La idea, dicen, se le ocurrió mirando como sus dos hijas daban vueltas en una calesita. Comía, aburrido, maní de una bolsita cuando pensó que alguien debía hacer un parque de diversiones en el que no sólo los chicos la pasaran bien. Un lugar en el que padres e hijos se divirtieran. De inmediato, pensó también, que el único que podía llevar a cabo eso era él, Walt Disney.
Para ese entonces, Walt Disney ya había revolucionado el mundo del cine, de la animación y del entretenimiento infantil en general. Había creado a Mickey Mouse, realizado los primeros largos de animación y había conseguido que sus historias y personajes llegaran a millones de hogares. El público, la industria y los críticos lo habían reconocido.
Supo de inmediato cuál sería el nombre de ese lugar, Disneyland. La tierra de Disney. Eligió un terreno que quedaba pegado a sus estudios. Pero, cuando el proyecto fue creciendo, se dio cuenta que ese lugar le quedaba (muy) chico. Contrató a una empresa inmobiliaria para que iniciara la búsqueda del sitio en el que pudiera plantar su parque. Encontraron uno de 65 hectáreas en Anheim, a poco más de 30 kilómetros de Los Ángeles. Cuando se lo describía a financistas y a personajes notables que pudieran ayudarlo en la empresa, a Disney, que por lo general era elocuente y convincente, a veces, le faltaban palabras. No tenía con qué comparar lo que él tenía en su cabeza. No había nada igual en ningún lado.
Debía evitar la sensación de agobio y cansancio que algunos museos y parques producían en el visitante tras pasar algunas horas en ellos, debía atraer a los más chicos y también a los que entraban en la adolescencia, debía lograr que los adultos tuvieran ganas de ir al lugar, que no sólo fueran a acompañar a sus hijos, debía poder concretar un mundo de fantasía, debía poder generar la misma magia que la gente iba a buscar en las visitas a sus estudios, debía, también, tener los mejores servicios del mercado.
Walt Disney estaba convencido de que todo aquello que él imaginaba se podía concretar pero le costaba convencer al resto. Muchas veces en su carrera había dado un salto al vacío ayudado por financiamiento ajeno y siempre le había ido bien. Creyó que con esos antecedentes bastaría. Pero esto era algo mucho más grande. Su hermano Roy era el que manejaba los números y el que lograba vender cada proyecto. Era más abierto y afable que Walt, un vendedor nato que sabía seducir. A Walt se le ocurrió una táctica para conseguir un socio. En ese momento las cadenas televisivas se peleaban por tener sus programas en pantalla. Decidió que su nueva creación para la pantalla chica se la quedaría el que pusiera plata, el que se convirtiera en socio de su nuevo proyecto.
El sábado anterior a esa reunión, por la mañana, Walt llamó a Herb Ryman, un viejo dibujante suyo que se había ido hacía unos años a otro estudio. Disney no solía tomar bien que lo dejaran, que sus trabajadores eligieran otros destinos. Pero en el caso de Ryman era diferente. Mantuvieron una cierta amistad y Walt sabía que Ryman era el mejor. Esa mañana le contó de su nuevo proyecto y le pidió que lo dibujara para él. Ryman, con dudas aceptó hasta que Disney le dijo que se tenía que poner a trabajar en ese momento porque la reunión era el lunes siguiente en Nueva York; así que su hermano Roy debía tener los dibujos el domingo por la noche. Ryman se negó pero Disney lo convenció con una gran propuesta económica, ofreciéndolo a quedarse a su lado todo el fin de semana y con las lágrimas que brotaron de sus ojos. Un castillo en medio del lugar, que fuera visto desde todos lados, un barco como los del Mississippi, un tren que recorriera toda la propiedad, árboles, una especie de jungla, la calesita más grande del mundo y así.
Ese lunes 24 de septiembre de 1953, Roy Disney entró a la reunión con dos grandes carpetas. En una estaba desarrollada el nuevo programa; en la otra, Disneyland. La CBS y la NBC que llegaban con propuestas generosas para quedarse con el nuevo show de Disney para televisión no quisieron arriesgar tanto; hasta creyeron que había algo de extorsivo en la propuesta. La ABC era la más débil de las tres y, financiar el nuevo emprendimiento de Disney, era la única manera de tener sus creaciones en pantalla. Así que acompañaron al magnate de la animación pese a sus temores. El tiempo demostró que sus directivos ganaron la apuesta. Disney y ABC fueron socios en el parque hasta mediados de la década del noventa, momento en el cuál la compañía Disney, ya en vías de convertirse en un monstruo multimedia, compró el canal de televisión.
A partir de esa especie de epifanía que tuvo mientras sus hijas paseaban en la calesita, comenzó a soñar, a imaginar, a trabajar. El parque debía tener todo lo que a él le gustaba, las comodidades que tenían los mejores de la época, pero al mismo tiempo debía superar al resto. En él debían correrse los límites de la imaginación. Contrató a especialistas que desarrollaron 18 atracciones (14 de las cuales siguen en pie) y los servicios para que la gente disfrutara. Era tanta la fe en el proyecto que a la ruta que llegaba hasta el lugar le hizo construir dos nuevos carriles para que el público no sufriera tantos congestionamientos en el ingreso y la salida. Una vez solucionados los contratos y la arquitectura financiera, los trabajos comenzaron el 16 de julio de 1954. La inversión fue de 17 millones de la época (alrededor de 150 millones actuales). Un año y un día después, Disneyland abría sus puertas. No se trató de un error de cálculo, no se atrasaron por un día. Eligieron el 17 de julio porque era domingo y podían, de esa manera, televisarlo con un mayor impacto de audiencia.
Asociarse a un canal de televisión fue una gran decisión. No sólo porque le permitió tener la financiación de manera veloz, sino porque la difusión que tuvo la gala inaugural marcó el futuro del parque. Otra vez, Disney demostró ser un visionario.
El 17 de julio de 1955 se abrió Disneyland. El gran show de apertura tuvo una audiencia fenomenal. 90 millones de espectadores. El 54% de los habitantes de Estados Unidos estuvieron esa tarde frente a la televisión. El porcentaje de audiencia sobre la población del país fue el más alto de la historia: ni siquiera la llegada del hombre a la luna la pudo superar.
Walt, acostumbrado a estas lides (durante casi dos décadas fue la voz de Mickey Mouse y presentador de sus programas) y un gran vendedor de los propios proyectos, casi una mezcla de Steve Jobs y Alejandro Romay, fue uno de los presentadores. También había otros tres, actores y amigos del empresario. Uno de ellos llegaría lejos. Era Ronald Reagan.
Pero ese día, el de la gran inauguración, casi nada salió como Walt lo había planeado. Fue un desastre. Muchos pensaron que el proyecto estaba envenenado desde el inicio, que esa primera jornada sería un estigma imposible de resolver. Más de la mitad de los norteamericanos veían en directo el colapso de un proyecto millonario.
La empresa había enviado 11.000 invitaciones. Actores, cantantes, políticos, empresarios, periodistas. De Frank Sinatra al propietario del Washington Post, de los hijos de los últimos cuatro presidentes norteamericanos a los dueños de las empresas más poderosas del momento. Y también hubo venta de entradas. Pensaron en vender unos miles más para que en las actividades televisadas, las grandes superficies del parque no se vieran desoladas. Pero la convocatoria superó todos los cálculos. A unas horas del horario de apertura debieron suspender la venta de tickets. Pero a los que se acercaron hasta el lugar poco les importaron los carteles de sold out. Hubo miles de crashers, de colados que pasaron la laxa seguridad.
En las semanas previas a la apertura, a contrarreloj para llegar en tiempo –ese fue uno de los inconvenientes de la sociedad con ABC: el programa especial estaba anunciado y no se podía suspender- se sumó un nuevo contratiempo. Los plomeros de California iniciaron una huelga. Así para el debut hubo que elegir entre los bebederos o los baños públicos. No había tiempo de instalar ambos sistemas. Con buen tino, Disney decidió que se hicieron los baños. La gente no se lo tomó bien. Creyeron que la ausencia de lugares en los que tomar agua era un movida estratégica para vender más bebidas: Pepsi era uno de los principales sponsors (aunque esa no fuera la motivación última –Disney no dejaba aspecto del negocio por exprimir- algo de eso estuvo en su razonamiento: “Si la gente tiene sed, puede comprar una Pepsi; si tiene ganas de hacer pis, no puede hacer en las veredas de la calle principal”, dijo). Y ese día el público tuvo mucha sed porque la temperatura superó los 38 grados. El calor hacía todo más difícil. Ninguna de las figuras que aparecía en TV podía presentarse en buen estado. Estaba transpirados, con lamparones en sus ropas, demacrados, con las frentes brillosas y goteando como si fueran una catarata.
Además de sed tuvieron mucha hambre. La comida se agotó rápido. Algo bastante lógico si se tiene en cuenta que la gente que ingresó triplicaba el cálculo inicial. Pero eso no fue todo.
Uno de los presentadores, en un corte de cámara abrupto, fue sorprendido besando a una joven bailarina. Los zapatos de taco alto de muchas de las mujeres invitadas se hundían en el cemento fresco de algunas de las obras que habían sido terminadas horas antes. Como si se tratara de arenas movedizas, las damas quedaban atrapadas en las inmediaciones de las instalaciones principales.
Todas las atracciones, a excepción del Jungle Cruise, presentaron fallas y tuvieron que dejar de utilizadas a medida que avanzaba el día. Batallones de técnicos corrían de un lado a otro tratando de que esos gigantes volvieran a ponerse en marcha mientras las colas y el fastidio crecían. En algunos de los juegos eran tan grandes las aglomeraciones que los padres pasaban a sus hijos por encima de sus cabezas y los hacían caer detrás de las vallas para que pudieran ingresar.
Los directivos de la cadena televisiva y Walt Disney no sabían si estar contentos por el rating colosal alcanzado o esconderse debajo de las mesa de reuniones por la cantidad desmesurada de desastres que ocurrieron en vivo y en directo para todo el país. Ese día para los empleados de Disney pasó a ser llamado como Black Sunday, su Domingo Negro. Tanto es así que, pese al suceso posterior, tanto Walt como su hermano Roy cuando hablaban de la inauguración de Disneyland tomaban como fecha el día posterior, el 18 de julio de 1956, cuando las atracciones fueron abiertas al público en general. Al día siguiente un diario angelino tituló: “La trampa de 17 millones de dólares que Mickey construyó”.
Pero, por una vez, Walt Disney no supo entender lo que estaba pasando. Los errores, las dificultades y hasta los papelones no eran nada al lado del impacto que el concepto de Disneyland (y su realización) habían logrado transmitir. Era la Tierra de los Sueños. Y hacia allí peregrinarían todos los que pudieran. En los días siguientes la concurrencia nunca bajó de las 30.000 personas. En apenas unos meses, antes de que septiembre terminara, Disneyland había llegado al millón de visitantes.
Pero esa tierra de los sueños, la concreción de la visión de Walt Disney, también tiene, como corresponde, su leyenda negra. Como todo magnate Disney fue acusado de muchísimas cosas a través de los años. Ese hombre afable y sereno que se presentaba en televisión era hosco, algo ermitaño y de ataques de mal humor épicos bastantes frecuentes. En especial cuando los cosas no salían con la perfección con la que él las había imaginado.
Los estudios Disney y, en especial Disneyland, eran monstruos que debían ponerse en marcha (y nunca detenerse) sin importar las circunstancias. Y cada vez que eso ocurría o algo amenazaba esa continuidad, Disney se mostraba implacable. Se oponía a la sindicalización de sus empleados, despedía a los que hacían petitorios colectivos, sometía a los trabajadores a condiciones arbitrarias. Por ejemplo, nadie, excepto los que por cuestiones de guión de algún espectáculo o atracción debiera hacerlo, podía llevar bigote o barba: el vello facial podía asustar a los niños.
También fue acusado de antisemita. Esas acusaciones no parecen tener ningún asidero. Muchos de sus colaboradores eran judíos y no existen pruebas de persecución alguna por estos motivos. En cambio, en algún momento de principios de la década del sesenta, hubo quejas porque la empresa no contrataba afroamericanos. Los directivos reconocieron la situación y se comprometieron a modificar la actitud aunque tardaron el mayor tiempo posible para implementarlo.
También exigía a sus empleados muy por encima de lo obligatorio. Creía que todos debían mostrar el mismo compromiso que él, aunque él fuera el socio mayoritario y el resto solo asalariados.
Disneyland fue el único de los parques de su empresa que Walt Disney llegó a ver. El magnate, del que hoy se cumplen 120 años de su nacimiento, comenzó a trabajar en la instalación de otro en Florida antes de su muerte en 1966. Ese fue abierto en 1971. Luego llegarían los de París, Hong Kong y China.
La visión, la imaginación, la asunción de riesgos y la capacidad de trabajo de Walt Disney crearon un nuevo género de entretenimiento. Los parques temáticos, un concepto superior al parque de atracciones. Con éxitos y fracasos, elogios desmedidos y críticas feroces, Walt Disney y Disneyland lograron juntar la inocencia con los negocios, el mundo de la imaginación y la invención de una nueva industria multimillonaria.
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