El infierno puede llamarse hogar.
Para demostrarlo hay muchas historias, pero pocas tan pavorosas como la del pequeño Adrian Jones, de 7 años, donde todas las alertas fueron desoídas.
Mientras las autoridades de los servicios sociales pecaban de desidia, su padre y su madrastra convertían su vida en un calvario cotidiano. Terminó sus días indefenso, acorralado en esa Casa del Horror.
Contaremos su historia intentando evitar los adjetivos. No se necesitan. Los hechos hablan solos y muchos lectores no podrán, siquiera, terminar de leer esta nota.
Errores encadenados
Adrian nació el 15 de mayo de 2008, en Kansas, Estados Unidos. Era el quinto hijo para su madre Dainna Pearse y el segundo de los tres que tuvo con Michael Jones, un agente de finanzas. Dainna, era una madre ausente, por ello la que siempre se ocupó de Adrian fue su medio hermana Kiki, la mayor de las hijas de Dainna. Cuando el pequeño cumplió dos años, en 2010, la pareja se divorció. Dainna continuó con su vida despreocupada y Kiki, haciéndose cargo de todo. Los chicos faltaban tanto al colegio que los directores del establecimiento llamaron al Servicio de Minoridad y Familia de Kansas. Querían saber qué pasaba en la familia. Lo que comprobaron fue un gran estado de abandono. Eso convenció a las autoridades de Minoridad: debían mudar a los menores y quitarle la tenencia a la madre.
Buscaron una alternativa para que los tres pequeños estuvieran mejor cuidados. Su padre, Michael Jones, que se había vuelto a casar y tenía más hijos, pidió la custodia. Parecía la solución. Las autoridades fueron, entonces, a buscar a Adrian y a sus dos hermanas a la casa donde vivían en Lawrence. Los tres fueron enviados con Michael, su mujer, Heather, y las cuatro hijas de la pareja. Se convirtieron en una familia numerosa. De los siete hermanos, la mayor tenía 11 años y la menor un año y medio. Adrian era el único varón.
Por supuesto, las autoridades no sabían ciertas intimidades. Como que Heather era adicta a las drogas, que Michael era violento y que la vivienda estaba llena de armas.
En el año 2011 Adrian fue registrado, por primera vez, en un hospital. Tenía los ojos en compota y moretones por todo el cuerpo. Los Servicios Sociales de Kansas se hicieron cargo del caso, pero Michael Jones apuntó a Heather por el maltrato y les aseguró que ya se había separado de su mujer. La familia fue derivada a terapia psicológica. Por supuesto, Michael había mentido y Heather continuaba con ellos.
En el 2012, la familia se mudó a Missouri y los trabajadores sociales de Kansas perdieron su rastro. Esta vez, ninguno de los chicos fue anotado en el colegio, los Jones habían optado por educarlos en casa.
Los problemas siguieron. En julio de 2013, en una entrevista con los servicios sociales del estado norteamericano de Missouri, Adrian, con 5 años, reveló: “Papi me patea (...) Me golpea tan fuerte en la cabeza que un pedazo de hueso se salió (...) me da trompadas en el estómago y mamá me sigue tirando de las orejas y me duele mucho (...) Me encierran en mi cuarto. Y tengo que dormir sin almohada y sin manta”. Contó, además, que no le daban de comer.
Los hechos fueron reportados, pero los médicos no encontraron, por lo menos en ese momento, signos de abuso.
Después de esto, la familia dejó de responder los llamados de los servicios sociales de ese estado y se mudó nuevamente a Kansas donde alquilaron una casa en una propiedad aislada, sin vecinos. Los Jones habían aprendido cómo eludir la vigilancia de las autoridades. El maltrato hacia Adrián aquí no tendría testigos.
Michael Jones, en esos meses, llamó a la abuela materna del pequeño, Judy Conway, y le dijo que el niño había sido internado en un psiquiátrico porque tenía “tendencias pedófilas y depredadoras”. Pero no le quiso decir dónde estaban viviendo y le cortó abruptamente el teléfono. Judy llamó al Departamento de Servicios Sociales en dos oportunidades. Pero no consiguió mucho. Según publicó el medio Dailymail.com, la babysitter que cuidaba a los siete hermanos, también se había mostrado preocupada por las condiciones en las que veía a los menores y se había comunicado con las autoridades: dijo que vivían rodeados de ropa sucia, envoltorios de comida y heces de ratones. Los funcionarios de Kansas tuvieron no menos de diez llamados de alerta. Incluso de algunas personas que habían visto a Heather golpear a los chicos. Estos aseguraron haber investigado las denuncias de posibles abusos, pero el resultado fue la inacción. Las alarmas no funcionaron de manera correcta. Los reportes quedaron en un limbo entre las fronteras estatales de Missouri y Kansas... y la burocracia olvidó al pequeño Adrian.
Sin colegio, ni maestras o compañeros como testigos, sin vecinos, Adrian estaba solo en su infierno.
Sus hermanas tampoco podían ayudar... ¿Qué podrían decir? ¿Temían ser las próximas?
El horror en la nube
El miércoles 25 de noviembre de 2015, la policía recibió un llamado desde una casa en la calle 99 Norte, al 5200, en Piper, Kansas. Era por violencia doméstica. Según Heather Jones, su marido Michael le había disparado con un arma mientras tenía a uno de sus hijos en brazos.
Al llegar, los agentes fueron recibidos por la nerviosa mujer que aprovechó la circunstancia para pedirles que revisaran la propiedad a ver si encontraban los restos de un niño. Atónitos, los oficiales comenzaron la búsqueda. La casa era un asco. Observaron agujeros de balazos en las paredes y, en el suelo, había de todo: jeringas, videos pornográficos, lauchas muertas, veneno para ratas y basura de todo tipo. Descubrieron, además, que tenían instaladas 32 cámaras de vigilancia. De Adrian, ni noticias. Salieron al exterior de la vivienda y en al fondo del terreno encontraron un establo y un corral con cerdos.
En ese corral hallaron lo que parecían restos de un pequeño cuerpo. Era todo lo que quedaba de Adrian.
La pareja fue inmediatamente arrestada y Heather intentó culpar de todo a Michael.
Cuando la abuela de Adrian, Judy, recibió la llamada de la policía para contarle sobre el destino de su nieto, entró en shock: “El detective me dijo que habían encontrado su cuerpo y que... se lo habían tirado a los cerdos para alimentarlos. Enloquecí, yo había pedido que viviera conmigo... Solo querría verlos (se refiere al padre y a la madrastra) condenados a muerte. Pero sé que eso no arreglaría nada. No traería a Adrian de vuelta”.
Desconsolada, dijo que había pedido llevarlo a vivir con ella, pero que nadie le prestó suficiente atención.
Apenas fue detenida, Heather llamó a Jen Hoevers, la dueña de la propiedad que alquilaban. Le pidió un favor inmenso: que bajara y guardara las fotos de sus hijas, no quería que fueran borradas. Para ello, le dio acceso a su cuenta de Apple en la nube y a su Facebook. Jen le prometió que lo haría y, rápidamente, entró a las cuentas de su inquilina. Deslizó su mousse y accedió al horror. Las imágenes que vio la persiguen hasta hoy: “Ella quería que entrara y rescatara fotos de los chicos, para que no se perdieran. Al acceder encontré fotos sobre todos los abusos a Adrian”.
La casa entera estaba monitoreada con cámaras que filmaban las 24 horas al día. Cada habitación estaba vigilada. Michael y Heather grababan absolutamente todo. Cada movimiento de Adrian estaba ahí.
Los videos y fotos documentaban al detalle el deterioro progresivo de la salud del pequeño y las torturas a las que había sido sometido.
Las imágenes del horror
En orden cronológico todo comienza con el pequeño regordete y saludable. Las primeras torturas consisten en tenerlo parado durante horas fuera de la casa, con sus manos en alto por sobre su cabeza, sometido al viento frío del invierno. Adrian, enfundado en su pijama, tiembla sin parar. Otras, lo muestran atado a una mesa con los ojos vendados. En un video, alguien que no puede identificarse, le abre un tajo en la cara con un golpe de un palo de escoba. Ya Adrian tiene los tobillos inflamados, enormes, debajo de unas piernas flacuchas. Uno de sus brazos también está hinchado, parece el doble de su tamaño natural.
Con el paso de los meses la transformación de Adrian es evidente. Se ha convertido en una delgada y temerosa sombra gris, malnutrida y desfigurada por los golpes.
Los registros continúan. Lo muestran esposado de pies y manos, intentando usar su boca hambreada para comer algo de un inmundo bowl. En ese tramo del filme se escucha a Heather, con voz firme, hablarle a una de sus hijas que está fuera de cámara: le cuenta que Adrian está comiendo una salsa de manzana “sucia con insectos”. A veces, lo dejan toda la noche sumergido, hasta el cuello, en el agua podrida y helada de la pileta. Otras, le aplican durante veinte segundos una pistola paralizante.
Heather lo odia.
En las fotos, se ve cada vez más flaco, lastimado, con los dientes destruidos y los ojos hundidos.
Durante los últimos meses de su vida ya no lo llaman por su nombre. Heather y Michael empiezan a decirle: “El Chico”. El Chico esto, el Chico aquello. Para ellos, Adrian es una cosa. Una bolsa de huesos donde descargar su furia.
Al final de sus días, está tan debilitado y dolorido que los Jones se cansan. Lo recluyen dentro de un baño, en el cubículo de azulejos blancos de la ducha, desnudo y atado a una silla. Lo abandonan sin agua ni alimentos. Sus hermanas lo escuchan gritar, cada tanto: “¡Voy a morirme!”. Heather le responde: “Chupala”.
El 28 de septiembre de 2015, Adrian muere. Lo dejan en el baño. Pasados unos días del fallecimiento, Michael Jones va a comprar varios cerdos. Los ponen en el corral y no los alimentan con nada.
Cumplidas dos semanas de la muerte de Adrian, cuando el hedor que escapa del baño ya es insoportable, sacan su maltratado cuerpo y lo arrojan a los cerdos hambrientos.
En la nube también hay fotos de los animales.
Raid en las redes
Jen guardó los videos e imágenes de las torturas en un álbum al que etiquetó: “La Casa del Horror” y corrió con la evidencia a la policía.
En Facebook, ella también había descubierto diálogos donde Heather se burlaba de Adrian y mostraba fotos de extrañas marcas en su cuerpo: “Parecían marcas de pistolas Taser. Además, tenía hinchados los tobillos y las muñecas, donde había sido atado a la pared y sujetado a la mesa”, contó.
La policía armó una línea de tiempo con los videos y comprobaron que las torturas se habían prolongado a lo largo de nueve meses como mínimo. A la pareja no le había alcanzado con las grabaciones. Heather también había dejado el abuso por escrito. Había notas posteadas desde 2012. El 24 de diciembre de 2014, la última Navidad de Adrian, ella escribió en las redes: “Desafortunadamente, no puedo dispararle, pero intentaré sacarle toda la mierda hasta que me sienta mejor” y, unos días después, bromeó diciendo que ella podría “darle a los cerdos un cuerpo”.
Todo estaba ahí. Solo que alguien, algún testigo de la locura, tendría que haber hecho algo. Pero esto no ocurrió.
El silencio cómplice
Si los Jones lo contaban tan abiertamente y subían posteos a las redes… ¿cómo es que nadie hizo nada antes? ¿Por qué Adrian no fue salvado? El silencio cómplice de los testigos callados, como ausentes, terminó de hacer posible el feroz (acá me tomo la licencia de adjetivar) crimen.
Judy Conway era la que estaba más preocupada. Llevaba meses sin poder ver a sus nietos. No podía contactarlos y por eso es que se había comunicado con las autoridades, pero cuando le pidieron que contara si había abusos, ella admitió que no podía afirmarlo. “No sabía lo que estaba ocurriendo”, aclaró horrorizada.
Lo que más la tortura es recordar la última vez que vio a su nieto nueve meses antes de su muerte: “Estaba por irme y él no se soltaba de mi pierna. Me arrodillé y le dije que lo quería. Él me dijo, también, que me amaba y que quería ir conmigo. Volví a decirle que lo quería y que siempre iba estar ahí para él cuando me necesitara”. Una promesa que no pudo cumplir y que le martilla el cerebro cuando quiere conciliar el sueño: “Me pregunto cuántas veces habrá pensado por qué no lo iba a buscar… Eso me rompe el corazón, porque él dejó este mundo pensando que no era amado. Yo lo amaba”.
Algo más: en la casa, en ese período de torturas, vivió un tío paterno de Adrian llamado Flowers. Es imposible que este hombre de 58 años no supiera nada. Flowers no quiso hablar. No fue imputado por ningún delito, bajo la ley de Kansas no estaba obligado a decir lo que pasaba.
El detective Mark Bundy, uno de los investigadores del caso, dijo al medio The Kansas City Star que la pareja se movía de lugar constantemente para evitar las evaluaciones y que el abuso fuera detectado. Lo cierto es que si las autoridades, aquel año 2013, hubieran retirado a Adrian de la casa, nada de esto hubiera sucedido.
Sobre sus hermanas solamente trascendió que fueron rescatadas.
Sentencia a la maldad
El sadismo de la pareja quedó demostrado en los dos juicios que se llevaron a cabo. Y el caso llevó a poner en tela de juicio la escolarización hogareña. Según los especialistas, esa modalidad invisibiliza a los menores.
Durante su sentencia, Michael Jones, evitó mirar a los ojos a su ex mujer Dainna, a su ex suegra y a la medio hermana mayor de Adrian, Kiki. Cuando subieron al estrado, el acusado dio vuelta su silla para no verlas, pero no pudo dejar de escuchar sus palabras. Dainna le dijo: “Rezo porque tengas una vida larga y torturada en la cárcel”. Por su parte Kiki, de 21 años, le enrostró: “No te merecés una segunda oportunidad. No merecés volver a ver el sol en libertad”.
Heather (31) y Michael Jones (46) se declararon culpables de homicidio en primer grado para no recibir una sentencia más extensa. Fueron condenados a prisión perpetua y podrán ser liberados bajo palabra una vez cumplidos 25 años de cárcel.
Nada se equipara a los 275 días de prisión que sufrió Adrian dentro de las paredes de su propio hogar.
Le fallaron todos: sus padres, los asistentes sociales y el resto de los seres humanos con los que se fue encontrando en su breve camino y les pidió ayuda.
El milagro de la salvación, jamás llegó.
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