La primera vez que sucedió Sebastián tenía 13 años y ninguna duda. Recién estaba empezando la adolescencia, tenía padres amorosos y una historia -al menos en apariencia- sin secretos. Practicaba natación en el club Echesortu, en Rosario, y fue durante una competencia que otra nadadora le dijo algo que cobró sentido muchos años después: “Sos igual a un chico que va al club con nosotros”.
— ¿Y qué te pasó cuando te dijo eso?
— Nada. Absolutamente nada.
La segunda vez que sucedió fue diferente. Sebastián Juárez ya tenía 14 y había empezado a ir a bailar con sus amigos a un boliche de Rosario llamado Stadium. “Me empezó a mirar gente que no conocía. Yo pensaba ‘¿y este qué quiere que me mira tanto?’. A veces me saludaban y yo no les devolvía el saludo”, cuenta a Infobae.
Esa noche sus amigos entraron al baño y él se quedó afuera, apoyado sobre una pared. “Cuando salen veo que le dicen a otro chico que estaba apoyado en la misma pared, a unos tres metros de donde estaba yo: ‘¿Vamos Sebastián?’. El chico les puso cara, como diciendo ‘están equivocados, no soy Sebastián”. La escena no despertó sospechas sino sorpresa: los amigos, de uno y otro lado, empezaron a decir “¡Eh, veo doble!”.
Divertidos con la historia del “doble de riesgo”, Sebastián Juárez, Mariano Joison y los amigos de cada uno se pusieron a buscar coincidencias. “¿Cuántos años tenés?”, “14, ¿vos?”, “yo también”. “¿Cuándo naciste?”, “el primero de abril del 77, ¿vos?”. “Yo también, pero me anotaron el 9″, contestó Mariano.
“Vos me podrás preguntar ‘¿y cómo no te diste cuenta de que había algo raro?’. Y bueno, yo tenía 14 años y nunca había sospechado nada: hacía 14 años que era hijo de mis viejos; Mariano lo mismo. Nunca me imaginé semejante historia”, explica. “¿Viste que dicen que todos tenemos un doble en algún lugar del mundo? Bueno, para mí era mi doble, y vivía justo acá, en Rosario”.
Se habían criado a unas 30 cuadras de distancia y, ya en el secundario, empezaron a frecuentar los mismos lugares. A los 17 Mariano se puso de novio, dejaron de verse en los boliches y el tema se enfrió. A los 18, sin embargo, una segunda casualidad volvió a juntarlos.
Sebastián fue a rendir el examen para sacar el registro, rozó una valla y lo hicieron volver otro día y en otro horario: el mismo día y el mismo horario en que Mariano había ido a sacar el suyo.
“Las cosas de la vida, ¿no? Yo había ido con mi papá y él con su papá, los dos les habíamos contado ‘hay un chico igual a mí’, pero nunca lo habían visto. Me imagino a nuestros padres, habrán pensado ‘¿cómo? ¿había otro y no nos dijeron nada?’”, piensa.
Es que, para ese entonces, mediados de los ‘90, ni Sebastián ni Mariano sabían que no eran hijos biológicos de esos padres pero los padres sí sabían que aquella partera que se los había entregado en abril de 1977 nunca había dicho que estaba separando a gemelos.
Mariano lo observó durante las tres clases teóricas: seis meses después le preguntó a sus padres si era adoptado. “Se lo confirmaron”. Sebastián, en cambio, no pudo preguntar en ese momento: tenía 18, estaba “de joda”. Lo que siguieron fueron otros seis años sin preguntas, sin respuestas. “Pero a los 24 todo se resolvió en una semana. Era una señal detrás de otra”, sigue.
Era julio de 2001 y Sebastián se había anotado en un gimnasio al que, no casualmente, había empezado a ir el mejor amigo de Mariano. El joven había visto que ahí entrenaba el “doble de riesgo” de su amigo y su trabajo fue acercarse e implantarle, de a poco, el virus de la duda. “Me habló una vez, otra, hasta que un día se me quedó mirando mientras me peinaba en el vestuario y me dijo ‘loco, sos igual, te peinás igual, te reís igual, ¿vos no sospechas de nada?”.
Esa misma semana Sebastián se enteró, por otro amigo en común, de otro dato demasiado sospechoso: sí, Mariano era “adoptado”. “Eran demasiadas coincidencias pero yo tenía una barra de hielo. En mi casa, nada. Yo no había preguntado nada por miedo a que me mintieran y enojarme. Mi plan era buscarlo, hacer un ADN y volver con el resultado”.
Sebastián pidió el teléfono de Mariano, lo llamó y fue a verlo: “Cuando abrió la puerta fue como si el departamento fuera mío: la misma música, el mismo orden. Él estaba con los brazos abiertos y yo escudado mal”. Además de reírse igual, de moverse igual, tenían el mismo angioma: una marca de nacimiento entre rojiza y violácea cerca de la nuca.
“Le pregunté qué grupo sanguíneo tenía y Mariano me contestó muy seguro: ‘A positivo, igual que el tuyo. Yo tragué saliva”.
Sus partidas de nacimiento decían “abril de 1977″, por lo que el siguiente paso fue ir a Abuelas de Plaza de Mayo a comprobar si eran hijos de desaparecidos. Hubo revuelo, porque en ese entonces las Abuelas estaban buscando a un par de mellizos apropiados, y la respuesta fue “sí” y “no”.
No eran hijos de desaparecidos pero sí eran hermanos gemelos monocigotos -lo que se conoce como gemelos idénticos-, lo que significa que fueron el resultado de la fertilización de un solo óvulo que se escindió en dos.
La nueva vida
“Así me enteré de que soy adoptado, apropiado en realidad”, corrige Sebastián. El término no es exclusivo para hijos de desaparecidos sino que se extiende a la frondosa lista de casos en los que hay parteras dedicadas a la venta de bebés, dinero de por medio y partidas de nacimiento con datos falsos.
Sebastián estaba anotado como nacido el 1º de abril del 77 en la casa de su abuelo. Mariano como nacido el 9 de abril en la clínica clandestina a la que habían ido a buscarlo. En ambas partidas figura la firma de la misma partera: Beatriz Violeta Forte.
“Nuestros padres no sabían que teníamos un gemelo. Los dos nos dijeron que de haber sabido se habrían llevado a los dos. La que nos separó fue la partera, porque claro, es un negocio”, se enoja Sebastián. “Si cada kilo de carne vale, pongamos, 500.000 pesos, no le vas a sacar un millón a una sola familia por los dos kilos, le tenés que hacer precio. Entonces mejor venderlos por separado”.
Sebastián, que había sido el más reacio en el proceso, dio entonces un paso al frente y comenzó una búsqueda. “Fui a la tele, a un diario, a la radio, y nada. ¿Qué buscaba? La madre, uno busca a la madre”, explica. No porque sintiera que le faltaba una “sino porque uno busca la verdad, y es la madre biológica quien la sabe”.
Era el año 2012. Ninguno de los dos sabía que, muy cerca de sus casas, vivía una chica que sospechaba de su identidad desde que iba a la primaria.
El rompecabezas tenía otra pieza
Quien sonríe ahora del otro lado de la pantalla de zoom compartida es esa chica, que hoy es una mujer de 52 años: María Grazia Quintana, la otra protagonista de la historia, la encargada de poner en palabras la última casualidad increíble, la que, otra vez, agrandó la familia.
“Cuando yo tenía 9 años, mis viejos trajeron un bebé de Corrientes. Eso me hizo pensar que yo había llegado a sus vidas de la misma manera, de un día para el otro”. Al año siguiente, la pequeña María aprovechó un domingo en familia y les preguntó a todos por separado a qué hora había nacido. “Todos dijeron cosas distintas, nadie tenía una respuesta armada”.
Nunca volvió a hablar del tema, ni siquiera tras la insistencia de su psicólogo, cuando ya tenía 20. “Nunca pude hablar con mis padres por miedo a lastimarlos. Yo siempre sentí que no pertenecía pero no porque ellos me hicieran sentir que no era parte”.
Hasta que murió su mamá y se llevó su parte de la historia. “Yo pensaba, ‘tengo que preguntarle a mi papá', no puedo perder la única oportunidad que me queda. Pero bueno, fue más fuerte el no querer herirlo”. Su papá murió al año siguiente y se llevó otra parte de la historia.
Recién cuando los dos habían muerto todos alrededor le dijeron que sí, “que era adoptada”, hasta que su madrina le relató una escena en la que una mujer había ido hasta la granja en la que trabajaba su mamá “para decirle que había una nena y preguntarle si la quería”. El final de la escena la dejó perpleja: su mamá, “que era muy puteadora”, contestó: “Puta madre, no tengo un peso”.
“Cuando escuché eso me agarró una angustia terrible, yo había imaginado un montón de cosas, menos que me habían comprado”, dice María Grazia a Infobae.
Era agosto de 2015: cinco meses después le diagnosticaron cáncer de mama.
El siguiente año lo pasó puertas adentro, en tratamiento, sin ir a trabajar. El tiempo libre le permitió empezar a navegar por organizaciones de personas que buscan su identidad biológica y se unió a una llamada “Nuestra primera página”. En su partida de nacimiento figuraba el nombre de una obstetra que compartían otros buscadores: Margarita Fredes.
En el grupo le sugirieron hacerse el “Family Tree”, es decir, un test de ADN que se envía a Estados Unidos y cuyos resultados quedan luego en un Banco de Datos Genético. Si algún día alguien la buscaba y enviaba su muestra al mismo lugar, podía saltar el “match”.
María Grazia se compró el kit y le asignaron un día para que fuera a la clínica a hacerse el hisopado bucal: el 28 de septiembre de 2017. Ese mismo día, a la misma hora y en el mismo lugar, Mariano, uno de los gemelos, había ido a hacer lo mismo.
De esa “carambola” María se dio cuenta después del shock que la dejó en blanco varios días, porque ella también había pensado en encontrar a una madre “pero nunca había mirado hacia los costados, no había pensado en hermanos”.
Se dio cuenta después de que le avisaran que el grado de parentesco era muy estrecho, que tenía hermanos, que eran gemelos, que vivían ahí mismo, en Rosario, que querían verla. Fue en el shopping Portal Rosario, cuando María vio a Mariano por primera vez, que recordó que habían estado juntos el día del ADN. Sebastián no había ido a dejar su ADN porque, al ser gemelos idénticos, comparten todos los genes.
“¿Por qué reparé en él? Hay una sensación medio extraña que tenemos los buscadores de querer vernos en alguien”, explica ella. “Pero lo recuerdo tanto que es como si lo estuviera viendo de nuevo. Estaba parado con las manos en el bolsillo, tenía una camisita escocesa de mangas cortas, un suetercito puesto arriba. Lo veo subir las escaleras”, sonríe.
Fueron muchos años sin saber que los otros existían, de hecho, cuando se vieron por primera vez los gemelos tenían 40 años y María Grazia, 49.
“A veces te sentís reprimido para abrazar, dar un beso, porque bueno... recién nos conocemos. Pero el amor está, yo ahora sí me siento parte”, se despide ella. “Quisiera que las madres que por alguna razón entregaron a sus hijos se animen a buscar, a buscarnos. No queremos invadir sus vidas ni juzgarlas, lo único que buscamos es saber la verdad”.
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