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Cuando en 2005 Jane Fonda escribió su autobiografía, My life so far, dividió su vida en tres actos, cada uno de treinta años. Tenía entonces 68, por lo que aún quedaban por vivir más de dos tercios de la tercera etapa, pero ya sabía que sería la más trascendente: “Este es el tiempo que determinará las cosas por las que seré recordada”.
Tal vez la actriz de Descalzos en el Parque (1968) y Regreso sin Gloria (1978) tenía eso en mente cuando, en 2019, habiendo pasado ya sus –fabulosos– 80, se decidió a ir presa cada viernes con el mismo tapado rojo (juró que es el último objeto de consumo que comprará) para protestar por el cambio climático.
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Aunque la Jane acusada de desobediencia civil por un activismo que suena hasta millennial (una lucha en nombre de sus hijos y sus nietos), no era otra que la que militó toda su vida contra injusticias como la Guerra de Vietnam, la de Irak, la brecha salarial, los derechos civiles y sociales de las mujeres, las minorías y las diversidades. Simplemente supo que era distinta desde que era una niña, y se decidió a aprovechar su privilegio de cuna, y de oficio, casi desde el principio. “Uso mi celebridad para difundir el mensaje. Que me arresten es parte de eso”, dijo en 2019, de la misma manera que en los ochentas donaba los millones que recaudaba por sus videos de fitness al activismo por los derechos de las mujeres, por los derechos laborales y en contra de la energía nuclear.
Primer acto
Llegó al mundo a días de la Navidad de 1937, un 21 de diciembre en Nueva York. Su madre era la socialité canadiense Frances Ford Seymour; su padre, el prócer de Hollywood Henry Fonda. “Crecí a la sombra de un monumento nacional”, dice la actriz en el documental Jane Fonda in Five Acts (2018) sobre el patriarca de esa familia de actores que fue la cara de los valores americanos, pero estuvo poco para transmitírselos a ella y a su hermano Peter.
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Jane tenía 12 años cuando su madre se suicidó mientras estaba internada en una clínica psiquiátrica, y Henry le dijo a sus hijos que su mujer había sufrido un infarto y se casó de nuevo con otra mujer veinte años menor. De esa época de su vida, Jane recuerda esforzarse por mostrarle a su padre que podía hacer las mismas cosas que los varones: montar a caballo, usar pantalones, correr por el rancho y cuidar la huerta.
También la búsqueda desesperada por lograr que alguien la note, que derivó en un severo trastorno de alimentación. Henry Fonda, “un discapacitado emocional” fue incapaz de verlo, como muchísimas mujeres, la actriz comenzó su lucha contra la bulimia y la anorexia con la muerte de su madre, en la pubertad, y cargó con ese padecimiento por más de veinte años.
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En silencio, claro, porque eso no impidió que su carrera floreciera. Desde Tall Story (1960), su debut cinematográfico, las cámaras amaron a esa chica formada en el Actor’s Studio con Marlon Brando y Paul Newman, y de la misma manera que su padre era el perfecto perfil del héroe nacional, Jane –en muchas ocasiones de la mano de Robert Redford, de quien alguna vez confesó que fue su verdadero gran amor– se convirtió pronto en la siempre buscada “novia americana”.
Segundo Acto
Cat Ballou (1965) fue su gran salto, el papel el que probó que realmente era una actriz capaz de “robarse” una película. Y empezó a forjar –con o sin intención– una línea en el camino de una mujer que no tardaría en definirse como feminista. Un Western protagonizado por una mujer, un Western para contar la historia de una mujer: la chiquita de trenzas que montaba a caballo en el rancho para que su padre la notara (“Quiere ser como yo”, decía él), ahora había logrado un éxito de taquilla.

También en 1965, ya como la actriz del momento, conoció en París al director Roger Vadim, con quien tuvo a su hija Vanessa (53). Su primera reacción al conocer a ese francés agresivo, pero con un sex appeal demoledor, fue prometerse que no haría una película con él. “Terminamos en la cama”, cuenta.
Dice también que fue él quien, en 1968, la convirtió en un símbolo sexual en todo el mundo con Barbarella: “Así era como él veía a las mujeres”. En sus memorias, agrega: “Podría escribir una versión de mi matrimonio con Vadim en la que él fuera un tipo cruel, misógino e irresponsable. También podría describirlo como el hombre más encantador, bucólico, poético y tierno del mundo. Y las dos versiones serían ciertas”.
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Es cierto también que la imagen de bomba sexual de Barbarella y la de la Jane de los videos de fitness –donde la actriz exorcizaba décadas de problemas con su cuerpo– que financiaron el activismo de su segundo marido, Tom Hayden –se casaron en 1973, cuando ella se divorció de Vadim–, fueron un velo que no dejó ver a muchas feministas la tarea enorme que estaba desarrollando, mientras la mirada tradicional la juzgaba, por ejemplo, por haber osado dejar a Vadim y a su hija para viajar sola en una suerte de “retiro espiritual” a la India.
Su Bree, la prostituta de Klute (1971) le valió el Oscar a la Mejor Actriz porque era capaz de ver más allá: “Se dedica a eso porque le permite vivir en la comodidad de la insensibilidad y vivir en la ilusión de que domina a sus clientes”, dijo entonces Fonda con la lucidez que ha atravesado a todos sus personajes.
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Otra vez, toda la vida, Jane reclamó para sí –y con eso para el resto de las mujeres– derechos y oportunidades que se suponía que no podía tener por ser mujer, por ser rica, por ser joven o, más tarde, por ser grande.
De hecho, el propio Hayden –padre de su hijo Troy (48)–, como activista de izquierda, en algún momento se cansó de los videos de fitness pese a los millones que recaudaban para su causa, porque no le parecían muy progresistas. En algún lugar, la libertad de Fonda, hasta hace muy poco molestaba. A todos, incluso a los que la aplaudían.
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Quizá presa de ese desencanto, ella, que cuando vio por primera vez a Hayden se preguntó cómo había podido llegar a los 32 años siendo tan ignorante y se convirtió ipso facto en una “activista de izquierda”, se enamoró de Ted Turner, el multimillonario conservador dueño de CNN y TNT, “en la segunda cita”. Puede que también hubieran influido otras cosas.
Cuando conoció al magnate de los medios por el que llegó a ser una visitante frecuente de la Patagonia argentina, Jane estaba en paz con su padre. En 1981, con casi 50 años, produjo On Golden Pond, que protagonizó junto a Henry. No había intenciones ocultas ni una trama difícil de leer: la película es sobre la relación problemática entre una hija y su padre. Por guión, su padre estaba forzado a decirle “te quiero” por primera vez. Y fue tan convincente que ganó un Oscar. Murió poco después.
Tercera Parte
Jane Fonda vivió engañada buena parte de su infancia sobre el suicidio de su madre. Leería la verdad en una revista. “No lloré. Nunca lloré”, dice en el documental de 2018, que la muestra yendo a visitar el cementerio donde está enterrada. Dice que después de años logró comprender su decisión.
Determinada a abrazar definitivamente el activismo, en 1988 participó en la franja televisiva del plebiscito por el “No” en Chile, la opción opositora a la continuidad de la dictadura de Pinochet.
En sus memorias de 2005 y cada vez que le preguntan se define como una persona “liberal y feminista”. Si hay un secreto en su vida es pasar de las fiestas. La aburren porque sólo sirven vino y champagne, dice, y, como su personaje de la serie Grace & Frankie, ella sólo toma vodka.
Lily Tomlin, la coprotagonista del fenómeno de Netflix sobre las dos amigas que comparten convivencia en su madurez cuando sus maridos de toda la vida les confiesan su relación homosexual –y con quien en los ochenta compartió cartel junto a Dolly Parton en 9 to 5 para denunciar la brecha salarial–, es su íntima amiga en la vida real.
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Fonda asegura que la serie, que va por su séptima temporada, la hace feliz porque le permite hablar de los temas que realmente le importan, “como la homosexualidad, la política o la vida sexual de las mujeres maduras”.
Divorciada de Turner hace dos décadas, su vida se parece bastante a la de esas dos amigas. Por si queda alguna duda, sobre el final del documental sobre su vida, Jane declara: “No necesito un hombre que me haga sentir bien”.
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