Fue el crimen del siglo y el funeral del siglo. Y una más, en la larga lista de coincidencias que unieron la vida y muerte de John Fitzgerald Kennedy, 35 presidente de Estados Unidos, y la vida y la muerte de su presunto asesino, Lee Harvey Oswald. Porque en el mismo instante en que Kennedy era enterrado con todos los honores en el cementerio nacional de Arlington, en Virginia, vecino a Washington DC, a 1952 kilómetros de distancia, en Forth Worth, Texas, también era enterrado su matador, o el hombre al que culparon de haber disparado cuatro balazos contra Kennedy en Dallas, Texas, el 22 de noviembre de 1963, desde el sexto piso del Depósito de Libros escolares de la ciudad.
De aquel crimen pasaron ya cincuenta y ocho años y la única certeza sobre el asesinato es que está, estuvo y estará rodeado de dudas, sospechas y confusión. También de extravagancias. A todo lo mezcló el azar y sus caprichos, como el círculo que quedó cerrado con dos ceremonias fúnebres tan diferentes, tan opuestas y tan dramáticas que sellaron a su modo cuatro días tremendos de aquel noviembre trágico.
Kennedy fue asesinado en la Plaza Dealey cuando la caravana presidencial lo llevaba al centro comercial de Dallas para un almuerzo en el que iba a fijar en un discurso su política de paz, con los ojos puestos en Cuba: había pasado un año y un mes desde la crisis de los misiles soviéticos en la isla manejada por Fidel Castro, que habían puesto al mundo al borde de una guerra nuclear.: “(…) Una abrumadora fuerza nuclear no puede detener una guerra de guerrillas. (…) Los Estados Unidos son una nación pacífica. Y donde nuestra fuerza y determinación son claras, nuestras palabras solo necesitan transmitir convicción, no beligerancia. Si somos fuertes, nuestra fuerza va a hablar por sí misma. Si somos débiles, las palabras no serán de ninguna ayuda”.
Nada de esto fue dicho, truncado todo por los balazos que destruyeron la cabeza del presidente. A la una de la tarde, fue declarado muerto en el Parkland Hospital de Dallas. Poco después, con el ataúd ya embarcado en el avión presidencial, su sucesor, Lyndon Johnson juraba en la cabina del Air Force One, junto a la viuda de Kennedy, Jacqueline Bouvier que se empeñó en vestir el mismo modelo de Chanel, color rosa, ensangrentado por la carnicería desatada en el Lincoln presidencial que también había herido al gobernador de Texas, John Connally.
Como autor de los disparos fue acusado Lee Harvey Oswald, un personaje enigmático, ex marine, de pésima puntería, que había dejado de lado la ciudadanía americana y emigrado a la URSS, había vivido en Minsk y se había casado allí en 1959 con Marina Prusakova. La pareja, Oswald había regresado con su mujer a Estados Unidos, tenía dos hijas pequeñas: June Lee, que había nacido el 15 de febrero de 1962, y Aubrey Marina Rachel, que nació el 20 de octubre de 1963, un mes y dos días antes de los balazos de Dallas. Oswald, que era un empleado del Depósito de Libros y estaba en el edificio en el momento de los disparos contra Kennedy, logró salir, lo consideraron inofensivo, y se marchó a su casa. Allí lo fue a buscar un patrullero con el oficial J. D. Tippit al volante. Al parecer conversaron ambos muy tranquilos, un breve diálogo, pero cuando Tippit bajó del auto Oswald lo mató de cuatro balazos. Huyó al centro de Dallas y se metió en un cine donde fue apresado por la policía, acusado del asesinato del policía. Y sospechoso de haber baleado a Kennedy. Lo llevaron al departamento central de policía de Dallas, donde pasó la noche.
Esa noche, la del 22 al 23 de noviembre, el cadáver de Kennedy estuvo en el hospital militar de Bethesda, Maryland, para una autopsia que, como todo en el caso Kennedy, estuvo y está cuestionada. Ese día 23, el flamante presidente Johnson firmó su primera proclamación presidencial: declaró el 25 de noviembre como un día de luto nacional para que Kennedy, que tenía 46 años, había sido el primer presidente de Estados Unidos nacido en el siglo XX, el más joven en llegar a la Casa Blanca y el primer católico en ocupar ese cargo, fuese enterrado con honores militares. En Dallas, mientras tanto, Oswald era interrogado sobre su participación en el asesinato de Kennedy: en el Depósito de Libros había aparecido un fusil Mannlicher Carcano que Oswald había comprado por correo bajo el falso nombre de A. J. Hidell. En uno de sus caminatas desde la celda del Departamento de Policía a la sala de interrogatorios, los periodistas, que le acercaron sus micrófonos y le lanzaron preguntas en el marrullero idioma de la urgencia, le oyeron decir: “I’m a patsy” (”Soy un chivo expiatorio”). Las autoridades decidieron que, al día siguiente, domingo 24 de noviembre, Oswald fuese trasladado a la cárcel.
El domingo 24 Kennedy fue instalado en la Rotonda de Capitolio, el edificio que lo había visto en sus años de senador jovencísimo por Massachusetts. Cerca de doscientas cincuenta mil personas desfilaron ante el ataúd cubierto por la bandera, custodiado veinticuatro horas por soldados de las fuerzas armadas a las que Kennedy había servido en la marina durante la Segunda Guerra, en el Pacífico, servicio por el que había sido condecorado. Fue el primer funeral transmitido en directo por las cámaras de una televisión en expansión, a la que Kennedy había contribuido a crecer con sus periódicas conferencias de prensa.
Había un detalle por decidir: ¿adónde iba a ser enterrado el presidente? Sus colaboradores cercanos propusieron su estado natal, en especial la ciudad de Boston. Kennedy había nacido el 29 de mayo de 1917 en Bookline, en el 82 de la calle Beals, un barrio cercano al centro de la ciudad y, fiel a las tradiciones, se había graduado en Harvard en 1940. Pero sus íntimos conocían un anhelo de Kennedy. Su hermano Robert, su cuñado, Sargent Shriver y el secretario de defensa, Robert McNamara habían seguido al presidente en una visita no programada al cementerio de Arlington, en marzo de ese mismo año. Kennedy había quedado maravillado por el paisaje del río Potomac y sus alrededores que ofrecía una gran mansión, en lo alto de una colina: “Esto es tan hermoso que podría quedarme aquí para siempre”, dijo entonces el presidente.
La mansión, de estilo renacentista griego, fue del general confederado Robert E. Lee, que combatió a las fuerzas del norte en la sangrienta Guerra Civil librada entre 1861 y 1865. Sobre el final de la guerra, y ya con Lee en el sur, las autoridades del Norte dispusieron que los alrededores de esa mansión fuesen usados como gran cementerio. Guiaban la decisión dos razones: había muchos muertos para enterrar y el camposanto negaría toda posibilidad al general Lee de reclamar su antigua propiedad. Fue Robert McNamara, según reveló en el fantástico documental “The fog of war”, de Errol Morris, ganador del Oscar al mejor documental en 2003, quien eligió el sitio donde hoy está enterrado Kennedy, al pie de aquella mansión. La tarde del 24 de noviembre, Jackie Kennedy visitó Arlington y dio el sí final: “Está bien aquí. Jack pertenece al pueblo”.
Más o menos a la misma hora en que se tomaban estas decisiones, en el Departamento Central de Policía de Dallas todo estaba listo para el traslado de Oswald a la cárcel estatal. En el subsuelo lo esperaba un patrullero, estacionado de culata hacia los ascensores del edificio. De uno de ellos bajó Oswald, esposado, tomado por los brazos por los detectives James Leavelle, de clásico sombrero Stetson blanco, y L. C. Graves, con sombrero negro. Caminaron el breve tramo que los separaba del auto policial, pero antes de llegar una sombra veloz se interpuso en el camino de los tres y disparó contra Oswald que se desplomó con un grito de dolor. El autor del disparo, también con sombrero negro, era Jack Ruby, Jacob León Rubenstein en la vida real, un conocido hampón de medio pelo, dueño de un local de strip tease, conocido de la policía, de la que también era informante. Lo detuvieron mientras Oswald era trasladado, con llamativa demora, al hospital. Murió a la una y siete minutos de la tarde, cuarenta y ocho horas y siete minutos después que Kennedy, en el mismo hospital y en el shock room vecino al que había muerto el presidente.
El asesinato de Oswald, en la casa y frente a las narices de la policía, no sólo fue el primero en ser transmitido en directo por televisión, sino que cerró también toda posibilidad de investigar una eventual conspiración de para asesinar a Kennedy, que hoy se asume como un crimen de Estado. Lo que argumentó Ruby no lo creyó ni él: dijo que admiraba tanto a la esposa del presidente, que quiso ahorrarle la humillación y el dolor que podría haberle causado un juicio al asesino de su esposo. A Jackie Kennedy le informaron enseguida de los hechos de Dallas: el asesino de su esposo había sido asesinado: “Otro acto de barbarie”, murmuró
Así fue como el 25 de noviembre un dolido funeral, seguido por las cámaras de televisión, por más de un millón de almas que se agolparon en la ruta que va de Washington a Arlington para rendir homenaje a Kennedy, junto con dignatarios y representantes de noventa y nueve países, contrastó con el patético entierro de su presunto asesino en Forth Worth, Texas. Una cureña arrastrada por caballos llevó el ataúd de Kennedy desde el Capitolio hasta la catedral católica de San Matthew para una misa de réquiem. Fue a la salida de esa misa cuando quedó registrada la escena símbolo de aquellos días, y también la de una época: John-John Kennedy, el hijo menor del presidente, se adelantó un paso a su madre enlutada, e hizo el saludo militar a su padre.
Ese día, John-John cumplía tres años. Había nacido en 1960, diecisiete días después de que su papá fuese electo presidente: noviembre fue para Kennedy el mes de su gloria y su tragedia. El chico era zurdo, le gustaban los helicópteros y le maravillaban los desfiles y las salvas de veintiún cañonazos tradicionales en esas ceremonias. Pero hacía la venia con la mano izquierda. El que le enseñó a saludar con la mano derecha, sin sospechar la tragedia que se avecinaba, fue el agente del servicio secreto Clinton Hill, que tenía a su cargo la custodia de la primera dama y la de sus hijos. Hill es el agente que corre detrás del Lincoln presidencial en Dallas y obliga a Jackie, trepada en el baúl, a volver al asiento para después cubrir con su cuerpo los de la pareja presidencial, Kennedy caído ya sobre el asiento, herido de muerte. Cuando tres días después, cerca de las escalinatas de St. Mattehw, mientras la cureña con el ataúd pasaba frente a ellos, Jacqueline Kennedy se inclinó hacia su hijo pare decirle: “Ahora podés saludar a papá como querías”, John-John hizo lo que el agente Hill le había enseñado.
En Texas, mientras tanto, Paul Groody tenía por delante una dura tarea. Era el director de la funeraria Miller y tenía que enterrar a Oswald. Mintió a los enterradores, les dijo que la tumba que cavaban era para un viejo vaquero de 75 años; encargó un par de coronas a nombre de Bobo para evitar cualquier intento de robo o de profanación del cadáver más odiado de los Estados Unidos. El de Oswald era, también, el cadáver más custodiado: ocho agentes de la policía texana, que no había podido evitar su muerte, custodiaban ahora sus restos junto a dos unidades de perros. Groody había tenido la precaución de retirar el cadáver de Oswald del Parkland Hospital en la medianoche del 24 de noviembre, y había preparado un funeral para el día siguiente, una cosa modesta y rápida para que despidieran al muerto su viuda, Marina, su madre, Marguerite y su hermano Robert.
Pero la seguridad no era el único drama de Groody: no había nadie dispuesto a celebrar el funeral, a decir una oración última por aquel hombre. En realidad, hubo dos pastores luteranos que sí aceptaron en principio. Pero dijeron que no cuando se enteraron que la ceremonia sería al aire libre: temían a los francotiradores. Groody preparó todo para las cuatro de la tarde. Y se sumaron los problemas. Marina llegó con June en brazos, una chica preciosa de un año y nueve meses. Y la madre de Oswald, que murió en 1981, tenía en brazos a la pequeña Aubrey, de un mes y cinco días. El único hombre con las manos libres era Robert Oswald, hermano del muerto. No había quien cargara el ataúd, de modo que recurrió a las únicas personas que sí habían aparecido en el cementerio: los periodistas.
Habló primero con Preston McGraw, a quien conocía, y quien aceptó dar una mano, que era lo que se le pedía. Michael Cochran, de Associated Press, que primero había dicho que no, aceptó ahora para acompañar a su colega McGraw. Otro periodista, Jerry Flemmons, también dijo sí con una lógica sangrienta de corresponsal veterano: “Si queremos escribir algo sobre el entierro de Lee Harvey Oswald, vamos a tener que enterrar al hijo de puta nosotros mismos”. Otro profesional, Jack Moseley, que había aceptado unirse a sus colegas, y lo hizo en principio, soltó el ataúd a mitad de camino: dijo que no podía llevar el cuerpo del asesino de Kennedy. En total, siete reporteros cargaron a Oswald hasta su tumba. Las fotos los muestran con una mano en el manillar del féretro y, en la otra, sus libretas de apuntes.
El sacerdote que, pese a todo, aceptó decir algo fue el reverendo Louis Saunders. Fue breve y obvio: “La señora Oswald me dice que su hijo, Lee Harvey, era un buen chico y que le quería. Y hoy, Señor, te entregamos su espíritu a tu divina gracia”. Luego se abrió el ataúd para permitir la despedida familiar y enterraron a Oswald para siempre. O casi.
En Arlington, desbordaba la emoción. Los cronistas de la ceremonia destacaron que, a lo largo de toda la ruta hacia el cementerio de los héroes militares de Estados Unidos, los únicos sonidos que podían registrar eran los de la cadencia acompasada de los tambores, el hueco sonido de los cascos de los caballos, uno de ellos, con las botas colocadas al revés y a cada flanco, era el del presidente, y los sollozos ahogados de la multitud. En el atardecer otoñal, Kennedy fue enterrado al pie de la casa de Lee y Jacqueline Kennedy encendió una llama eterna en su memoria.
Sobre la tumba de Oswald se colocó una placa con su nombre completo y la fecha de su nacimiento y muerte. La placa fue robada y reemplazada por otra en la que se lee su apellido. Su madre, Marguerite, fue enterrada junto a él en 1981, ocasión en que se exhumó el cadáver de Oswald para certificar que se trataba de sus restos y no de los de un doble, una de las tantas derivas de las teorías conspirativas sobre el asesinato de Kennedy. Las pruebas dentales dijeron que sí era Oswald. Los restos fueron enterrados en un ataúd nuevo porque el original había sido dañado por el tiempo y la humedad. Pero ese cofre no se destruyó: fue rematado en 2010 por 87.468 dólares. Robert Oswald recurrió a la justicia que obligó a la funeraria a devolverle el original junto con una compensación económica.
A lo largo de cincuenta y ocho años, junto a John Kennedy descansan en Arlington Jacqueline, su mujer, que murió en 1994; Arabella Kennedy, una beba que nació muerta en agosto de 1956; Patrick Bouvier Kennedy, un chico que vivió sólo dos días, del 7 al 9 de agosto de 1963 y que fue el cuarto hijo de la pareja. Robert Kennedy, hermano del presidente, asesinado en 1968, está enterrado a pocos metros. Edward Kennedy, que murió en 2009, también está enterrado a metros de sus hermanos. John-John Kennedy, de 38 años, y su mujer, Carolyn Bessette, murieron cuando el avión que piloteaba el propio John se estrelló cerca de la isla Martha Vineyard en Massachusetts. La familia decidió dejar los restos en el mar.
La llama eterna que Jacqueline Kennedy encendió en Arlington en memoria del presidente asesinado, todavía arde.
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