Lo cazaron como a un conejo. Lo sacaron del fondo de un pozo por los pelos, los cazadores se encargaron de fotografiar la cacería: Saddam Hussein tendido en el suelo, cerca de su cueva, dominado por soldados americanos, el pelo sucio, enmarañado, la barba crecida, maloliente y resignado, sin otra colaboración cercana más que la de un ventilador que en el fondo del pozo, al pie de una palmera y a casi tres metros de profundidad, le había renovado el aire viciado del escondrijo; solo, sin séquito ni guardias, sin pompa y sin boato, el hombre que durante casi un cuarto de siglo fue el más fuerte de Irak se entregó, como un conejo.
“No hizo nada. Sólo se rindió”, dijo el oficial del ejército de Estados Unidos que lo capturó y lo esposó.
Cerca del prisionero, en el pozo, había tres objetos que Saddam no usó: dos fusiles Kalashnikov con munición completa y una bolsa con setecientos cincuenta mil dólares en efectivo. Y cerca de la cueva se alzaba una cabaña que acaso haya sido su refugio cuando era el hombre más buscado por Estados Unidos, que había invadido Irak nueve meses antes, en marzo de 2003. Una cabaña, de barro y piedra, para mantenerse oculto; un pozo cercano para ocultarse en caso de peligro. Y una leyenda en inglés, sobre un muro, para desorientar: “Dios bendiga nuestro hogar”, junto a dos imágenes cristianas: una de la Última Cena y otra de la Virgen.
Era la noche, sin luna, del 13 de diciembre de 2003, hace dieciocho años, y en Al Daur, un pueblo vecino a Tikrit, la ciudad natal de Hussein que reveló de inmediato su identidad: “Soy Saddam Hussein, soy el presidente de Irak y quiero negociar”, dijo en inglés a sus captores. Sus captores no querían negociar, querían sacárselo de encima y entregarlo a las autoridades iraquíes. Antes, Estados Unidos se arrogó el mérito de la captura, con una breve frase dicha en Bagdad, al día siguiente, con una amplia sonrisa, por el jefe de la administración estadounidense en el país invadido, Paul Bremer: “Ladies and gentlemen, we got him (Señoras y señores, lo agarramos)”.
Cuando Hussein llegó al poder, en 1979, Irak era un país rico en petróleo, una potencia económica de Medio Oriente, con una cuidada cultura social y política y cierta influencia, nada desdeñable, en el complejo panorama de la región. Cuando su captura puso fin a su gobierno autocrático, el país estaba destrozado tras años de guerra y de enfrentamientos, la persecución política, la cárcel y la tortura destinada a los opositores, la ejecución de muchos de ellos, se había convertido en política de Estado. El que fuera casi modelo de país árabe, la nación que se amoldaba al sueño del panarabismo del líder egipcio Gammal Abdel Nasser, había sucumbido en el caos que siguió a la guerra contra Irán, y todavía no estaba siquiera en el inicio de la recuperación después de la disparatada aventura de Hussein de invadir Kuwait en agosto de 1990, lo que dio origen a la primera Guerra del Golfo en enero de 1991.
Esas dos guerras costaron más de un millón de vidas iraquíes y dejaron a las fuerzas armadas en ruinas. Saddam también reprimió con violencia un alzamiento chiíta en el sur, encaró una guerra de exterminio contra rebeldes kurdos en el norte y vio cómo su país se empobrecía, quedaba aislado y sin recursos frente a las sanciones de las Naciones Unidas.
Hussein había nacido el 28 de abril de 1937 en las afueras de Tikrit. Creció sin su padre biológico y fue criado por un tío, oficial del ejército iraquí y nacionalista árabe, aliado del nazismo durante la Segunda Guerra, que formó la personalidad de su hijo adoptivo. Hussein se unió al Partido Socialista Árabe Baath cuando era estudiante de secundaria y a los veinte años ya conspiraba para derrocar al régimen del general Abdul Karim Kassem, que había llegado al poder luego de un golpe militar. Más que conspirar, Hussein estuvo entre quienes quisieron asesinar a Kassem en 1959: la intentona fue un fracaso. Hussein fue herido en una pierna, logró escapar a Irak y fue condenado a muerte en rebeldía en febrero de 1969, por tomar parte en el fallido complot.
Estudió en Egipto en los años 60, pleno auge del populismo de Nasser, y regresó a Irak en 1963 porque entonces ya gobernaba el partido Baath, que había logrado derrocar a Kassem. Los golpistas fueron golpeados a su vez por otro golpe militar: Saddam que había ido a parar a la cárcel en 1964, fue elegido secretario general adjunto de su partido cuando estaba en prisión. Escapó en 1967, y en julio de 1968 participó de otro golpe de Estado, ahora exitoso, que llevó al poder a su primo, Ahmed Hassan al Bakr. Hussein quedó como vicepresidente del Consejo de Mando Revolucionario, el segundo de su primo presidente, y se ganó la fama de político progresista y eficaz.
También era ambicioso. En julio de 1979, cuando al Bakr renunció, adujo problemas de salud, Hussein asumió la presidencia y de inmediato mostró quién era. En la ceremonia de asunción anunció haber descubierto una conspiración para derrocar a su gobierno de pocas horas. Y dio el nombre de los presuntos traidores: sesenta y ocho personas que fueron encarceladas; de ellas, veintiuna fueron ejecutadas. Según Mark Bowden, un escritor que le siguió los pasos a Hussein: “Traicionó a muchas de las personas que habían confiado en él”.
De inmediato encaró la guerra contra Irán, en manos del ayatola Khomeini y de su revolución islámica, porque Irán le negaba a Irak una salida al mar. En esa guerra, Saddam recibió ayuda estratégica, vía satélite, de la inteligencia de Estados Unidos, en conflicto con Irán y con el temor latente de que Khomeini y sus entonces jóvenes mujaidines, dominaran la región a través de su fuerza religiosa. También recibió apoyo financiero de Kuwait. El conflicto, con el empaque de la Primera Guerra Mundial, iba a durar ocho años y se iba a estancar en las trincheras y en las dunas, hasta que los dos países firmaron una paz cargada de rencores y de odios. Las Naciones Unidas acusaron a Irak de usar contra Irán armas químicas, gas mostaza y otros agentes que atacaban el sistema nervioso central de las víctimas. La acusación se reiteró en 1988, cuando Irak atacó asentamientos de los rebeldes kurdos en el norte del país, una acusación apoyada por fotos estremecedoras de aquel bombardeo químico.
Dos años después de la forzada paz con Irán, Saddam invadió a su antiguo aliado financiero, Kuwait, y lo anexó al territorio iraquí. En salvataje de ese pequeño baluarte petrolero de Oriente, acudió una coalición de fuerzas militares dirigida por Estados Unidos que declaró la guerra a Irak y obligó a sus fuerzas a retirarse del emirato. Fue la llamada Primera Guerra del Golfo a la que Saddam bautizó como “la madre de todas las batallas”. Las dos derrotas militares de Irak, la paz forzada y sin gloria con Irán y la catastrófica huida de Kuwait, Hussein ordenó incendiar setecientos pozos de petróleo, fueron presentadas por Saddam como una victoria.
El antiguo aliado de Estados Unidos pasó entonces a ser el dictador más temible de Oriente Medio. Lo había sido desde su llegada al poder en 1979, pero ahora Saddam apeló al populismo islámico, se proclamó “servidor de Dios”, para aprovechar en su favor el flujo religioso y llegó a sugerir que se escribiese un Corán con su sangre, que sería extraída sólo para ese fin; vistió ropas de beduino mientras las cárceles se llenaban de opositores, acentuó el férreo control de la población iraquí acostumbrada ya a un régimen de terror, y llamó al mundo islámico a derrocar a todos los gobernantes “traidores a la gran nación árabe”. Irak cayó en la peor crisis económica de su historia, la ONU impuso a Irak un crudo embargo y un total aislamiento que le cerró las fronteras del comercio incluso para con el resto de las naciones árabes.
Tras los atentados al World Trade Center de New York, el entonces presidente de Estados Unidos, George W. Bush, incluyó a Irak, a Irán y a Corea del Norte en lo que llamó “el eje del mal”. Y dos años después, en marzo de 2003, bajo la sospecha del almacenamiento por parte de Saddam Hussein de un arsenal de armas químicas y de su reticencia a colaborar con los inspectores de Naciones Unidas, Estados Unidos lideró una coalición formada también por Reino Unido, Australia, España y Polonia, declaró la guerra a Irak e invadió el reino de Saddam. Fue la Segunda Guerra del Golfo.
Hussein huyó del gobierno y de Bagdad, dejó atrás sus palacios recargados de oro y sus guardias pretorianos y sus sicarios quedaron sin saber qué hacer; la administración estadounidense disolvió los restos del partido Baath que quedaban en el gobierno de Irak y se creó el Consejo de Gobierno Iraquí, un poder ejecutivo provisional y excepcional que intentó reunir a los líderes de todas las minorías étnicas del país. Al mismo tiempo, las tropas americanas se dedicaron a buscar y capturar a Hussein, al que acusaron de crímenes de guerra.
El 23 de julio de 2003, dos de los hijos de Saddam, Uday y Qusay cayeron en combate con las tropas estadounidenses cerca de Mosul. Uday, de treinta y nueve años, hijo mayor de Saddam, era conocido en Bagdad como “El carnicero” por, entre otras cosas, participar en forma activa de las terribles torturas aplicadas a los opositores al régimen de su padre. Qusay estaba señalado como un As de tréboles, su hermano era el de corazones, en el mazo de cartas de póker que Estados Unidos diseñó para identificar a los personajes más buscados del régimen. Por Saddam, Washington ofreció una recompensa de veinticinco millones de dólares. Fue le detención de uno de sus allegados, según informó luego la Casa Blanca, la que permitió llegar hasta el escondite de Saddam, una cueva debajo de una palmera.
Saddam Hussein fue juzgado por sus crímenes y condenado a muerte. Fue ahorcado el 30 de diciembre de 2006.
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