El 27 de marzo de 1995, Maurizio Gucci, el último heredero de la dinastía italiana en dirigir la marca de lujo, fue asesinado por un sicario en las escalinatas de su oficina de Milán. Apenas había llegado a cruzar la calle y saludar al portero del edificio de la via Palestro, a metros del distrito de moda, cuando recibió los tres tiros fatales por la espalda. Llevaba un impecable traje y mocasines con el clásico monograma de la doble G. Tenía 46 años y hacía dos que había vendido su participación en la firma fundada por su abuelo Guccio a una financiera árabe, tras una amarga disputa familiar.
Hubo pocos miembros del clan en su funeral. En los videos de ese día se ve su ex esposa, Patrizia Reggiani Martinelli, rodeada por las hijas de la pareja, Alessandra y Allegra, de riguroso luto. Conmovida, quien aún era conocida como “Lady Gucci”, corre su velo de tul para secarse las lágrimas. Pocos sospecharon entonces que tres años más tarde, en 1998, Reggiani sería sentenciada a 29 años de prisión por mandar a matar a su ex marido. La prensa comenzaría a llamarla entonces “la Viuda Negra”.
El “delitto Gucci”, que resurgió con el estreno del film de Ridley Scott, en el que Lady Gaga toma el rol de Lady Gucci, y Adam Driver el del millonario asesinado, tuvo desde el principio todos los elementos para intrigar a la sociedad italiana. Es, como dice el subtítulo del aclamado libro de Sara Gay Forden en el que se basa la película –The House of Gucci–, una sensacional historia de crimen, locura, glamour y codicia. Pero, sobre todo, es una de esas tragedias que comienzan como un cuento de hadas.
Después del estreno, el clan Gucci se mostró indignado con la película, la criticaron con dureza y dejaron entrever que podrían tomar acciones legales. “La producción de la película no se molestó en consultar a los herederos antes de calificar a Aldo Gucci y a los miembros de la familia Gucci como delincuentes, ignorantes e insensibles al mundo que los rodea, dando a los protagonistas y hechos un tono y una actitud que nunca les perteneció”, señalaron en un comunicado. Sin embargo, el film ya comenzó su propio camino en los cines del mundo, incluida la Argentina.
Amor a primera vista
“¿Quién es esa diosa del vestido rojo que se parece a Elizabeth Taylor?”. Maurizio Gucci se conmovió en cuanto vio los ojos violetas de Patrizia Reggiani en una fiesta a fines de los años 60. A ella no le importó que él fuera el codiciado heredero de un imperio de moda: “Me miraba como un pez herido, se enamoró perdidamente de mí. Pero yo era la reina de Milán, conmigo tenía que ir despacio”, contaría mucho después a The New York Times.
Eran muy diferentes. Nacida en las afueras de Milán, Patrizia era hija de una mesera casada con un hombre mucho mayor que había hecho una fortuna en el negocio del transporte. No pertenecían a la alta sociedad, pero eran ricos, y el padre la malcriaba con abrigos de piel, joyas y autos de lujo. A los 20 años, había logrado hacerse camino en los circuitos de elite gracias a su belleza, estilo y, por supuesto, a su dinero. Para Rodolfo, el padre de Maurizio, ninguna de esas credenciales alcanzaba para aceptar a Reggiani como la novia –y mucho menos la mujer– de su único hijo. La consideraba una trepadora.
“Yo era excitante y distinta’', recordó Reggiani en una entrevista con The Guardian. Los Gucci venían de Florencia, por lo que Maurizio era un outsider en Milán. Su madre había muerto cuando él tenía cinco años, y su padre siempre lo había sobreprotegido: en esos primeros tiempos con Patrizia, dice ella, se sentía libre. “Al principio no pensaba mucho en él. Me parecía un chico tímido con los dientes torcidos”. Ella tenía otros pretendientes, pero él la persiguió con paciencia y millones a su disposición para conquistarla. Tan acostumbrada estaba Patrizia a exhibir su riqueza, que cuando su novio fue a buscarla a su casa en un auto económico, le pareció un perdedor.
La hoy viuda negra es famosa por haber dicho alguna vez: “Prefiero llorar en un Rolls-Royce que ser feliz en una bicicleta”. Con ella, Maurizio aprendió el lujo ostentoso del que hicieron una marca propia.
Se casaron en 1972, cuando ambos tenían 24 años, y contra la opinión de los Gucci. Rodolfo se ablandaría finalmente con la llegada de su primera nieta, Alessandra. Fue Patrizia quien medió entonces para que el patriarca asistiera al bautismo y pudiera ver que ella “realmente amaba a Maurizio”. De nuevo cerca de su hijo, le compró varias propiedades a la pareja, incluyendo un penthouse de 840 m2 en la Olympic Tower de New York, sobre la Quinta Avenida. Muchas décadas antes de “Brangelina”, “Kimye” y “Bennifer”, los Gucci se paseaban por Manhattan con un auto en cuya patente se leía: “Mauizia”. Eran una dupla poderosa, “un equipo”, como recuerda la propia Reggiani.
Incluso para los extravagantes años 70, el suntuoso nivel de vida del joven matrimonio sorprendía a la prensa. De su penthouse neoyorquino a su refugio alpino en el exclusivo centro de ski St. Moritz; de su paradisíaca villa en Acapulco, a su chacra rural en Connecticut, o a cualquiera de sus islas privadas alrededor del mundo, a bordo de su velero de madera de 64 metros de eslora, el Creole. El barco en el que pasaron su luna de miel Juan Carlos y Sofía de España en 1962, fue un emblema del poderío de la pareja: Maurizio se lo compró al millonario griego Stavros Niarchos para festejar la llegada de su segunda hija, Allegra.
Eran años en los que Patrizia gastaba más de US$10.000 por mes solo en orquídeas. Los Gucci eran famosos por sus fiestas temáticas de un color, en las que la ropa, la decoración y hasta la comida eran monocromáticas y solían tener entre sus invitados a su amiga Jackie Onassis.
“Nos divertíamos mucho –dijo Reggiani a The Guardian–. Éramos una pareja espectacular, y teníamos una vida espectacular”. La viuda negra se quebró al recordar esas fiestas en las que su tono favorito era el naranja: “Todavía duele pensar en eso”.
“¿No habrá alguno con el coraje de matar a mi marido?”
Pero, según Reggiani, el encantamiento se rompió de repente con la muerte de Rodolfo Gucci, en 1983. Maurizio, que había comenzado a trabajar en la compañía a los 15 años, había heredado el 50%, y comenzó a actuar “como si ya no tuviera que cuidar de nada ni de nadie. Se volvió loco. Hasta ese momento yo lo asesoraba sobre todos los asuntos de la marca. Pero ahora quería ser el mejor, y dejó de escucharme.”
En 1985, el heredero del clan Gucci le dijo a su mujer que se iba a un viaje corto de negocios a Florencia y nunca regresó. Después de trece años de matrimonio, había empezado una relación con una mujer más joven y –se quejó ella en el programa italiano Storie Maledette– ni siquiera tuvo el valor de decírselo a su esposa, que se enteró por el médico de la familia que él no volvería.
Con dos hijas chiquitas (“Aunque siempre tuviera una niñera, claro”), Patrizia se llenó de resentimiento: “No podía creer que ya tuviera las valijas listas”, dijo al Corriere della Sera. Pero aunque se separaron, la familia estaba primero: ella seguiría siendo Lady Gucci.
La batalla legal llevó casi una década hasta 1991, cuando firmaron el divorcio. Como parte del acuerdo ella mantuvo la custodia de Alessandra y Allegra y el equivalente a 1.000.000 de euros anuales. Pero Patrizia no estaba conforme. Le molestaba como su ex manejaba la firma y que la hubiera hecho a un lado de un imperio que consideraba suyo. En un reportaje de la época recuerda con amargura que Maurizio le dijo: “¿Sabés por qué falló nuestro matrimonio? Porque creíste que eras la presidenta, y hay un solo presidente”.
La marca Gucci había perdido prestigio por sobrevender la licencia de su célebre monograma y producir en masa sus carteras de lona. Maurizio planeaba recuperar la gloria apostando otra vez a la marroquinería artesanal con la que su abuelo Guccio había hecho historia en la moda desde 1922. Los mocasines, carteras y guantes de la doble G habían llegado a ser tan icónicos, que para su casamiento con Grace Kelly en 1956, Rainiero de Mónaco le regaló guantes de Gucci a todas las invitadas.
Durante años, Maurizio complotó contra su tío Aldo y sus primos, para quedarse con su mitad de las acciones, hasta que lo logró con la ayuda de la financiera árabe Investcorp. Pero aunque tomó la acertada decisión de contratar al diseñador Tom Ford, que al frente de la dirección creativa, con el tiempo le devolvería a Gucci un glamour impensado, jamás llegó a verlo. Reggiani tenía razón en que, como presidente, Maurizio era un pésimo administrador y no ganaba lo suficiente como para ejecutar sus ideas. Con su fortuna personal tambaleando, en 1993 se vio obligado a venderle la totalidad de la marca a Investcorp por unos US$200 millones de dólares. El legado familiar en la moda había terminado.
“Estaba enojada con él por muchas razones en esa época –le dijo Reggiani a The Guardian–. Pero sobre todo, por esto. Perder el negocio familiar. Eso era estúpido. Eso era un gran error. Estaba llena de ira y no había nada que pudiera hacer”. Un año antes, en 1992, había sido diagnosticada con un tumor cerebral y el padre de sus hijas no le había ofrecido apoyo alguno al atravesar esa riesgosa cirugía. Pero vender su marca era aún peor: “No debió hacerme eso.”
Otra cosa perturbaba a Patrizia: su ex marido tenía una nueva mujer, Paola Franchi. Hacía cinco años que vivía con ella y su hijo Charly, de once, la mañana en que fue asesinado. Se movían entre el chalet de St. Moritz y el opulento penthouse de Corso Venezia, en Milán. Se dejaban ver juntos en sus paseos por el Mediterráneo en el Creole, el que había sido el velero preferido de Reggiani y el escenario de sus mejores fiestas. Fueron tiempos de peleas y acusaciones. En una conversación telefónica que se reveló durante el juicio, ella le dice: “Llegaste al límite de que te desprecien tus hijas, que ya no quieren verte para olvidar el trauma. Sos un grano deforme, un apéndice doloroso que queremos olvidar. Para vos, el infierno está por venir”.
Cuando supo que Maurizio tenía la intención de volver a casarse, empezó a pensar en matarlo. No toleraba la idea de que hubiera otra Lady Gucci. En diálogo con el Corriere, relata con candidez: “Le preguntaba a todo el mundo, hasta al carnicero: ‘¿No habrá alguno con el coraje de matar a mi marido?’”.
Y entonces, la mujer que pasó 18 años en la cárcel, explica: “Yo tengo un solo defecto, no sé ni mirar una pistola: no lo podía hacer sola”. Así fue como entró en escena la vidente napolitana Pina Auriemma, a quien Patrizia había conocido en la isla de Ischia veinte años antes, y que fue quien se encargó de contactar a los otros tres hombres condenados por el crimen: el albañil Benedetto Ceraulo (autor material); Orazio Cicala, un jugador compulsivo devastado por las deudas (ayudante del sicario), e Ivano Savioni, conserje de un albergue transitorio y organizador.
“Mis joyas y mi tapado van donde vaya yo”
Pero Maurizio tenía muchos enemigos, y en un primer momento la policía sospechó que su asesinato debía estar conectado con sus disputas con el resto del clan o con sus últimos negocios, como el casino en Suiza en el que planeaba invertir una importante suma. Patrizia ni siquiera escondía su despecho. Apenas unos meses después de su muerte, le dijo a Vanity Fair que su ex marido había sido “una simple cosa llamada Gucci a la que había que lavar y vestir. Un débil”.
Un día después del asesinato, Paola Franchi recibió una orden de desalojo de Reggiani para abandonar de inmediato el penthouse que compartía con Maurizio. Franchi notó con horror que estaba fechada el 27 de marzo a las 11am, menos de tres horas después de la muerte de Gucci. Patrizia se mudó con sus hijas al departamento de Corso Venezia en donde vivió durante los dos años que siguieron, hasta que uno de sus cómplices se jactó del crimen ante la persona equivocada.
En la madrugada del 31 de enero de 1997, después de dos años, y una operación encubierta digna de su destino cinematográfico, la policía de Lombardía detuvo a la viuda Gucci. Todo indicaba que el crimen que había sacudido a la alta sociedad de Milán iba a transformarse en otro caso sin resolver (“No pensaba que me iban a descubrir”, confiesa ella en el documental Lady Gucci: La storia di Patrizia Reggiani).
Cuando los investigadores le preguntaron si sabía por qué la estaban arrestando, ella respondió con frialdad: “Sí, por el homicidio de mi marido”. Antes de salir, agarró todas sus joyas y se puso un tapado de piel. Un detective le aconsejó que no los llevara a la cárcel, pero ella insistió: “Mis joyas y mi tapado van donde vaya yo”.
Sus abogados no negaron que Reggiani hablara con frecuencia de su deseo de ver muerto a su ex: se lo había dicho a todos los que quisieran escucharla. Lo que buscaron fue incriminar a la maga Pina por haberle dado lugar a la obsesión de su amiga contratando a los sicarios. Sin embargo, a la evidencia en contra de la viuda se sumaba incluso una entrada en su diario del día del asesinato de Gucci con la palabra: “Paradeisos”, que en griego significa “paraíso.” En otra página se leía: “No hay crimen que el dinero no pueda comprar”.
En el juicio no hubo miembros de la familia Gucci. Enfrentado con todos sus parientes, la memoria de Maurizio no fue reivindicada por el clan. “Todos los varones Gucci son iguales: amorales –dijo por entonces al New York Times Jennifer Gucci, ex de su primo Paolo–. Son playboys multimillonarios, y nadie tiene demasiada compasión por ellos”.
“Lo maté porque me irritaba”
Patrizia fue sentenciada en 1998, y cumplió casi 18 años de su condena en el penal de San Victor. “Lo llamo Victor’s Residence –dice hoy, a los 72, cuando volvió a ser noticia porque la interpretó Lady Gaga–. Para mi fueron años de mucha paz: dormía, me bañaba, bajaba al jardín y tenía un tratamiento especial”. Entre sus privilegios, le permitieron tener una mascota, su hurón Bambi –que murió cuando otra reclusa se sentó sobre él–, y cuidar de sus plantas. Se sentía tan bien, que rechazó su primera oferta de libertad condicional, en 2011, porque le exigía tener un empleo. La sola idea la horrorizaba: “Nunca trabajé en mi vida y no tengo intenciones de empezar ahora”, le dijo a su abogado.
En 2014 cambió de opinión y aceptó un trabajo como estilista en la firma de joyería milanesa Bozart. Era un oficio que podía hacer con naturalidad y que sentía a su altura: combinar joyas con ropa y supervisar el diseño de una línea de carteras. En su primer día de trabajo, los paparazzi la sorprendieron con una pregunta: “¿Por qué contrató a un sicario para que matara a Maurizio? ¿Por qué no le disparó usted misma?” La Liz Taylor italiana siempre había sostenido su inocencia –y que su amiga la había engañado–, pero esa vez las cámaras la encontraron temeraria y burlona: “Mi vista no es tan buena. No quería fallar”.
Dejó el trabajo al recuperar la libertad, en 2016. No lo necesita: aunque sus hijas no le hablan y apelaron la medida en la Corte, son ellas, como herederas de Maurizio, quienes deben pagarle 1 millón de euros anuales, de acuerdo con lo acordado en el juicio de divorcio. También otros 18 millones por cada año que pasó en prisión.
Tras la muerte de su madre, y sin contacto con sus hijas –ni siquiera conoce a sus nietos– Reggiani vive sola con su papagayo y su perrito blanco, rodeada de algunos colaboradores que la ayudan a gestionar su patrimonio. Tiene la conciencia tranquila: “Pagué lo que debía por haber mandado a matar a mi ex marido. Ni más ni menos”. Detrás de los enormes anteojos de sol, algunos suelen reconocerla por sus joyas ostentosas y el exótico pájaro sobre el hombro, de compras en la Via Montenapoleone, la Quinta Avenida de Milán.
En raid de entrevistas con los medios italianos, dijo con respecto a la película que no le agrada revolver el pasado: “Tengo dos hijas, no me gusta que revivan lo de su padre. También me hubiera gustado que Lady Gaga viniera a conocerme. No tiene nada que ver con el dinero, porque no le hubiera cobrado ni un centavo. Pero es lo que hacen los buenos actores para componer un personaje. Lo digo con toda la simpatía que tengo por ella”.
Por estos días también aseguró que, aunque no se arrepintió de lo que hizo, Gucci fue su único amor verdadero: “Si volviera a verlo le diría que lo amo, porque es la persona que más me importó en la vida”. ¿Qué respondería él? “Yo creo que diría que el sentimiento no era correspondido”, dice quien, sin embargo, sostuvo ante el Corriere della Sera que no hubo odio: “Yo no odiaba a Maurizio, nunca lo odié. Era irritación. Él me irritaba”.
–¿Entonces lo mató porque la irritaba?
–Eso es lo que dije.
Durante mucho tiempo, la marca Gucci, hoy parte del conglomerado de lujo francés Kering, evitó cualquier mención al escándalo. Sin embargo, para la película de Scott, la propia firma colaboró con las réplicas del vestuario.
“Las teorías sobre las razones por las que Reggiani mató a Gucci siempre fueron estereotípicas”, opina Giusi Ferrè, un veterano crítico cultural y de moda milanés que siguió el caso. Estaba celosa de la nueva novia de Maurizio, quería su dinero, temía perder la herencia, estaba amargada porque la había dejado de lado, estaba loca... Si hay un poco de verdad en cada una, dice, había algo mucho más profundo: “Todo aquello en lo que se apoyaba Patrizia era en ser una Gucci: era su identidad, incluso como ex mujer. Se enfureció cuando él vendió la marca”.
En 2014, Reggiani le dijo al diario La Repubblica que ahora que iba a estar libre y disponible de nuevo, esperaba que la firma la llamara: “Me necesitan. Yo todavía me siento una Gucci; de hecho, soy la más Gucci de todos.”
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