El 19 de diciembre de 1971 se estrenó la octava película de Stanley Kubrick. Basada en una película de Anthony Burgess y protagonizada por un joven actor no demasiado conocido hasta el momento, Malcolm McDowell, La Naranja Mecánica provocó una conmoción. La violencia, el sexo, la estilización, la búsqueda de perfección de Kubrick. Estuvo prohibida en gran parte del mundo, generó amenazas hacia sus creadores y siguió provocando fuerte reacciones a lo largo de este medio siglo. Con el paso del tiempo se consolidó como una obra maestra de género incierto, aunque el paso del tiempo haya erosionado algunas de sus virtudes.
La novela apareció en Londres en 1962. La violencia en su trama generó alguna polémica menor. Burgess fue invitado a la televisión. Hubo una recreación del primer capítulo y después un encendido debate. El programa tuvo 9 millones de espectadores. El escritor, mientras volvía a su casa en tren, hizo cálculos. Si tan sólo el 1% de los televidentes compraba su libro, él dejaría de pasar penurias económicas. Pero eso no sucedió. La gente se dio por satisfecha con la discusión y con alguna nota en los diarios. Eso les bastó para poder hablar del tema. Unos meses después se publicó en Estados Unidos. Pero el editor hizo una modificación sustancial. Eliminó el último capítulo. En él Alex, el protagonista, se reformaba. Ese final le quitaba oscuridad al libro. Al autor le desagradó esa decisión. Él había pergeñado una novela dividida en tres partes con siete capítulos en cada una de ellas. Así se rompía esa simetría y lo que él contaba adquiría un tono mucho más lúgubre. Pero no se pudo negar. Necesitaba la plata.
Al tiempo una pequeña productora le compró a Burgess los derechos cinematográficos por 500 dólares. En 1965, pareció que La Naranja Mecánica llegaría a las pantallas. A alguien se le ocurrió que los cuatro integrantes de la pandilla, esos hooligans del futuro, podían ser interpretados por los Rolling Stone con Mick Jagger en el papel principal. Hubiera sido una de las grandes decisiones de casting de la historia del cine. Burgess quería que Alex fuera encarnado por Jagger. Pero ese proyecto se diluyó. Y la Warner compró los derechos. Burgess se desentendió del proyecto porque él no vería ni un dólar, había firmado un contrato leonino empujado por la necesidad.
Pasado un tiempo alguien le dijo que Stanley Kubrick estaba interesado en filmarla. El director venía de conseguir dos enormes éxitos de crítica y público con Dr. Insólito y 2001. Odisea del Espacio. Nadie lo consultó a Burgess durante el proceso. Arthur Clarke, autor de 2001, le confirmó que Kubrick estaba trabajando y que pronto comenzaría el rodaje.
A Kubrick la novela le llegó a través de Terry Southern, el coguionista de Dr. Insólito. Pero el empujón final lo encontró por la vía doméstica. Su esposa leyó el libro y le pidió que él también lo hiciera, que creía que ese mundo le podía interesar. Kubrick quedó fascinado y decidió que ese sería su próximo proyecto.
Por esos días vio If… la película dirigida por Lindsay Anderson. El actor principal, un joven con una energía feroz, lo cautivó. Supo que él era el protagonista que necesitaba.
A Malcolm McDowell le dijeron que lo estaba buscando Stanley para proponerle una película. Él, hasta que levantó el auricular y escuchó las explicaciones que venían del otro lado, creyó que se trataba de Stanley Kramer, el director de, entre otras, El Juicio de Nuremberg. No conocía la filmografía de Kubrick.
El estudio intentó que el director cambiara a su actor principal por una cara más conocida. Hasta les pareció una gran posibilidad retomar el contacto con Mick Jagger. Pero Kubrick hizo uno de sus frecuentes gestos de autoridad dijo que sin McDowell no habría film.
Burgess temía que la versión de Kubrick tuviera desnudos frontales y excesiva violencia, que esas imágenes se comieran el contenido de su novela. Hasta que un día lo llamaron para ver un primer corte. No sabía con qué se encontraría. Tenía sus resquemores. No le había gustado Lolita. Creía que Kubrick no había logrado transferir la clave de la novela de Nabokov: el lenguaje. No es fácil hacerlo en el cine. Y su libro, como el de Nabokov, no trataban meramente de sexo ni de violencia; ambos –dice Burgess en You’ ve Had Your Time, uno de sus volúmenes de memorias- ponen en primer plano al lenguaje.
La historia está situada en un futuro indeterminado, incierto. Indaga, y hasta casi se podría decir que afirma, que la violencia estatal siempre es peor que la individual, que el libre albedrío debe ser preservado.
Los personajes de la novela hablan en Nadsat, su propia lengua. Crear ese idioma y que sonara verosímil era una de los grandes desafíos. Fue lo que más le costó al autor y fue, también, uno de los grandes logros de la traslación de Kubrick. Burgess se basó en el slang inglés, en el ruso y en algún dialecto para crear esta nueva lengua de sus jóvenes protagonistas. Sin esa jerga, La Naranja Mecánica no habría alcanzado su fama posterior.
Una de las diferencias más notables con el libro es parte de la iconografía inolvidable de la película. La vestimenta de los hombres. Ese mameluco blanco –inspirado en un atuendo de cricket-, los tiradores, la huevera sobre el pantalón, el bombín negro de Alex.
Otro aspecto es la música. En el libro Alex escucha una diversidad mayor de compositores clásicos. La comprensión del cine, sus elipsis, obligó a resumirlos en Beethoven y en especial en la Novena Sinfonía. Otra diferencia entre la el texto y el film. El novelista explica el por qué de su nombre, de La Naranja Mecánica. Kubrick prefiere evitar cualquier tipo de enunciación y le alcanza con la sonoridad del nombre y el misterio. En algún momento hasta pensó modificar el nombre y llamar al film El Método Ludovico (que es el procedimiento que le hacen en los ojos a Alex). Eso, se sabe, hubiera obligado a encontrar un nuevo apodo para cada gran equipo de la selección holandesa de fútbol que apareciera en las décadas posteriores.
Malcolm McDowell venía de actuar para Anderson, que le había marcado de manera minuciosa cada característica de su personaje y lo que esperaba de él. Cuando el actor se acercó a Kubrick para preguntarle cómo tenía que interpretar a Alex, el director, lacónico, le dijo: “Ese es tu trabajo”, y girando siguió atento a cada mínimo detalle de la puesta en escena. “Las instrucciones fueron que debía hacer a un violador y a un asesino, pero que el público simpatizara conmigo”, contó el actor.
Pero la libertad del actor no fue tal durante el rodaje. La obsesión del director por controlar cada elemento que apareciera en el cuadro resultaba agobiante para el actor. Cada movimiento debía ocurrir con el timing que Kubrick lo había imaginado, cada palabra debía ser dicha con el tono y ritmo que él tenía en la cabeza cuando la escribió. Eso hizo que McDowell debiera repetir hasta setenta veces algunas de las escenas. Su físico también lo padeció. La escena del ojo, la del Experimento Ludovico, le costó una lesión en la córnea. También sufrió una fisura en las costillas y hasta casi muere ahogado en la filmación de otra de las escenas. Cuando salió del agua casi sin aire, apenas se recuperó, escuchó que el director pedía silencio para repetir la toma. Todavía respiraba así que Kubrick pretendía que siguiera en papel porque todavía se podía hacer mejor.
La obsesión de Kubrick lo llevó hasta averiguar las condiciones de las salas en que se exhibía su película y a exigir que el mobiliario y las paredes fueran de algún color específico. En sus últimos trabajos, se encargaba de que si un personaje leía un diario en una escena, la portada estuviera en el idioma del país en que se estaba pasando.
La pandilla viola a una mujer en presencia del marido mientras entonan Cantando bajo la Lluvia. La canción fue un aporte de McDowell en los ensayos. Las imágenes son brutales e hipnóticas. La inspiración para ese fragmento fue un ataque que recibió la esposa de Burgess por parte de cuatro soldados norteamericanos. Kubrick muestra la violencia sin sentido, casi como diversión y, por momentos, la muestra como si se tratara de una danza, coreografiada.
En otra icónica escena de La Naranja Mecánica, Alex en un intento de suicidio cae desde cierta altura. Es una toma subjetiva. Para conseguirla lanzó una cámara al vacío para registrar el movimiento descendente. Al ver que la primera vez la cámara no se destruyó, Kubrick quedó maravillado y rehízo la toma otras seis veces hasta que la máquina no anduvo más a raíz de tantos golpes.
Pero a este control absoluto de Kubrick se le escapó un pequeño detalle. Él nunca supo que la novela original tenía un capítulo más. Creyó que la única versión era la publicada en Estados Unidos así que ese fue el final que filmó. Cuando tras la primera pasada, Burgess le comentó la situación, el director quedó muy sorprendido.
En esa función preliminar casi exclusiva para el autor de la novela, Burgess estaba acompañado por su esposa y por una amiga del matrimonio. A los diez minutos las dos mujeres quisieron dejar la sala. Estaban impresionadas. Las escenas eran demasiado fuertes para ellas. Burgess las convenció de que se quedaran; de otro modo, pensó, hubiera sido descortés para con Kubrick.
Su estreno generó enormes polémicas. Los críticos se dividieron entre los que la consideraron una obra maestra y los que la odiaron. Entre estos estuvo Pauline Kael, la crítica del New Yorker: “Kubrick adoptó la perspectiva deformada y presuntuosa de un rufián vicioso que se limita a decir que todo está podrido”, escribió.
Los medios de todo el mundo se hicieron eco de las discusiones. Kubrick no salió a responder los ataques ni las acusaciones. Ese lugar, casi de manera involuntaria, fue de Burgess. Su novela había pasado casi desapercibida en el momento de la publicación. Como se dijo, generó algún movimiento apenas apareció y no mucho más. Luego la prolífica capacidad de trabajo del escritor logró sepultar aquel libro bajo otros de su autoría; en el momento del estreno del film estaba inmerso en la creación de su Trilogía Malaya. Pero como él sí respondía a los periodistas, de pronto parecía como si Kubrick sólo hubiera sido un médium, un eslabón que permitió que esa historia se convirtiera en película. Pero que la culpa de todo (de los desmayos, de los disgustos, de la gente sonrojada, molesta y escandalizada) fuera Burgess.
La película se convirtió en el mayor éxito de Kubrick hasta el momento. El presupuesto fue de 1.3 millones de dólares. Pero entre el mercado norteamericano y el del resto del mundo recaudó 130 millones.
Pasado más de un año del estreno, Kubrick impidió que se siguiera proyectando en Inglaterra. Hubo una serie de crímenes en los que los perpetradores dijeron haberse inspirado en escenas de La Naranja Mecánica. Un robo violento, una violación masiva, hasta un asesinato. Más allá de la repercusión en la prensa, el director no quiso que su creación sirviera como excusa para la barbarie. La decisión la tomó luego del cuarto de este tipo de casos y de amenazas de muerte que recibió su esposa.
Burgess tenía un sentimiento ambivalente. Su novela se vendía muy bien por primera vez desde la publicación, conseguía traducciones y él estaba en la prensa todo el tiempo. Por el otro era considerado alguien nocivo para la juventud, algo así como un corruptor. Se debatía en programas de televisión y en columnas de diarios contra sus atacantes. Kubrick, mientras tanto, prefería el silencio. En el camino, Burgess aprendió la diferencia de repercusión que hay entre un libro y una película exitosa. El escritor sentía que defendía algo de manera extemporánea, algo de lo que ya estaba demasiado alejado. Él había escrito su obra nueve años antes.
En Estados Unidos obtuvo una calificación similar a la de las películas condicionadas, lo que hizo que su exhibición fuera restringida a determinado tipo de salas. Eso, de todas maneras, no afectó significativamente su carrera comercial y aumentó su leyenda. En el resto del mundo, en una época en que las dictaduras eran frecuentes, no encontró lugar en las salas durante años. La Naranja Mecánica era la favorita de la censura. Un par de años después, a ese podio imaginario de películas más prohibidas en el mundo –que ni siquiera eran estrenadas cercenadas, con cortes- se sumaron Salo. 120 días en Sodoma de Pasolini y Último Tango en París de Bertolucci.
En España se estrenó recién en 1975, con Franco todavía en el poder, gracias a un ardid. Kubrick no veía con buenos ojos que se estrenara en países en los que mandaban dictadores porque suponía que su obra sufría cortes (en líneas generales la suposición era correcta). Pero en España fue estrenada en el Festival de Valladolid –que hasta la edición anterior, paradójicamente, se llamaba Festival de Cine Católico. De ahí, algún vivo, hizo algunas copias y la exhibió en cines pese a la oposición del director.
En Argentina, La Naranja Mecánica era una especie de leyenda, una creación mítica que en su metraje acotado parecía incluir toda la maldad, el sexo y la violencia posibles. Sólo la habían podido ver quien habían viajado a Europa o Estados Unidos, algunos que cruzaron a Uruguay (hubo una época en que había turismo rioplatense gracias a los censores) o consiguieron alguna copia pirata en los albores de la fiebre del VHS. Hubo que esperar catorce años, hasta 1985 y que la democracia estuviera asentada, para que fuera estrenada en los cines argentinos.
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