“En honor a Mrs. Katherine Graham, Truman Capote se sentiría muy honrado con su compañía para el Baile Blanco y Negro el lunes 28 de noviembre de 1966 a las 10 de la noche en el gran salón de baile del Plaza Hotel”
La invitación llegaba impresa en el papel más costoso. envuelta en un sobre que parecía acariciar los dedos. Debajo tenía una aclaración imprescindible:
“Etiqueta:
Caballeros: traje de etiqueta negro y máscara negra.
Damas: traje de noche, negro o blanco. Máscara blanca; abanico”.
A principios de 1966 se editó A Sangre Fría, la novela de non fiction de Truman Capote. Fue un boom fenomenal. Capote había trabajo más de seis años y había esperado, con paciencia, la ejecución de los asesinos para poder terminar su libro. Estaba además la novedad técnica. Una historia real, de no ficción, narrada con todos los recursos de la literatura. Un homicidio múltiple absurdo, un pueblo perdido en Kansas, dos asesinos vacíos, el caso policial, la vida en la cárcel, el juicio, la ejecución. El libro fue recibido con gloria. La crítica lo consagró y el público lo convirtió en un best seller imparable. Truman Capote recibía la atención que merecía. Estaba fascinado dando entrevistas, apareciendo en la tapa de las revistas, paseando su éxito por los lugares más exclusivos de Nueva York.
Su amistad con la alta sociedad de la gran ciudad llevaba varios años. En un tiempo él era una especie de bufón, de sofisticado entretenedor, con su snobismo y su lengua veloz e impiadosa.
Desde que era muy joven se había prometido que cuando fuera millonario haría una gran fiesta (siempre tuvo plena convicción de tres cosas: de su genio, de que amasaría una fortuna y de que sería muy famoso). Ese momento había llegado tras la publicación de A Sangre Fría.
La idea fue creciendo en su cabeza. Lo comentó con algunas amigas. Al principio muchas de esas señoras millonarias creyeron que sólo era una expresión de deseos, una pequeña travesura de Truman para desplegar su maledicencia. Pero no, esta vez iba en serio.
No le importaba el dinero que iba a gastar. Mientras tomaba sol en las piletas de las mansiones de sus amistades y se remojaba para soportar el verano, Truman anotaba en su libreta las personas que invitaría. Anotaba y tachaba. Disfrutaba mucho con su calidad de demiurgo. Sabía que muchos estarían ansiosos por asistir. Y él se vengaría de muchos de sus enemigos. A algunos dejándolos afuera y a otros invitándolos para que vieran desde la primera fila su éxito monstruoso.
Conseguir el salón principal del Plaza le resultó bastante sencillo. El hotel sabía lo que significaría el evento. Y el lugar era tan exclusivo que tampoco había demasiados candidatos.
Alguien le aconsejó a Truman que desistiera de la fiesta, que era un gesto demasiado arrogante, que podría liquidar su carrera como autor serio. A Truman no le importó demasiado. Y estaba convencido que era imposible que su genio se agotara. Pero buscó una estratagema para evitar algunos comentarios: él sería el organizador –era absolutamente necesario que a todo el mundo eso le quedara claro- pero ofrecería la fiesta en homenaje a alguien. Desechó a sus amigas de la alta sociedad o a Jackie Kennedy; una elección de ese estilo le traería problemas con las demás. Debía ser alguien que no fuera del ambiente, alguien que pareciera inalcanzable. Fue por eso que pensó en Katherine Graham, la dueña del Washington Post desde que su marido se suicidara unos años antes.
Cuando la llamó y le explicó sus intenciones, Katherine se mostró al mismo tiempo sorprendida y halagada. Truman Capote no le dio muchas opciones, se lo mostró como un hecho consumado. Y ella aceptó, aunque en las semanas posteriores tuvo varios momentos de arrepentimiento. Ellos dos tenían una relación bastante cercana. Katherine había leído el manuscrito de A Sangre Fría y conversaban con frecuencia: ella no veía en Truman una amenaza. Katherine se quejaba que la gran mayoría de los hombres que pasaban por su despacho, fueran gobernadores o periodistas de su diario, querían acostarse con ella, querían poder contar que habían tenido sexo con una magnate. Y que se había propuesto no tener relaciones con ningún hombre que trabajase para ella o que estuviera influido de alguna manera por su diario. “Bueno de esta manera dejás afuera a toda la población masculina del país, con excepción de algún cowboy de Wyoming”, le respondió Capote.
La fiebre que desataron las entradas a la fiesta fue pocas veces igualada. Todos querían estar. Pero Truman sólo se dejaba llevar por su gusto, su parecer y sus viejos rencores. A diferencia de otras celebraciones de este tipo, si estaba invitado uno de los integrantes de un matrimonio, no se daba por descontado que también podía concurrir el otro. Las damas de clase alta no querían ir solas; deseaban llevar un acompañante. Pero Capote no permitió eso para no perder el control de quién ingresaba a su fiesta. A Andy Warhol, por ejemplo, lo invitó solo. Eso era para el artista plástico una enorme humillación ya que estaba acostumbrado a entrar con su séquito a todos lados. Alguna millonaria para no pasar el escarnio de quedarse afuera del baile, se fue a Europa el día anterior para poder dar la excusa de que estaba fuera de la ciudad.
Carson McCullers, la escritora sureña, fue una de las postergadas. Hasta último momento creyó que estaría en la lista pero no sucedió así. Se enojó muchísimo. Y, como venganza, aseguró que ella misma daría una gran fiesta en el Plaza. Pero la salud de Carson estaba muy frágil hacía mucho tiempo. Sin embargo para su cumpleaños número 50 se hizo trasladar hacia Nueva York, se instaló en una de las mejores suites del Plaza y, acostada en la cama, recibió visitas durante toda la jornada.
En las semanas anteriores al 28 de noviembre Truman recibió ruegos, súplicas desesperadas y hasta amenazas pero –casi nunca- cedió. Su capricho sería el que confeccionara la lista final. Alguien dijo que esa noche Truman invitó a 540 amigos pero se ganó 15.000 enemigos.
Y todos los factores eran considerados. Dejó afuera al matrimonio presidencial de L.B. Johnson porque no quería que los miembros del servicio secreto le afearan la fiesta. Pero sí invitó a su hija (no tuvo en cuenta que ella también iría con profusa custodia). No era la única descendiente presidencial presente. Estuvieron la hija de Roosevelt y la de Harry Truman.
Frank Sinatra y Mia Farrow, varios Rockefellers, las Paley, Andy Warhol, su archienemigo Norman Mailer, Lauren Bacall, Henry Fonda, Henry Ford II, los Agnelli, Candice Bergen, la poeta Marianne Moore, Diana Vreeland, Irving Berlin, Gloria Vanderbilt. Estos fueron algunos de los invitados. Hubo millonarios, políticos, empresarios, funcionarios, directores de cine, escritores, poetas, actores, modelos, damas de la sociedad, aristócratas. Y muchos miembros de la realeza. Según cuenta Gerald Clarke en su biografía del escritor hubo príncipes, princesas, dos duques, una duquesa, dos marquesas, tres condes, una condesa, una vizcondesa, un marahajá, una marahajani, tres barones, dos baronesas, dos lords y una lady.
Los hombres debían ir de jacquet o smoking negro; las mujeres podían optar por vestidos (de fiesta y esplendorosos) blancos o negros. Todos debían llevar máscaras o antifaces que podían quitarse recién a las doce de la noche.
La inspiración para el baile lo encontró en la película Mi Bella Dama, en una escena que había diseñado uno de sus amigos y también invitado al gran evento, Cecil Beaton. Algo grandioso pero despojado: el brillo debía ser proporcionado por los invitados. Y, naturalmente, en la calidad del alcohol servido. Para abaratar costos Truman intentó llevar él lo que se fuera a tomar pero el Plaza se negó rotundamente. La comida se serviría a la medianoche y sería el plato favorito de Truman de la carta del Plaza: albóndigas con spaguetis y una salsa especial. También servirían desayuno para los que aguantaran hasta el final: huevos revueltos, salmón y caviar.
El costo de la fiesta se calculó en casi 200.000 dólares. Pero a Capote eso le importó poco. A Sangre Fría lo había convertido en las dos cosas que él siempre había querido ser: el escritor más reconocido de su tiempo y en millonario.
Los invitados no desfallecerían del hambre por comer a las doce de la noche. Capote había organizado una veintena de cenas en exclusivos departamentos de Manhattan, eligiendo con dedicación a los anfitriones, que alojarían a los invitados hasta las diez de la noche. De allí, todos deberían llegar puntuales al Plaza. Esas cenas las organizó por profesión o por afinidad. Pero nadie, una vez más, podía elegir cuál le tocaba. Eso era responsabilidad del organizador. Así, los escritores se juntaron por un lado, por otro los industriales, en otro los miembros de la nobleza y hasta hubo una de esas cenas satélites que bajo otra excusa albergó a los enemigos de Truman.
Los diseñadores y estilistas de la ciudad no daban abasto. Halston diseñó decenas de vestidos y de máscaras. En la peluquería más exclusiva de Manhattan, Kenneth´s, no hubo turnos disponibles durante todo el día. Katherine Graham fue al atardecer y no la reconocieron y la echaron: “¿No sabe que hay una fiesta muy importante en la ciudad?”, le enrostró la recepcionista. “Sí, es en mi honor”, dijo ella. Kenneth, el dueño del local, la terminó atendiendo en persona.
El New York Times por primera vez en su historia brindó la lista completa de invitados. Esa noche la ciudad no hablaba de otra cosa. Cada persona que vestía elegante por la calle se sobreentendía que se dirigía al Plaza. Como si fuera un recital de rock o la salida de un teatro en el que actuaba la pareja de moda, miles de personas se agolparon en la puerta del hotel para ver llegar a los invitados. Había vallas y mucha policía para evitar disturbios y colados. Pete Hammill, columnista estrella de un diario local, gritaba desde detrás del vallado que así había empezado la Revolución Francesa, que se iban a arrepentir. Un pequeño grupo en contra de la Guerra de Vietnam también se manifestó. A los ricos y famosos que arribaban no les importó demasiado y posaban encantados ante los flashes que los encandilaban. Los recibían Truman y la señora Graham y después pasaban al salón. A diferencia de otras fiestas la mesa que le tocaba a uno no era demasiado relevante: todas eran importantes. Había una especial, repleta de ignotos: era la de los amigos que Truman se había hecho en Kansas durante la investigación de su libro. A esa mesa fue una pareja joven según cuenta George Plimpton en su biografía oral del escritor. Susan Burke y Jerry Jones luego de saludar a Truman fueron ubicados con los de Kansas. La particularidad es que ellos dos fueron los únicos colados de toda la fiesta. Fueron horas antes, emperifollados debidamente, al bar del Plaza, esperaron con paciencia el momento justo y con impunidad se lanzaron. Truman no entendía si había sido un lapsus suyo o se trataba de una confusión pero no quiso hacer una escena y los dejó pasar. Muchos años después Susan se cruzó con el escritor en una cena. Capote la miró durante un largo rato hasta que ella se acercó y le dijo: “Me ves cara conocida y no sabés de dónde, ¿no?”. Capote le dijo que así era. Ella se animó y le contó que ingresó a la fiesta sin invitación. Truman comenzó a reír a carcajadas. Pidió silencio y le contó, a los gritos, al resto que ella había sido la que había logrado entrar si invitación, la única. Miró a Susan y la felicitó.
Los testimonios respecto a lo que sucedió en la fiesta son diversos y contradictorios. Algunos sostienen que no pasó gran cosa; que eran tantas las celebridades y la tensión acumulada que nadie se soltó demasiado. Otros afirman que varios de los invitados prolongaron la celebración varios días: uno de ellos fue de invitado a un programa de televisión tres días después con la misma ropa de esa noche y la máscara en la mano: había seguido de largo.
Frank Sinatra se aburrió rápido y arrió a Mia Farrow. Agnelli, el dueño de Fiat, a los dos de la mañana se fue a jugar al poker con varios invitados. Norman Mailer, apenas se emborrachó, se quiso pelear con media fiesta. Lauren Bacall salió a bailar con el coreógrafo Jerome Robbins. Ante la excelencia y lo imponente de la pareja, el resto se dedicó a mirar y la pista se vació. Nadie podía competirles.
Deborah Davies, que escribió Party of The Century, un libro sobre el evento, sostiene que ese día Truman dejó de ser un escritor y se convirtió en un personaje público. Hasta ese momento era un hombre de letras con gran notoriedad. Eso se invirtió y su importancia como personaje social (mediático le dirían ahora) devoró al autor. En los últimos dieciocho años de su vida casi no escribió; tan sólo los relatos que compiló en Música para Camaleones (claro está que el autor de esta nota y cualquier otro que alguna vez enfrentó un teclado desearían haber escrito algo cercano al nivel de esos relatos o tan siquiera del prólogo de ese libro). Lo cierto es que luego vendría el largo proceso de Plegarias Atendidas, la novela que prometió decenas de veces, que juró que ya estaba escrita pero que nunca logró pasar de ser un proyecto. Cuando la presión tras cobrar varios anticipos millonarios ya era insoportable, a mediados de los setenta publicó tres capítulos sueltos (luego sabríamos que eran los únicos que tenía escritos) en la revista Esquire. Provocaron un escándalo. Y significaron ser raleado de la clase alta de Nueva York. Sus viejas amigas le dieron la espalda porque él las había traicionado, había revelado sus secretos (muchos de ellos sexuales) apenas enmascarándolas bajo un cambio de nombres. Truman fue enviado al ostracismo. Ya no le quedaba nada. Ni su escritura que se había ido esfumando bajo las drogas y el alcohol, ni su lugar entre los aristócratas.
La fiesta del siglo, el baile en blanco y negro, fue su cúspide y también el comienzo del fin. Trabajó esa celebración, la cinceló, como si fuera uno de sus cuentos.
Un año antes de su muerte, ya raleado de los círculos que solía frecuentar y a los que deseaba pertenecer, y ya enfermo, se dejó ganar por la nostalgia y empezó a planear una nueva gran fiesta. En el fondo sabía que era imposible, que ya nada era igual. Y mucho menos él. Pero quién podía evitar que él imaginara. Sería en un lugar en el que ninguno de los invitados hubiera estado antes. Todos se movilizarían especialmente hacia allá, sólo para asistir a su fiesta. Eligió Asunción de Paraguay. Y hasta llegó a escribir la tarjeta de invitación: “Don Señor Truman Capote solicita que tenga el placer de acompañarlo en el baile de máscaras. Lugar: un gran palacio en Asunción, Paraguay. Código de vestimenta: Como un aristócrata paraguayo circa 1860. Máscaras obligatorias hasta medianoche”.
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