“Imagine volver a casa cada noche y no poder contarle a su mujer, vivir con esta guillotina sobre la cabeza sin decirle a sus hijos y a su hermano. Verlos cada día en la oficina y no poder confiarles lo que pasa”. En las conversaciones con el periodista y editor de la revista New York Steve Fishman desde su celda en un correccional de Carolina del Norte, el financista Bernard Madoff parecía liberado. Para entonces, la tragedia de su familia ya era completa. Pero al menos ya no tenía nada que ocultar.
Sus propios hijos, Mark y Andrew, fueron quienes lo entregaron a las autoridades hace exactamente trece años, el 11 de diciembre de 2008, dos días después de que les revelara que el fraude piramidal que sostenía desde 1992 le había estallado en las manos dejando un agujero de US$65.000 millones. “He dejado un legado de vergüenza a mi familia y a mis nietos. Es algo con lo que cargaré el resto de mi vida. Y lo siento”, dijo al declararse culpable de la mayor estafa piramidal de la historia ante el Tribunal Federal de Manhattan.
Llevaba entonces catorce meses de arresto domiciliario en su lujoso penthouse del Upper East Side neoyorkino, pero tras la sentencia sería trasladado a una cárcel común. El hombre que había sido considerado un gurú de los mercados por ricos y famosos que le confiaron sus fortunas en los cinco continentes estaba a punto de ser condenado a 150 años de prisión. A los 70, sabía que pasaría el resto de su vida tras las rejas, pero una parte de él sentía cierto alivio: la presión constante se había vuelto intolerable. “No veía la hora de que todo saltara por los aires”, confesaría más tarde.
Lo que le había ocultado durante años a sus clientes y a su propia familia era que los beneficios que reportaba a sus clientes no salían de operaciones, sino de lo aportado por nuevos inversores: pagaba los rendimientos de los primeros con los ingresos de los nuevos. Un esquema Ponzi de manual. Para garantizar que el sistema funcionara, debían cumplirse dos condiciones. La primera era que se sumaran clientes ilimitadamente. Bernie Madoff gozaba de prestigio en los mercados bursátiles internacionales, por lo que el dinero fluía y los clientes arriesgaban sus ahorros. La segunda, era que no todos retiraran sus fondos a la vez. Pero con la explosión de la burbuja inmobiliaria provocada por la Gran Recesión, los inversores quisieron recuperar sus ahorros. Y en medio de la mayor crisis después del Crack del 29, tampoco pudo conseguir nuevos clientes. Así, se quebraron las dos reglas básicas que habían mantenido el sistema en pie durante al menos 16 años. Y junto con eso, las vidas de ahorristas en todo el mundo y la del propio Madoff.
Habían sido una familia “muy unida, una empresa familiar”, según recuerda el propio Madoff en sus conversaciones con Fishman. Se los podía ver en alguno de sus cuatro yates en las playas de Palm Beach, en su casa de verano en Montauk, en galas benéficas y jugando al golf o almorzando en los exclusivos clubs que frecuentaban Bernie y su mujer, Ruth.
Ruth: la millonaria más sola de Manhattan
Sus hijos no se conformaron con denunciarlo: no volvieron a dirigirle la palabra. Y puesta a elegir entre ellos y su marido, Ruth optó, en un principio, por su compañero de más de cinco décadas. Sin embargo, para quienes más la conocían, la mujer que había sido Ruth Madoff murió el día en que el financista fue detenido. La agonía había comenzado el 9 de diciembre de 2008, cuando el patriarca reunió a la familia para revelarle que el fraude en el que se basaba su vida de lujos se había vuelto insostenible. Puede que ya fuera una zombie el 10 de diciembre, al acompañarlo a la comida de fin de año con sus empleados en la que fingieron que todo estaba bien y que pronto se irían a pasar las fiestas a su mansión de Palm Beach. Esa misma noche, Mark y Andrew Madoff denunciaron a su padre. Después de eso, por consejo de sus abogados, tampoco volvieron a hablar con ella.
Por entonces, un artículo de The New York Times la llamó “la mujer más sola de Manhattan”. Había perdido todo: su lugar de esposa y madre perfecta, el de dama de beneficencia, su fortuna, su círculo social, su identidad. La mayoría de sus amigos habían sido estafados por su marido, y todos asumían que ella estaba implicada: Ruth era accionista de la firma de Madoff y tenía una oficina en el piso 18 del edificio Lipstick, al que solían llegar juntos. Hasta en la exclusiva peluquería de la calle 57 en la que hacía años mantenía el rubio Soft Baby Blonde con que había pasado de ser la simple Ruthie Alpern de Queens a la Sra. Bernard L. Madoff del Upper East Side de Manhattan le dijeron que no volviera. Se había convertido en una paria.
Fue también la suma de todas esas pérdidas la que la llevó a participar de un pacto suicida con Madoff en la Navidad de 2008, mientras él todavía cumplía arresto domiciliario en su penthouse neoyorkino. “No sé de quién fue la idea, pero los dos estábamos muy tristes por todo lo que había sucedido. Fue horrible y pensé: ‘No puedo soportar esto, no sé cómo voy a superar esto, ni siquiera sé si quiero intentarlo’. Entonces decidimos hacerlo. Los dos estábamos de acuerdo. No recuerdo demasiado lo que hablamos. Calculamos cuántas pastillas tomar y creo que ambos nos sentimos aliviados de dejar este lugar, fue muy impulsivo. Queríamos acabar con todo”, dijo en una entrevista en 2011. Para entonces había dejado de visitar a su marido en prisión.
Durante más de dos años se había ocupado de levantarle el ánimo al financista cada lunes, cuando se sometía a los rigurosos controles de acceso de la cárcel para los encuentros en los que seguía llamándolo “querido”, “muñequito” y “bebé”. Había tolerado la distancia de sus hijos, los esporádicos encuentros con sus nietos, y el desamparo de su casa vacía y oscura, en la que apenas si prendía las luces para ahorrar electricidad. Apenas tenía contacto con dos o tres amigas de la infancia lo suficientemente valientes como para hacer por ella lo que antes Ruth se jactaba de hacer por otros: caridad. Cuando le llevaban comida, caramelos, revistas o videos, ella les hablaba de “lo que le había pasado” a Bernie, nunca de lo que había hecho.
La prensa –que hacía guardia en la puerta de su casa y los días en que iba a ver a su marido– se enfocó en la señora Madoff: la retrataba con gorra de béisbol, con el pelo desprolijo y arrugada, porque ya no había cirujano en Nueva York que quisiera atenderla ni plata para pagar los tratamientos; una sombra de la mujer que había sido. Los titulares decían que había envejecido quince años en quince meses. Y aunque la Justicia hubiera determinado que ni ella ni sus hijos eran responsables de la estafa, la opinión pública decidió que eso era imposible, que ellos sabían, que tenían que saber, que ella no podía haber sido “tan tonta”. Lo soportó de la misma manera que, en los años de bonanza, había tolerado todas y cada una de las infidelidades de Bernie.
Pero cuando su primogénito, Mark, se ahorcó con la correa del perro en su loft del Soho a los 46 años, el 11 de diciembre de 2010, en el segundo aniversario del arresto de su padre, Ruth encontró su límite. Aquel era un último mensaje a su padre después de exponerlo públicamente como un fraude: su familia también lo era. Y Ruth tomó nota: también dejó de hablarle para siempre a su marido. Aunque ya estaba condenada a la soledad: su nuera no le permitió entrar al funeral de Mark ni ver a sus nietos, nadie la quería ahí.
Se refugió entonces en casa de su hermana, donde pasó una temporada antes de instalarse con su hijo Andrew en Old Greenwich, Connecticut, a sesenta kilómetros de Nueva York. Y aunque le costó reconstruir su relación con él, pudo acompañarlo durante los últimos meses de su batalla contra el linfoma por el que murió en septiembre de 2014, y estuvo ahí cuando presentó su libro Verdad y Consecuencias: La vida dentro de la familia Madoff. Para el menor de los hijos del financista, su enfermedad tenía un claro detonante, y no era otro que el “talentoso manipulador” que los había criado a él y su hermano mediante el bullying. “Mi ira hacia mi padre, lejos de disiparse con el tiempo, hizo metástasis”, escribió.
Después de su muerte, Ruth alquiló un modesto departamento en la ciudad en la que había hecho las paces con su hijo para poder vivir cerca de sus nietos. La mujer que fue personificada por Michelle Pfeiffer en The wizard of lies (2017) ya había llegado a un acuerdo con la fiscalía para conservar US$2.5 millones a cambio de renunciar a cualquier otra demanda sobre sus bienes y propiedades. Hacía tiempo que aquella fanática del shopping a las que sus compañeras de compras recordaban por la máxima “No elijas: ¡llevate las dos cosas!”, se había acostumbrado a contar apenas con una tarjeta de débito. La vida le había quitado mucho más que sus tarjetas Black.
El sociópata y una cadena de suicidios
Las mentiras de Bernie Madoff a su entorno más íntimo, y el peso y las dificultades de sostener sus estafas en secreto a través de los años, pusieron muchas veces en duda hasta qué punto pudieron llevarse a cabo sin su complicidad. Un nuevo libro del periodista Jim Campbell, publicado este año tras la muerte de Madoff (Madoff’s Talks: Uncovering the Untold Story Behind the Most Notorious Ponzi Scheme in History) analiza sus cartas, mails y conversaciones con amigos y familiares en busca de respuestas y llegará a Netflix a fines de 2022 o principios de 2023 en forma de documental.
Pero así como, pese a las sospechas del departamento de Justicia, los forenses y los fondos de inversión implicados, eso nunca se probó, el drama y la cadena de muertes que provocó la explosión de la burbuja personal los Madoff terminó por dar una dimensión real de hasta donde fue capaz de llegar con su narcisismo el financista. Eso era lo único de lo que estaba arrepentido en sus últimos años, en la soledad de su celda: “Yo destrocé a mi familia”, dice en su entrevista con Fishman disponible en el podcast Ponzi Supernova (2017).
Por sus otras víctimas, en cambio, jamás mostró empatía. “Dicen que soy un sociópata, pero soy una buena persona. Confesé todo lo que hice”, se excusa durante esas conversaciones Madoff, que fundó su firma en 1960 con sus ahorros como guardavidas en las playas de Long Island y un préstamo de su suegro. Según él, no fue hasta entrados los 90 cuando comenzó la estafa, que arrancó “como algo temporal”. Había tenido malos resultados en unas inversiones y usó el capital de sus nuevos clientes para cubrir el faltante y repartirlo como rendimiento.
Cuando todo se descubrió, también aprendió a repartir las culpas: “Los bancos y los fondos tenían que saber que había un problema, porque yo nunca les dije de dónde sacaba los beneficios. Me negaba y les decía que si no les gustaba se llevaran su plata, pero obviamente no hacían”.
El 22 de diciembre de 2008, apenas una semana y media después de destaparse el fraude, Thierry de Villehuchet, un aristócrata francés de 65 años, y fundador de la gestora Access International, se cortó las venas en su oficina de Nueva York. Había perdido entre US$1.500 y 2.000 millones con la estafa de Madoff: su dinero y el de sus clientes. Creyó en las promesas de grandes retornos y le confió el 75% de su cartera. Liliane Bettencourt, la heredera del imperio L’Oréal y quien fuera la mujer más rica del mundo, había puesto parte de su fortuna en manos de Villehuchet: terminó por ser una de las estafadas por Madoff.
Dos meses más tarde, el suicidio del veterano de guerra inglés William Foxton, mostraba la diversidad del drama de los damnificados. Foxton era un Oficial de la Orden del Imperio Británico que había perdido los ahorros de su familia en el entramado de Madoff. Se pegó un tiro en la cabeza en un parque cercano a su vivienda de Southampton. “Quiero que vea que ha muerto gente por lo que ha hecho”, dijo su hijo en una entrevista con la cadena ABC.
Madoff, sin embargo, armó su propia verdad para vivir con eso. Era lo que había hecho siempre. “Me venían a buscar para invertir conmigo, porque conmigo hacían plata –se jactó desde la cárcel–. Yo les decía que no invirtieran más de lo que podían permitirse perder: ‘Esto es la bolsa, puede fallar. Yo mismo puedo hacer algo estúpido’. Todos lo entendían, pero todos son codiciosos. No es una excusa, pero eso es lo que pasó”.
Aunque en el momento de su sentencia Madoff dijo que lo sentía, el periodista que más lo conoció, Fishman, piensa que quien fuera presidente del Nasdaq mantuvo “una relación equívoca con el remordimiento”. “Su posición es que ayudó a mucha gente a hacer mucho dinero y que terminó siendo atrapado por ellos –dijo el periodista a MarketWatch–. Si siente culpa es por haber destruido su carrera y a su familia, no por el destino de sus víctimas”.
A diferencia de Ruth, Madoff vivió casi hasta sus últimos meses bastante a gusto en prisión. “Desearía que me hubiesen atrapado antes”, se lo escucha decir en Ponzi Supernova. Según Fishman, eso no solo tenía que ver con el alivio de ya no tener que ocultar el fraude, sino con el trato que le daban los otros internos. “Era una estrella en la cárcel. Robó más dinero que nadie en la historia y, para otros ladrones, eso lo convertía en un héroe: hasta le pedían consejos financieros”, dice.
Llegó a comprar todo el stock de chocolate de taza del penal para monopolizarlo y especular con el precio. “Si querías chocolate caliente, tenías que pasar por Bernie”, cuenta Fishman. El hombre que había inventado un imperio con solo 500 dólares, había encontrado la forma de recrear el juego del mercado incluso tras las rejas. Esta vez sin riesgo de ser detenido, aunque en alguna oportunidad terminó en la enfermería tras una pelea a golpes con un compañero que tal vez no se quedó conforme con su ganancia. La ley de la cárcel.
Murió el 14 de abril de este año, quince días antes de cumplir 83 años y víctima de una falla renal irreversible por la que cumplía su condena en una unidad hospitalaria. En febrero de 2020, ya terminal, había pedido pasar sus últimos meses en prisión domiciliaria. La Justicia se lo negó: era una compasión que el mayor estafador de la historia no había tenido por sus víctimas.
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