Fue el sábado 2 de mayo. Su nombre -Santi Maratea- ya era muy conocido en el universo de las redes sociales pero esa noche había salido de su nicho en Instagram y emigrado a la televisión tradicional. Venía de involucrar a los famosos más famosos del país y de recaudar dos millones de dólares para comprarle el medicamento más caro del mundo a una beba llamada Emmita, así que estaba en la cresta de la ola. Fue en ese momento que el influencer Santi Maratea - casi 2.000.000 de seguidores ahora- se paró en un estudio de televisión y habló del suicidio de su Mariana, su mamá.
No era una historia vieja -habían pasado apenas 1 año y 9 meses desde esa muerte tan inesperada- por lo que, conmovido, la mirada celeste transparente, dijo algo que dejó al resto de los invitados de PH atragantados: que respetaba la decisión que había tomado su mamá, que la bancaba como siempre, tanto que “si pudiera hablar de nuevo con ella no le preguntaría por qué lo hizo”.
Santi era el hijo menor de Mariana Chevallier Boutell y también de Rafael Maratea, el hombre que ahora se sienta frente a la cámara de su teléfono y enciende un cigarrillo. Es el hombre que perdió al gran amor de su vida, el mismo que escribió en su Instagram un posteo llamado “Sobrevivir al suicidio” y se animó a hablar de ese tema del que no se habla. “Lo primero que tuve que trabajar internamente -escribió ahí- no fue ni el vacío ni la soledad ni la tristeza. Fue la culpa”.
Rafael había nacido en un entorno frágil. “Vivíamos en una casa que había hecho mi abuelo para sus hijos, un conventillo. Y nada, sorpresivamente, cuando yo tenía 4 años y mi hermana 3 mi vieja se fue de casa. Raro para la época porque la madre no abandonaba a sus hijos, normalmente si alguien se iba era el padre”, cuenta él a Infobae.
Lo criaron sus tías y “me fue funcional adoptar la figura de huerfanito”, sostiene. “Si había algo que yo necesitaba era atención y al ser un huerfanito la tenía por todos lados. Me sirvió en el colegio, con las mujeres, en el trabajo”.
Rafael creció y se convirtió en un tipo rebelde, peleador, y cuando volvió de hacer el servicio militar su padre lo echó de casa. “Yo venía con todos los patos volados de la colimba. No era fácil lidiar con una persona como yo. Mi viejo había vuelto a formar pareja y viste que el hombre no sabe estar solo...bueno yo creo que tuvo que elegir entre su mujer y su hijo, y eligió a su mujer, lo cual es cien por ciento válido. Te lo digo hoy de grande, de chico para mí se había portado como un hijo puta”.
Su padre murió en 1985: cáncer; su madre en 1986: cáncer también. Para ese entonces, “el huerfanito” dormía en la casa de algún amigo o en las camillas del vestuario del San Isidro Club con la complicidad del sereno. Ya había salido a flote trabajando como recolector de residuos primero y como vendedor en Coca Cola después y fue en 1988 cuando se reencontró con Mariana.
La construcción de un gran amor
“Cuando la volví a encontrar, Mariana ya tenía a los mellizos. La había conocido de chica en el club y la volví a encontrar cuando los chicos tenían dos meses. Estaba sola con ellos, el novio la había abandonado cuando estaba embarazada”, relata. “Así que empezamos a salir y rápidamente nos enamoramos”.
Los mellizos habían cumplido un año cuando Rafael -que era un muchacho de 27- les dio su apellido. Y en 1990, con ellos de testigos, él y Mariana se casaron. Al año siguiente, tuvieron a Josefina, y en 1992, al menor, Santi Maratea. “¿Por qué fue mi gran amor?”, piensa y repite la pregunta en voz alta.
“Había algo muy particular en nosotros y es que nunca fuimos pareja porque nunca estuvimos solos, siempre estuvieron los chicos. Crecimos juntos, siempre fuimos familia”, contesta. “Después tuvimos 200 millones de quilombos: el cáncer, no tener plata para comer, el desalojo, pero siempre con el espíritu de que lo importante era que nuestros hijos nos vieran salir adelante”.
Lo que siguió, en 1994, fue el cáncer: un linfoma de Hodgkin estadio cuatro (de cinco) trepaba por toda la cadena ganglionar de Rafael. “Cuando te dicen que tenés cáncer lo primero que se te viene a la cabeza es ‘listo, se acabó mi vida’, y eso mismo sentí. Así y todo hicimos el tratamiento, en ese momento la prepaga no te cubría los medicamentos oncológicos, así que empeñamos nuestras vidas. Nos desalojaron del departamento porque no podíamos pagar el alquiler, anduvimos mangueando plata por todos lados”.
Los más grandes tenían 7 años; Santi, el menor 4, la misma edad en la que Rafael había sufrido el abandono de su mamá. “Mi vida así no tenía demasiado sentido. Y dije ‘prefiero morirme, que Mariana rehaga su vida y que mis hijos crezcan en un entorno más sano’. Pero Mariana se sentó en la cama y me dijo: ‘Rafa vos te vas a morir, pero yo me quedo sola con los cuatro chicos’”.
“Así que Mariana fue un apoyo terrible durante el cáncer, fue la que me sacó adelante te diría”, sigue. Todavía no sabe bien cómo - “no sé si fue la medicina, el miedo a que mis hijos se quedaran solos, perderla a ella, no tengo idea”-, pero a los dos años de tratamiento el cáncer hizo una remisión completa.
Fue en ese entonces que Rafael empezó a escribir un libro llamado “Lo imposible solo tarda un poco más”, que ahora, 25 años después y para recaudar fondos, acaba de publicar la Fundación Sales.
Nada de lo que siguió, sin embargo, fue en terreno plano: no vino la meseta, no llegó el alivio. En el 2001 María José, su hermana, murió en el acto tras chocar de frente contra un camión por culpa de la imprudencia de un remisero. Era la única persona que quedaba viva de la familia biológica de Rafael.
Y en 2012 el cáncer volvió, esta vez en las tiroides. Rafael sobrevivió de nuevo pero lo que siguió en la línea de tiempo, sostiene ahora y se le nubla la mirada, “fue un shock total para toda la familia”.
Habla del suicidio de Mariana, en agosto de 2019.
La culpa
Tres semanas antes, cuenta Rafael, Mariana había vuelto de Nueva Zelanda de visitar a su hija y de presenciar el nacimiento de su segunda nieta. Como era coach certificada, además, habían cerrado un convenio para dictar una serie de talleres, por la que, al menos en apariencia, estaban “bien familiarmente, bien económicamente”.
“Ninguno de nosotros vio ningún indicio de que algo así podía pasar”, dice Rafael sobre aquel momento. Sin embargo, ahora que volvió sobre sus pasos para tratar de encontrar respuestas, cree que “se le habían juntado muchas cosas que la habían llevado a tener una actitud como... de tristeza. Ella también había tenido una vida complicada. Evidentemente estaba enferma, tenía depresión, pero Mariana era terriblemente fuerte, muy orgullosa y siempre mostró que podía sacar adelante cualquier cosa que le pasara, entonces ninguno de los que estábamos alrededor nos dimos cuenta”.
No había muerto de una larga y penosa enfermedad, no había un asesino al volante a quien señalar esta vez, así que Rafael se enterró en la oscuridad. “No podía salir de la cama, me quería morir todos los días”, cuenta a Infobae.
“Lo que sentía era que la culpa era mía, directamente. De lo que no había hecho, de lo que había hecho pero mal. ¿Por qué no me di cuenta? ¿por qué no estuve al lado? ¿por qué no hablé? ¿por qué no la escuché? La culpa te empieza a carcomer, empieza a abordarte de una manera incontrolable”.
Dicen que todos sintieron lo mismo hasta que él empezó a entender que “uno no tiene injerencia sobre la vida de los demás, por más que quiera. Yo pensaba ‘se mató por mí’, como si yo fuera tan importante. Es la soberbia de creer que podemos controlar las decisiones de los demás”.
La única forma que encontró para salir de esa encerrona fue “convertir la culpa en responsabilidad”, de eso escribió en su posteo “Sobrevivir al suicidio”.
“Yo hoy puedo decir ‘¿qué responsabilidad tuve sobre la muerte de Mariana?’. No tuve el diálogo que tendría que haber tenido. Ok. ¿Cómo lo puedo cambiar? Teniendo más diálogo con la gente, con mis hijos. ‘No estuve cerca cuando tenía que estar’. Ok, ¿Cómo remedio eso? Estando más cerca de los otros. ‘No me di cuenta de lo que le estaba pasando’. Ok, ¿Qué puedo hacer? Quedarme cerca si intuyo, desde el corazón y no desde la cabeza, que algo no está bien’. La culpa no te deja hacer nada, no sirve para nada, pero la responsabilidad es la habilidad de responder: te da el poder de hacer algo, al menos con otros”.
Rafael enciende otro cigarrillo, hace una pausa, sonríe como puede, se despide. Está por cumplir 60 años y si necesitó varias décadas para digerir el abandono de su madre primero y la expulsión de su padre después, es lógico que todavía no tenga la distancia para entender la muerte de Mariana.
Desde allí sigue preguntándose “por qué”, intentando entender lo que ya sabe que no va a entender nunca. “Acá estoy, reconstruyéndome”, así termina su posteo.
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