El trágico final del capitán nazi que voló el acorazado Graf Spee y se refugió en Buenos Aires

A tres meses de comenzada la Segunda Guerra mundial, el marino Hans Langsdorff cumplía la misión de hundir a los buques mercantes aliados en el Atlántico Sur cuando tres naves de guerra británicas lo interceptaron cerca de Montevideo. La sangrienta Batalla del Río de la Plata y el destino que los tripulantes

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El Graf Spee herido de muerte en las aguas del Río de la Plata por decisión de su capitán, Hans Langsdorff, que hizo estallar varias cargas de explosivos
El Graf Spee herido de muerte en las aguas del Río de la Plata por decisión de su capitán, Hans Langsdorff, que hizo estallar varias cargas de explosivos

Cuando la Segunda Guerra Mundial llegó a la Argentina, era una guerra flamante: llevaba tres meses de iniciada. Llegó en forma de batalla naval. Fue la primera batalla naval de la Segunda Guerra entre la armada alemana y la británica y la última frente o cerca de estas costas y de las de Uruguay.

Se la conoce como “La batalla del Río de la Plata”, porque involucró de alguna manera a Uruguay, en primerísimo plano, y a la Argentina luego. Los protagonistas fueron el buque alemán “Admiral Graf Spee”, y los británicos “Exeter”, “Ajax” y “Achilles”, sus comandantes y sus tripulaciones. Corrió mucha sangre, hubo muchos muertos y heridos. Pero la batalla la ganó, en su mayor parte, un hombre desarmado que no vestía uniforme: el embajador británico en Uruguay, Eugen Millington-Drake que usó el arma más mortífera contra sus enemigos flamantes: la diplomacia.

El Graf Spee era un barco prodigio. Después de la Primera Guerra Mundial, y por el tratado de Versalles, los alemanes tenían prohibido rearmarse y las limitaciones alcanzaban a su marina de guerra, constreñida a rigurosas medidas de peso, desplazamiento, blindaje y armamento de sus buques. Los barcos alemanes como el Graf Spee, no pasaban las diez mil toneladas máximas que imponía Versalles, aunque cargados y en pleno desplazamiento, superaban ese límite. Habían sacrificado parte de su blindaje para llevar a bordo más y mejor armamento y superaban las características de un crucero pesado, pero no llegaban a ser acorazados. Los británicos los llamaron “acorazados de bolsillo”.

El Graf Spee medía ciento ochenta y seis metros de largo, podía navegar a cincuenta y cuatro kilómetros por hora, disponía de seis cañones de 280 milímetros instalados en dos torretas triples, dos tubos lanzatorpedos, dos hidroaviones Arado Ar 196, con catapulta de despegue y misión de observadores adelantados y hasta su dotación inicial, de treinta y tres oficiales y quinientos ochenta y seis marineros, había crecido ahora a unos mil tripulantes.

El acorazado de bolsillo Graff Spee mostrando todo su poderío. Era una de las naves más letales de la marina nazi
El acorazado de bolsillo Graff Spee mostrando todo su poderío. Era una de las naves más letales de la marina nazi

Lo que lo hacía un prodigio eran dos cosas: un telémetro poderoso que lo hacía infalible a la hora de disparar sus cañones, y un aparato de medición por radio FuMG 38G Seetakt, que fue uno de los primeros radares navales de los alemanes. En 1938 tomó el mando del barco el capitán Hans Langsdorff, un oficial de cuarenta y cuatro años, condecorado por sus acciones militares en la Primera Guerra Mundial. Le dieron a comandar algo así como el buque insignia de la flota alemana, que había servido ya durante la Guerra Civil Española, en patrullas de no intervención frente a las costas controlada por el bando republicano: una parte del acuerdo no firmado entre la Alemania de Hitler y las tropas de Francisco Franco.

Cuando la Segunda Guerra era inminente, trece días antes de la invasión nazi a Polonia, el Graf Spee zarpó de Wilhelmshaven rumbo al Atlántico Sur. Destino extraño para un buque de una guerra europea. Pero la intención alemana era la de interceptar las líneas de los buques mercantes enemigos cuando estallara el conflicto. Las órdenes de Langsdorff eran las de hundir esos mercantes. Durante las tres primeras semanas de la guerra, el Graf Spee navega en mar abierto, al este de Brasil. El 20 de septiembre Langsdorff recibe la orden de engagment y en las siguientes diez semanas el Graf Spee hunde a nueve mercantes británicos, un total de cincuenta mil toneladas. La leyenda dice que la marinería alemana rescató a toda la tripulación de los buques atacados, lo que puso sobre Langsdorff una aureola de caballero del mar. Cuando hundió al carguero Clement, por ejemplo, Langsdorff ordenó que fuese enviada una señal de socorro al puerto brasileño de Pernambuco para asegurar que los tripulantes del carguero fuesen rescatados de los botes salvavidas en los que los habían dejado los alemanes.

Los británicos estaban lejos de comprender la caballerosidad del enemigo. El almirantazgo emitió una alarma a toda la marina mercante sobre la presencia de un buque “corsario” alemán en la zona y ordenó darle caza antes de que siguiera con su política nada caballeresca, pero guerrera, de enviar mercantes y su carga al fondo del mar. El Graf Spee solía acercarse a sus presas con otro nombre, con otra bandera, llegó a simular una torre más alta para ser confundido a la distancia con otro tipo de buque, hasta que a sus víctimas le era imposible ya escapar de la trampa: el acorazado de bolsillo era veloz e implacable.

El 7 de diciembre, el Graf Spee hundió a su última presa y firmó su certificado de defunción. El carguero Streonshalh llegó a radiar su posición antes de irse a pique y el almirantazgo británico ordenó al comodoro Henry Harwood que, como indicaba su grado, estaba al mando de una pequeña flota de tres buques, que diera caza al corsario alemán. Harwood, o porque era un viejo zorro, o porque tenía una enorme intuición o porque estaba bendito por la suerte, adivinó qué iba a hacer Langsdorff, o pensó, con la lógica del combatiente, qué haría yo en lugar de mi enemigo. Langsdorff, que planeaba regresar a Alemania la siguiente semana y sabía que el Streonshalh había dado su posición, se dirigió al estuario del Río de la Plata donde no esperaba encontrar naves enemigas.

El capitán de Navío Hans Langsdorff lee un diario en Buenos Aires poco antes de tomar la determinación de suicidarse
El capitán de Navío Hans Langsdorff lee un diario en Buenos Aires poco antes de tomar la determinación de suicidarse

Pero allí estaba Harwood y sus tres buques, el Exeter, el Ajax y el Achilles, frente a las costas de Punta del Este. Primero los vieron los alemanes. A las cinco y media de la mañana del 13 de diciembre, los vigías del Graf Spee divisaron dos mástiles a la derecha y Langsdorff pensó que se trataba de buques escolta de un convoy británico que era mencionado en los papeles de un buque mercante, el Tairoa, hundido el 5 de diciembre, cuando el Graf Spee había ido en busca del Altmark, el buque tanque que era su nodriza, lo alimentaba con combustible y recibía a los prisioneros ingleses capturados antes del hundimiento de sus naves. Veintidós minutos después del avistamiento, los vigías alemanes descubrieron que lo que habían pensado era una escolta, era el Exeter, un crucero pesado al que acompañaban otros dos cruceros ligeros, artillados y blindados.

A las seis y ocho minutos, fueron los británicos los que divisaron al Graf Spee y Harwood separó a sus barcos para dividir el fuego de los seis cañones del Graf Spee. Si algo había de seguro en aquella cálida mañana rioplatense, era que se avecinaba una batalla naval tradicional. Langsdorff no hizo mucho caso de la estrategia de Harwood y disparó sus cañones sobre el barco enemigo más poderoso, el Exeter, para luego atacar con su armamento secundario a los otros dos buques menos artillados. El fuego empezó a las seis y diecisiete. Tres minutos después, los buques británicos respondieron con todo su arsenal. En la siguiente media hora de cañoneo constante, el Graf Spee había dado tres impactos directos contra el Exeter que inutilizaron sus dos torretas delanteras, destruyeron parte del puente de mando y la catapulta de lanzamiento de sus aviones, lo dejaron casi fuera de combate y le provocaron sesenta muertos y varios heridos. El Ajax y el Achilles acortaron distancias con el Graf Spee para aliviar un poco el fuego sobre el Exeter.

Los británicos también tenían puntería. El acorazado alemán había recibido setenta impactos, habían muerto treinta y seis de sus marineros y otros sesenta estaban heridos. Incluso Langsdorff había recibido esquirlas de metralla en un brazo. Los daños estructurales en el Graf Spee no parecían importantes, pero sí eran decisivos. De hecho, su costado izquierdo tenía quince agujeros provocados por los proyectiles ingleses, y otros doce a estribor, el lado derecho. La planta purificadora de combustible, que refinaba el diésel antes de inyectarlo a los motores, estaba destruida; también había quedado inoperable la planta desalinizadora que convertía en potable el agua de mar, lo que hacía muy difícil el regreso a Alemania; un impacto en la proa, en la zona de las cocinas, pronosticaba una navegación muy difícil en el Atlántico picado y el Graf Spee estaba ahora parco de municiones para sus cañones de 280 milímetros.

Langsdorff decidió entonces buscar refugio en el puerto de Montevideo, adonde ancló a las una menos diez de la mañana del jueves 14 de diciembre de 1939, mientras los tres buques británicos, como gatos al acecho, lamían sus heridas a cincuenta kilómetros de la capital uruguaya. Langsdorff bajó del Graf Spee para hablar con las autoridades uruguayas, pidió atención médica para sus heridos, enterrar a sus muertos y un plazo razonable para reparar su barco. Con lo último no hubo arreglo posible. La Convención de La Haya decía que el Graf Spee sólo podía permanecer setenta y dos horas en un puerto neutral para ser reparado. Luego, tenía que ser “internado” en ese país neutral, hasta el final de la guerra.

Marinos alemanes trasladan el cuerpo de un camarada muerto en la Batalla del Río de la Plata
Marinos alemanes trasladan el cuerpo de un camarada muerto en la Batalla del Río de la Plata

Fue entonces cuando empezó la segunda parte de la Batalla del Río de la Plata. La de la diplomacia. Inglaterra y Francia, que todavía no estaba ocupada por los nazis, pero veía venir su destino, ejercieron una fortísima presión sobre el presidente uruguayo, Alfredo Baldomir, un general y arquitecto del partico colorado, y sobre su canciller, Alberto Guani Carrara, pedían que el gobierno no diera una sola hora más de las estipuladas por La Haya para que el Graf Spee sanara sus heridas.

En esa tarea de convencimiento, por llamarlo de algún modo, al gobierno uruguayo, destacó el embajador británico Eugen Millington-Drake. Era un tipo encantador, de enorme carisma y vinculado al Río de la Plata: había estado destinado en Buenos Aires en 1915 y entre 1929 y 1933 y, desde 1934 a 1941 fue embajador en Montevideo. Estaba casado, tenía cuatro hijos, en 1936 había sido presidente honorario de la delegación uruguaya a los Juegos Olímpicos de 1936, que se celebraron en Berlín bajo los ojos de Hitler. En 1934 había sido artífice, junto a personalidades de la cultura uruguaya y británica de la creación del Instituto Cultural Anglo Uruguayo, destinado a la enseñanza y difusión del inglés. También había contribuido, con recursos técnicos y financieros, a que los hermanos Alberto y Jorge Márquez Vaeza, que tenían entonces veintinueve y veintidós años, crearan la compañía aérea Pluna.

Mientras Millington-Drake tejía su tela, tejido que resultó exitoso, Langsdorff cumplía con sus dos primeros cometidos. Los heridos del Graf Spee fueron internados en su mayoría en el Hospital Militar y, el viernes 15, sus treinta y seis marineros muertos fueron sepultados en el Cementerio del Norte. Un dato curioso, las fotos de la época muestran un entierro nazi. Todos hacen el saludo del brazo derecho en alto, incluidos los civiles uruguayos y hasta los sacerdotes que rezaron los responsos; todos menos Langsdorff, que hace la venia. Esto alimentó la idea de que el comandante del Graf Spee no comulgaba demasiado con el nazismo.

Otro dato curioso. En los años 60, un viejo periodista que había cubierto la batalla para el diario argentino “Crítica”, contaba aquella experiencia a sus alumnos de la Escuela Argentina de Periodismo, que funcionó para su gloria al 2400 de la Avenida Rivadavia. Carlos Abregú Virreira, un santiagueño ilustre que había nacido en Bolivia, recordaba que una de las floristas del Cementerio del Norte había entregado todas sus flores de aquel día a los muertos del Graf Spee; que fue colocándolas sobre cada ataúd mientras murmuraba: “Por tu madre… Por tu madre…” Era un símbolo de la profunda conmoción que la batalla había provocado en ambas orillas del Río de la Plata.

Un grupo de marinos del Graf Spee llega al puerto de Buenos Aires en una de las chatas que se dispusieron para trasladarlos desde Montevideo
Un grupo de marinos del Graf Spee llega al puerto de Buenos Aires en una de las chatas que se dispusieron para trasladarlos desde Montevideo

Langsdorff aspiraba a que le dieran al menos diez días de plazo para reparar su barco. Se entrevistó, para contrarrestar la ofensiva diplomática anglo-francesa, con el embajador alemán en Uruguay, Otto Langmann, que no ocultaba sus fervores por el nazismo, y quien le reveló que había cometido un grave error: Montevideo no tenía al parecer ni la capacidad, ni los materiales necesarios para reparar al Graf Spee. Tampoco tenía las fuerzas necesarias para obligar a Langsdorff a dejar puerto, si es que se negaba, que no era el caso. El comandante alemán entrevistó también a Alberto Voulminot, dueño de los astilleros Regusci y Voulminot, para que le ayudara en la tarea de volver al Graf Spee al agua. Voulminot, de sangre francesa, rechazó un cheque en blanco extendido por Langsdorff y le dijo que no estaba dispuesto ni a reparar su buque, ni a venderle los materiales para hacerlo. El Graf Spee fue emparchado en parte por su marinería y por un equipo de operarios llegados de urgencia desde Buenos Aires.

No Había tiempo para más. Lo que logró el embajador Millington-Drake y todo lo único que obtuvo el comandante Langsdorff fueron setenta y dos horas de plazo para que el Graf Spee dejara el puerto de Montevideo. En total, más las horas del arribo, le daban al corsario alemán noventa y seis horas de estada en Uruguay. El plazo vencía el domingo 17 a las ocho de la noche.

A las dos de la mañana de ese día, Langsdorff dijo a sus oficiales que iba a volar el barco y que nadie debía sospechar esa maniobra. No podía salir a combatir, le era dificultoso navegar, estaba en juego la vida de sus mil tripulantes y tampoco estaba dispuesto a entregar el barco a las autoridades uruguayas y a que los británicos tuviesen acceso su material técnico de última generación.

En el puerto de Montevideo, a la vera del herido buque de guerra, ancló el mercante alemán Tacoma, supuestamente para aprovisionarlo. Pasadas las seis de la tarde, el Graf Spee zarpó de Montevideo ante los ojos de más de veinte mil personas que seguían esa guerra paso a paso. El acorazado puso proa a Buenos Aires, pero se detuvo con el rumbo ya enfilado. Nadie lo sabía, pero a bordo sólo tripulaban el Graf Spee Langsdorff y cuarenta y tres hombres. El resto, había pasado al Tacoma. Colocaron seis cabezas de torpedo en puntos estratégicos del Graf Spee, que serían detonadas en veinte minutos. Luego arriaron la bandera de guerra del buque y abordaron una lancha: el capitán fue el último en abandonar el barco. Minutos después, una serie de tremendas explosiones hirieron de muerte al Graf Spee, que se hundió a no demasiados metros de profundidad, y se llevó todos sus secretos a la tumba.

Entierro de marinos del Graf Spee en el Cementerio del Norte de Montevideo. Mientras todos hacen el saludo nazi, el capitán Langsdorff hace la venia
Entierro de marinos del Graf Spee en el Cementerio del Norte de Montevideo. Mientras todos hacen el saludo nazi, el capitán Langsdorff hace la venia

Del Tacoma, la marinería alemana abordó dos remolcadores argentinos, el Coloso y el Gigante, la barcaza Chiriguana, otras tres naves menores y una lancha del Graf Spee, que pusieron rumbo a Buenos Aires. A las once y cuarto de la mañana del lunes 18 de diciembre, los dos remolcadores asomaron en el horizonte de la Dársena Norte. A las doce y diez, Langsdorff bajó del Coloso, casi nueve horas después de haber hundido su barco y después de haber navegado toda la noche por ese río ancho y caprichoso que había sellado su destino.

Los marineros del Graf Spee fueron alojados en el Hotel de Inmigrantes, y los oficiales en el Arsenal de la Marina y algunos en la Escuela de Mecánica de la Armada, bajo la coordinación del embajador alemán en Buenos Aires, Edmund von Thermann, de abiertas simpatías con el nazismo. La noche del 19 de diciembre vieron al capitán del Graf Spee en su cuarto, con un cigarro en la boca y un whisky a mano. Escribía. Langsdorff redactó tres carta: una a sus padres, la otra, a su mujer, Ruth Hager, con quien se había casado en 1924, “(…) Te escribo esta carta el último día que soy comandante de este orgulloso barco…” Y la tercera al embajador alemán: “Excelencia: Después de haber luchado largo tiempo, he tomado la grave decisión de hundir el acorazado Admiral Graf Speea fin de que no caiga en manos del enemigo. Estoy convencido de que, en estas circunstancias, no me quedaba otra resolución que tomar después de haber conducido mi buque a la “trampa” de Montevideo. En efecto, toda tentativa para abrir un camino hacia alta mar estaba condenada al fracaso a causa de las pocas municiones que me quedaban. Una vez agotadas esas municiones, sólo en aguas profundas podía hundir el buque a fin de impedir que el enemigo se apoderara de él. Antes de exponer mi navío a caer parcial o totalmente en manos del enemigo, después de haberse batido bravamente, he decidido no combatir, sino destruir su material y hundirlo… Desde un principio he aceptado sufrir las consecuencias que implicaba mi resolución. Para un comandante que tiene sentido del honor, se sobreentiende que su suerte personal no puede separarse de la de su navío… Ya no podré participar activamente en la lucha que libra actualmente mi país. Sólo puedo probar con mi muerte que los marinos del Tercer Reich están dispuestos a sacrificar su vida por el honor de su bandera. A mí sólo corresponde la responsabilidad del hundimiento del acorazado Admiral Graf Spee. Soy feliz al pagar con mi vida cualquier reproche que pudiera formularse contra el honor de nuestra Marina. Me enfrento con mi destino conservando mi fe intacta en la causa y el porvenir de mi Patria y de mi Führer.

Dirijo esta carta a Vuestra Excelencia en la calma de la tarde, después de haber reflexionado tranquilamente, para que usted pueda informar a mis superiores y, si es necesario, desmentir los rumores públicos. Capitán de navío Langsdorff Comandante del acorazado Admiral Graf Spee”.

El Águila Imperial, símbolo nazi que llevaba el acorazado Graf Spee, rescatada de las aguas del Río de la Plata
El Águila Imperial, símbolo nazi que llevaba el acorazado Graf Spee, rescatada de las aguas del Río de la Plata

Firmó el papel, extendió sobre su cama la bandera de guerra de su buque, la última que habían arriado antes de volarlo, se acostó sobre ella y se pegó un tiro en la sien derecha. Está enterrado en el Cementerio Alemán de la Chacarita, junto a otros cuatro tripulantes del Graf Spee: Johannes Eggers, Wolfgang Beyrich, Josef Schneider y Peter Kranen.

La batalla del Río de la Plata había terminado.

Al menos la formal. La historia siguió y sigue hasta hoy, que han pasado ochenta y dos años y la huella que dejó en Montevideo y Buenos Aires no se ha borrado. El famoso telémetro del Graf Spee fue rescatado en 2004 por un equipo de buzos, cuando ya era una pieza de museo. Así se exhibe en el puerto de Montevideo. El águila imperial, con una esvástica entre sus garras, también fue rescatada de las aguas, el símbolo nazi cubierto por un pudoroso velo. Hace unos años, Inge, la hija de Langsdorff, de 82 años, arrojó una ofrenda floral en las aguas vecinas al puerto de Montevideo, en homenaje a su padre.

La leyenda dice que muchos marineros del Graf Spee se quedaron en Argentina y en Uruguay, muchos de ellos eran muy jóvenes, y rehicieron sus vidas, o empezaron a hacerla. Es verdad. Pero también muchos oficiales y marineros retornaron a Alemania, con los buenos oficios de von Thermann, de la comunidad alemana de Buenos Aires y de grupos nacionalistas argentinos, favorecedores de Adolf Hitler y el nazismo.

Ese camino de regreso a Alemania, abrió de alguna forma la ruta rudimentaria que, años más tarde, iban a tomar los jerarcas nazis que huían de la Alemania derrotada y eran buscados por sus crímenes contra la humanidad.

Esa huella de la Batalla del Río de la Plata, tampoco está borrada.

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