Era miércoles y Daiana había tenido un día tan colmado de actividades que había cancelado los planes de la noche. Pero tenía 24 años, de hecho acababa de cumplirlos, y el mensaje que recibió le ganó al cansancio: una de sus amigas -leyó en el colectivo, mientras volvía de dictar un taller en una escuela- tocaba esa noche en un bar llamado “La Chamuyera”.
El bar quedaba a cuatro cuadras de la casa de Daiana, en Rosario, así que contestó “sí, vamos”. Ese 26 de octubre de 2016 las chicas escucharon a la banda y, pasada la medianoche, salieron a la vereda a tomar una cerveza y fumar un cigarrillo junto a otros amigos que acababan de llegar.
“Yo subía y bajaba un pie a la calle, donde estaba la bicisenda, así que uno de mis amigos me dijo que tuviera cuidado, que si llegaba a pasar alguien por ahí me iba a llevar puesta. Entonces me corrí y me fui a parar contra la pared del bar”, cuenta Daiana Travesani a Infobae desde su casa en Rosario, Santa Fe, la ciudad en la que aún vive.
“Habrán pasado dos segundos más o menos, esta parte la reconstruyo por el relato de mis amigas y amigos, y me impacta una botella de vidrio en la cabeza -dice ahora, en tiempo presente-. Era una botella de vino blanco, estaba casi llena”.
La botella, escribió en su libro “Me proclamo disca, me corono renga” había caído “casi en el punto exacto de la mitad de mi cráneo, como una flecha tirada desde lo alto para embocar en tiro al blanco”.
Daiana no se desplomó en el piso. “Se me doblaron apenas las rodillas, me fui hacia adelante y uno de mis amigos me abrazó”. Entre dos de ellos la fueron bajando de a poco, mientras el resto apilaba las mochilas y las camperas sobre las baldosas para improvisar una almohada.
La botella estaba ahí, cachada pero no rota, y Daiana todavía les hablaba, por eso nadie terminó de comprender la gravedad. “Hasta que uno de mis amigos sacó la mano con la que me estaba sosteniendo la cabeza y vio que me brotaba sangre”.
Mientras algunos pedían una ambulancia a los gritos, otro de sus amigos trataba de evitar que se durmiera: le hablaba sin parar, le pedía al resto que se abriera, que la dejaran respirar.
Los policías que llegaron vieron que Daiana hablaba y asumieron que no estaba herida de gravedad. No se llevaron la botella ni la resguardaron para buscar luego huellas a través de un peritaje: fueron, de hecho, los amigos de Daiana quienes, aún atravesados por la desesperación, consiguieron una bolsa limpia y la guardaron.
“Esto fue lo que dio inicio a mi propia película de terror, y no digo esto por haber adquirido una discapacidad” -escribió en su libro, que se publicó este año- “sino por el trauma que me generó saber que vivo en la misma ciudad y hasta quizás en el mismo barrio que la persona que me agredió”.
En el hospital Daiana empezó a tener alucinaciones -escuchaba a sus amigas reírse a carcajadas, sentía que se despegaba de su cuerpo- y los resultados de la tomografía no dejaron dudas: “Traumatismo encefalocraneano se llama cuando tu cráneo se parte en pedazos”, detalló en el texto.
En concreto, tenía fractura y hundimiento de cráneo y el cerebro estaba tan inflamado que había que operarla con urgencia para descomprimirlo. Había hematomas y se había lesionado la duramadre, que es la meninge que está adherida a la pared del cráneo.
“No sabían con qué se iban a encontrar cuando me abrieran, ni cómo iba a salir de la operación. Podía pasar que me muriera, que quedara con muerte cerebral y muchísimas otras cosas’', cuenta ahora, sentada en su cama, y respira profundo. “Lo más fuerte era que yo estaba consciente, por ahí de a ratos me iba, pero estaba consciente de que iba dejando de sentir partes del cuerpo, estaba procesando que quizás me iba a morir”.
Fue en ese momento que les dijeron a sus padres que entraran a saludarla, “básicamente a despedirse”, sigue Daiana, que ahora tiene una prótesis 3D que reemplaza los fragmentos de cráneo que tuvieron que extraerle.
Se despertó en terapia intensiva, cuadripléjica. Tenía una sonda para hacer pis, usaba pañales. La chica de 24 años que estudiaba en la facultad de Humanidades y Artes en la Universidad Nacional de Rosario y tenía sus días colmados de actividades ahora necesitaba asistencia continua.
Recién un año después lograron que la botella fuera considerada una prueba en la causa. Esa es una de las razones por las que acaban de cumplirse cinco años de aquella noche y la persona que tiró la botella desde un balcón sobre el grupo de amigos aún no ha sido identificada.
“Yo no siento odio ni rencor pero tengo la necesidad de darle un cierre a esto, saber cuál es su lado de la historia y ponerle una cara, porque la incertidumbre te consume. Yo nunca sé si la persona que me agredió es la que está sentada al lado mío en el colectivo, la que me lleva en el taxi, la persona con la que me cruzo por la vereda”.
Disca y renga
Daiana pasó los siguientes ocho meses internada en un centro de rehabilitación. “Tuve que aprender a hacer todo de cero -contó también en su libro-, como masticar, cepillar mis dientes, moverme, hacer pis y caca, vestirme, atar mis cordones, escribir, leer, mirarme a un espejo sin llorar, retener información y repensar mi identidad”.
Escribió “repensar mi identidad” y es que fue durante esos meses agotadores que empezó un arduo proceso de deconstrucción. “Fue muy fuerte darme cuenta de que ya no tenía la misma corporalidad, había pasado a ser una persona con discapacidad: eso a lo que nunca le había dado un lugar, o lo que a lo sumo había pensado desde lugares lastimosos, tipo ‘ay, pobre’”, cuenta.
“Nunca me había planteado por qué no estaban en los entornos en los que yo circulaba: en los bares a los que iba, en la escuela, en la plaza, en el club. Fue muy fuerte darme cuenta de que vivimos en una sociedad que ha invisibilizado y negado a las personas con discapacidad, y yo había sido parte de eso”.
Que no estuvieran, dice Daiana ahora, tenía sus raíces: “Así se ha pensado a la discapacidad históricamente. Mi abuela me cuenta que cuando ella era chica las familias que tenían algún integrante con discapacidad lo escondían: no lo llevaban a las reuniones familiares, a estudiar o los llevaban a otro lado si iban visitas a casa”.
Ella, como la enorme mayoría, había creído todos los mitos: “Que son ángeles enviados para que la familia aprenda algo, que viven en una infancia eterna, que no desean, que no son capaces de nada sin ayuda, que no entienden, que no pueden decidir”, escribió. “Todas creencias con una carga negativa, muy peyorativa”, completa ahora.
Había absorbido todas esas creencias a las que de pronto, “al ver cómo ahora se me miraba, cómo se me invalidaba”, empezó a cuestionar. La experiencia individual fue el disparador pero pronto -incluso durante los largos meses de rehabilitación ambulatoria que siguieron- se sumó al activismo colectivo junto a quienes reivindicaban el llamado “orgullo disca”.
Ahí aprendió dos conceptos que volvieron a poner todo patas arriba. Uno fue “el normativismo”: “En nuestra sociedad se ha naturalizado que la norma es ser una persona sin discapacidad: eso es lo normal, lo natural. Y que ser una persona con discapacidad es lo anormal, lo que te puede pasar pero por algo trágico, un accidente, la mala suerte. Lo que hay que hacer, entonces, es todo lo posible para mejorarte, arreglarte o curarte para acercarte más a lo normal”.
De “arreglarse” o no, precisamente, habla su amiga Morena García en el prólogo del libro. “(...) Daiana se pavonea con sus movimientos espasmódicos, como esa araña que viste en el jardín y a la que le faltaba una pata, ella no la remendó, ella expone el muñón en lo que escribe”.
El otro concepto, íntimamente ligado al anterior, es el llamado “capacitismo”.
“Es una forma de violencia y discriminación hacia las personas con discapacidad que están obligadas a interactuar con un entorno que no es accesible, que fue edificado a partir de las necesidades de las personas sin discapacidad. Un ejemplo es el transporte, que está creado para un solo tipo de corporalidad. Al no concebir que las personas con discapacidad estén se excluye a las corporalidades diversas que necesitan, por ejemplo, una rampa”.
Por eso, sostiene después, “la discapacidad no es algo individual sino una construcción social. Lo que te discapacita es el entorno”.
Fue así, a lo largo de todo este proceso, que Daiana empezó a hablar de su “identidad disca”, a autoproclamarse “renga”, así, sin eufemismos. A hablar de “orgullo disca”, a definirse como “femidisca”.
“Creo que esto de pensar a la discapacidad desde lugares negativos, lastimosos o inspiracionales le quita valor a nuestras vidas, cierta dignidad. Reivindicar algunas palabras que tienen esa carga peyorativa es sacarnos de ese lugar tan nocivo de que la discapacidad es una vida invivible, una vida de mierda”.
Con “inspiracionales” se refiere al concepto de “porno inspiracional”, que también cita en el libro. Esta forma de contar la discapacidad en donde parece que todo lo que hagan debe ser una inspiración para otros, “un motivador”.
“‘No tiene piernas y terminó la universidad’ -cita-. En vez de cuestionar la falta de accesibilidad, se reduce todo a la meritocracia corporal, esto de que tenés que esforzarte el triple para lograrlo, no importa que no haya accesibilidad, si vos querés, vos podés”.
“Somos el bebedero inspiracional de las personas sin discapacidad. Esto sucede por las falsas creencias de que vivir con discapacidad es un sacrificio, es extraordinario, excepcional y que las personas y que los que lo hacemos somos guerreras”.
Esa fue la frase que eligió para hablar del tema en el libro; ésta la que ahora elige para despedirse de Infobae: “Ni pobrecita ni guerrera, renga y disca”.
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