo de la Isla del Diablo, donde el capitán masticaba su impotencia, la familia de Dreyfus con su hermano Mathieu a la cabeza, lanzó una campaña para probar su inocencia. Mathieu conocía al médico Joseph Gibert, amigo personal del presidente francés Félix Fauré. Mathieu, que se había entrevistado en Le Havre con una mujer que, bajo hipnosis, habló de un expediente secreto del caso Dreyfus, le pidió a Gibert confirmación de esa sorprendente revelación. Gibert lo consultó con Fauré y Fauré dijo que sí, había un expediente secreto y se lo habían entregado a los jueces antes de la condena.
La familia de Dreyfus pidió ayuda al periodista Bernard Lazare, que examinó los huecos que había en la floja investigación militar y escribió el primer folleto pro Dreyfus, que se publicó en Bruselas. El texto no movilizó mucho a nadie, pero encendió algunas alarmas en el Estado Mayor francés: los jefes militares sospecharon que el nuevo jefe de inteligencia, coronel Georges Picquart, había filtrado alguna información a Lazare.
Picquart no había filtrado nada. Picquart había descubierto al verdadero espía. Había sido una casualidad, pero lo había descubierto. En marzo de 1896, con Dreyfus ya más de un año preso en la Isla del Diablo, Picquart, que había seguido el caso paso a paso, exigió recibir toda la documentación interceptada por el espionaje francés a la embajada de Alemania, sin intermediarios. No quería terceros. Así llegó a su poder un documento conocido como “pequeño azul”, una tarjeta telegrama que el embajador von Schwartzkoppen nunca había enviado. Estaba dirigida a un oficial francés, Ferdinand Esterhazy, que vivía en el 27 de la Rue Bienfaisance, París. También había algunas cartas escritas por Esterhazy: la escritura, comprobó Picquart, era la misma que la de la “lista de documentos” que había servido para incriminar a Dreyfus.
El coronel jefe de la inteligencia militar de Francia inició una investigación secreta, sin autorización superior, que demostró que Esterhazy no sólo conocía los elementos descriptos en la lista, sino que, además, estaba en contacto con la embajada de Alemania. Picquart elevó el resultado de su investigación al Estado Mayor, con la conclusión obvia: Dreyfus era inocente.
El Estado Mayor francés se opuso a discutir el resultado de la investigación con el argumento que afirmaba que era “cosa juzgada”; relevó a Picquart de su cargo en la jefatura de inteligencia y lo envió a una misión en Argelia. El Ejército francés no quería admitir ahora que la condena de Dreyfus hubiese sido un grave yerro judicial. Para el general Mercier y para su sucesor, el general Emile Zurlinden, “lo que se hace, está hecho; no se vuelve nunca hacia atrás”. El Estado Mayor hizo algo más: protegió a Esterhazy, el verdadero espía y, con la ayuda del nuevo jefe de inteligencia, coronel Joseph Henry, intentó desacreditar a Picquart, que retornó de su misión en Argelia en 1897.
Ese es el año en el que entra en el caso al escritor Emile Zola. Había seguido todo el caso Dreyfus y ahora el hermano del preso, Mathieu, el escritor Reinach y el presidente del senado francés, Auguste Scheurer- Kestner le pedían ayuda. Zola estaba convencido de la inocencia del capitán. También se unieron en la cruzada por un nuevo juicio a Dreyfus, y a ser posible un juicio justo, Anatole France y Paul Bourget, que convencieron a León Blum y a Jean Jaurés; el periodista Lazare atrajo a la causa a los hermanos Clemenceau, Albert y Georges.
En defensa de Dreyfus, y también de Picquart, Clemenceau escribió un artículo en L’Aurore, en el que se preguntaba: “¿Quién protege al comandante Esterhazy? La ley se detiene, impotente delante de este prusiano disfrazado de oficial francés. ¿Por qué? ¿Quiénes pues tiemblan delante de Esterhazy? ¿Qué poder oculto, qué razones inconfesables se oponen a la acción de la justicia? ¿Quién le barre el camino? ¿Por qué se protege a Esterhazy, personaje deplorable de moral más que dudosa, mientras que todos lo acusan? ¿Por qué se desacredita a un honesto soldado como el teniente coronel Picquart, abrumado, deshonrado? ¡Es necesario que lo digamos!”
Nadie quería decir nada. Es más, el caso dio un nuevo giro contra Dreyfus. El verdadero espía, Esterhazy, no tuvo más remedio que admitir su carteo con el embajador alemán. Para responder a las preguntas sin respuestas de Clemenceau, el Estado Mayor francés “exigió” a Esterhazy que pidiera él mismo ser juzgado. Lo hizo. EL 10 de enero de 1898 se presentó ante un Consejo de Guerra que sesionó a puertas cerradas. Los testigos pedidos por Mathieu Dreyfus y por Lucie, la mujer del capitán, fueron desechados. Los calígrafos dijeron no reconocer la letra de Esterhazy en los documentos. Al día siguiente de comparecer ante los jueces, Esterhazy fue absuelto después de una deliberación de tres minutos por parte de los miembros del tribunal. El militar salió del juicio aplaudido y entre unas mil quinientas personas que lo felicitaban.
Había un inocente condenado, lo que ya era grave en la Francia de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Pero había algo peor: un culpable había sido liberado por una orden militar. El comandante Esterhazy se exilió en Inglaterra y allí vivió hasta su muerte, el 23 de mayo de 1923. Por supuesto, y fruto del valor recobrado por el Estado Mayor tras la absolución de Esterhazy, el que fue a parar a prisión fue Picquart, acusado de violar secretos profesionales.
Entonces llegó el Yo acuso (J’accuse), de Emile Zola. Espantado por la absolución del espía Esterhazy, el 13 de enero de 1898 el escritor publicó un artículo extraordinario, con ese título, en la primera plana del periódico L’Aurore, que vendía unos treinta mil ejemplares diarios y ese día vendió trescientos mil. Fue una bomba.
En cuatro mil quinientas palabras, a seis columnas y con forma de carta abierta al presidente Fauré, Zola denunció a todos quienes habían conspirado contra Dreyfus. Con nombre y apellido, desde el ministro de Defensa, general Mercier, hasta los jefes del Estado Mayor, revelaba por primera vez quiénes habían estado detrás del caso Dreyfus. Zola no había delimitado del todo las responsabilidades, había grandes responsables que estaban subestimados en su escrito, pero figuraban todos los que habían condenado de antemano a Dreyfus.
Zola quería que lo enjuiciaran para tener la oportunidad en los estrados de una especie de nuevo juicio público para Dreyfus y para Esterhazy. El 15 de enero, el periódico Les Temps publicó un pedido de nuevo juicio a Dreyfus. Lo firmaban Zola, Anatole France, Émile Duclaux, el director del Instituto Pasteur, Daniel Halévy, Marcel Proust, Lucien Herr, Georges Sorel, Claude Monet y Jules Renard. El 23, en L’Aurore, Clemenceau celebró esa “revuelta pacífica del espíritu francés”, impulsada por el intelecto, y acuñó para siempre la palabra “intelectuales”.
Zola tenía razón. Lo juzgaron por difamación y lo condenaron a un año de prisión y a tres mil francos de multa, la pena máxima. Pero el caso Dreyfus volvió a la vida. Y hasta el espíritu republicano le plantó cara al militarismo cerril, ante la injusta condena de Zola.
Jules Renard escribió: “A partir de esta noche, valoro la República, que me inspira un respeto, una ternura que no conocía. Declaro que la palabra Justicia es la más bella de la lengua de los hombres. Y que hay que llorar si los hombres no lo comprenden”.
Hubo un nuevo juicio a Dreyfus. Y volvieron a condenarlo. Aislado en la Isla del Diablo, recién se enteró a finales de 1898 del escándalo que su caso había desatado en Francia. El 5 de junio de 1899, le dieron la noticia: el juicio de 1894 iba a ser revisado. El 9 de junio dejó la Isla del Diablo y desembarcó en secreto el 30 de junio en Port Haliguen, al sur de Bretaña: volvía a pisar su tierra después de cinco años de padecimientos.
Lo encerraron en la cárcel de Rennes y el 7 volvió a presentarse ante un Consejo de Guerra, con la ciudad en estado de sitio y una violencia callejera inusitada. El capitán estaba deteriorado en lo físico, impresionó a todos, quienes no lo veían desde 1895. Todo el Estado Mayor declaró contra él sin ninguna prueba. La admisión de Esterhazy fue considerada nula y la misma nulidad habían decretado para la confesión del coronel Henry, aquel que había reemplazado a Picquart en el servicio de Inteligencia. Henry había confesado las maquinaciones contra Dreyfus y Picquart, había sido encarcelado y se había suicidado al día siguiente de entrar en prisión: se cortó el cuello con una navaja de afeitar.
El 9 de septiembre de 1899, los jueces, por cinco votos contra dos, volvieron a condenar a Dreyfus como culpable de traición, pero “con circunstancias atenuantes”. Lo real es que el fallo estuvo al borde de la absolución: si el fallo hubiese sido de cuatro votos a tres, la justicia militar francesa se inclinaba por la minoría y hubiese absuelto a Dreyfus. De todas formas, la sentencia parecía declarar, de forma velada, la inocencia de Dreyfus. ¿Cuáles eran las circunstancias atenuantes de la traición?
Dreyfus presentó de inmediato un recurso de revisión de su nuevo juicio y su nueva condena. El gobierno francés no estaba interesado en un tercer juicio. Y, tal vez convencido de la inocencia del condenado, ofreció el indulto a ser firmado por el flamante presidente, Émile Loubet, que había reemplazado a Fauré, que había muerto en su cargo y en el Elíseo, y, según las versiones, en plena celebración del acto sexual.
A Dreyfus no le interesaba demasiado el indulto porque, de aceptarlo, aceptaría también su culpabilidad. Pero pudo más la familia, su tierra y su futuro: aceptó el indulto que fue firmado el 19 y el 21 de septiembre recobró la libertad.
En 1900 empezó un proceso de rehabilitación de Dreyfus, que duraría siete años, hasta 1906. Fue reintegrado al ejército como Jefe de Escuadrón, comandante, el 13 de julio de 1906, pero fue obligado a renunciar en 1907. Como oficial de reserva participó en la Primera Guerra Mundial en la retaguardia de París, como jefe de artilleros. Acabó su carrera militar como coronel. Murió el 12 de julio de 1935 a los setenta y cinco años.
Quien no pudo ver la rehabilitación de Dreyfus fue Emile Zola: murió el 29 de septiembre de 1902, asfixiado por el humo de su chimenea. Su mujer, Alexandrine, se salvó por milagro. Fue el primer escritor, el primer pensador, el primer intelectual, cuando no existía la palabra todavía, en apoyar a Dreyfus. Fue, también, una voz potente, inclaudicable contra el abuso del poder y contra cualquier tipo de iniquidad que se aplique en nombre de la razón de Estado.
En su funeral, su cuerpo descansa en el Pantheon de París, Anatole France recordó su lucha por la justicia y la verdad: “Envidiémosle, honró a su patria y al mundo con una obra inmensa y un gran acto. Envidiémosle, su destino y su corazón le hicieron la suerte más grande. Él fue un momento de la conciencia humana”.
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