Habían trabajado incluso en Navidad por eso a Nicolás, que tenía 34 años y era asistente de producción, se le ocurrió una idea. Estaban en Chubut, tenían auto, juventud y cinco días libres hasta la grabación de la siguiente publicidad: la suma perfecta para manejar hasta la costa y pasar Año Nuevo, con amigos, en la playa de Puerto Pirámides.
Era, al menos en ese entonces, un clásico ritual patagónico: miles de jóvenes en motorhomes, carpas y cabañas que se instalaban a despedir el año viejo y recibir el nuevo en la costa rocosa. Así que Nicolás Stupenengo, que se había criado a 500 kilómetros de ahí y conocía bien el ritual, le dijo “¿vamos?” a un amigo, a otro, después llamó a los de Comodoro Rivadavia -“che, ¿se copan?”-: cuando quiso darse cuenta, eran 14.
“Yo había llevado la bici; Ezequiel, mi amigo, el que terminó tirándose al mar para sacarme, también”, cuenta a Infobae. En esa época, Nicolás practicaba kite surf (un deporte acuático de deslizamiento), corría, hacía yoga y había empezado a participar en carreras de aventura en bicicleta, por lo que subieron a los cerros, hicieron deportes en la arena, entrenaron y se tiraron al mar de cabeza desde las rocas una, dos, tres, mil veces.
El 31 de diciembre de 2006 comenzó a atardecer en Puerto Pirámides como un día más. Era una tarde cálida de mar calmo, nada hacía suponer que la vida de Nicolás podía cambiar así, en un instante y para siempre. El plan para la cena de año nuevo era hacer un asado en la cabaña así que algunos se quedaron en la playa para aprovechar el día hasta el final.
Eran las seis de la tarde cuando volvieron a subir a los riscos para tirarse desde la altura. “Nos avisaron que había empezado a bajar la marea. La marea en Comodoro tarda seis horas en bajar, entonces nos tiramos igual pero con cuidado, tratando de hacer saltos de cabeza pero largos, no tan de punta”.
Nicolás, que también sabía algo de saltos ornamentales, decidió hacer el llamado “salto de Jesucristo”. “Te parás bien en el borde de las rocas, abrís los brazos y te dejás caer en caída libre, con el peso del cuerpo”, cuenta ahora. Eso hizo. “Pero apenas entré al agua sentí como un crack”.
Todo había cambiado en esos tres segundos. Sin embargo, no había subido una mancha de sangre capaz de alertar al resto. Nicolás no se había golpeado la cabeza contra el fondo.
“Sentí el crack y me dejé ir abajo del agua, sentí que llegué al fondo y con las piernas me impulsé para salir, ese recuerdo lo tengo vivísimo”, sigue. “Salí a flote, braceé, y no me alcanzaba, como que me hundía. Sentir el agua que te tapa la cara, que me tapaba la boca y pedir ayuda, ese es el recuerdo que tengo”.
Por su fama de “jodón” sus amigos pensaron que les estaba haciendo una broma hasta que Ezequiel vio la expresión en su cara y se tiró a sacarlo. “Me acostaron ahí en la restinga, arriba de las piedras. Y ahí me preguntó ‘¿qué te pasa, Nico?’, ‘¿qué pasó?’. Y yo le dije: “No sé, pero la cagué”. Nicolás todavía sentía las piernas pero la sensación que tuvo fue nítida: “Sabía que había pasado algo y que era irreversible”.
Le preguntaron “¿podés mover las piernas?” y su respuesta dio una pista: “No sé, ¿las estoy moviendo?”. La imagen que sigue, lo que ahora llama “el recuerdo vivo” es otra sensación: el momento en que “se me empezó a dormir todo, la certeza de que se me apagaba el cuerpo”.
El duelo
Nicolás cuenta su historia a Infobae en su departamento, un séptimo piso en Núñez donde vive junto a Sofía. Tiene 49 años, está sentado en su silla de ruedas y Sofía es una labradora negra de asistencia, la perra que ahora escucha “Sofi, traeme” y le alcanza las llaves que se le acaban de caer de las manos.
Esa tarde de 2006, mientras miles de jóvenes que habían ido a pasar el ritual a la playa se preparaban para cenar, Nicolás viajaba, completamente horizontal e inmovilizado, en la ambulancia de la salita de primeros auxilios. Estaban en un pueblo de menos de 600 habitantes, por lo que tuvieron que trasladarlo.
Casi a la medianoche y ya en Puerto Madryn se enteró: la quinta vértebra -explica y se señala el cuello, atrás- se había roto, se había desplazado y había pellizcado la médula. “Eso había ocasionado una lesión medular, la responsable de la falta de comunicación entre mi cabeza y mi cuerpo”. ¿Pero cómo, si no se había dado la cabeza contra el piso?
“Yo tengo el recuerdo de que algo pasó en el momento en que entré al agua, como que se me frenó el cuello. Después, investigando, me enteré de que lo llaman ‘espejo de agua’, lo que significa que el agua, en ciertas condiciones, hace como un ‘efecto cemento’”.
La sexta vértebra también estaba rota por lo que el pronóstico era “incierto”: nadie podía asegurar si iba a volver a caminar o no. “Las primeras noches no dormí, lloraba. No entendía nada, sentía dolor, incomodidad, tenía sensaciones muy raras. Sentía como cucarachas, gusanos en los brazos, como si tuviera bichos caminándome por el cuerpo”.
Lo operaron -esa es la razón de la cicatriz que le atraviesa la nuca- y estuvo seis meses en rehabilitación hasta que logró volver a mover un poco los brazos. El duelo, sin embargo, ya estaba en marcha.
“Cuando pasó todo yo estaba en un momento muy particular de mi vida, me sentía en mi eje. Sentía que era feliz, que tenía todo lo que necesitaba y quería para mi vida, estaba como cerca del nirvana, por decirlo de alguna manera. Así que el mayor duelo que tuve que hacer fue olvidarme de la vida pasada, dejar de comparar y empezar a generar con esta vida”.
Antes de ser este Nicolás en calma, hubo bronca, llanto, enojo, frustración crónica: “Si, porque es durísimo, pasás meses haciendo lo mismo, años para que te salga, y a veces no te sale. Yo tuve que practicar tres años seguidos para poder girarme solo en la cama”, cuenta.
“Hay que estar ahí todos los días, aceptando las emociones. Es durísimo, es tedioso, es trabajo día a día, es no ver cosas parecidas en tu entorno, la falta de accesos, la discriminación, ver que todo el mundo hace su vida y vos...no ves vida, al principio no ves vida”.
Salir a flote
Por supuesto que Nicolás nunca llegó a trabajar al comercial de BMW que dirigió Spike Lee. Necesitaba asistencia las 24 horas, por lo que tuvo que volver a vivir con sus padres y pasó años repitiendo ejercicios. Hasta que conoció a Luciana, su ex novia, y empezó a quedarse a dormir en la casa de ella.
Eso, que es un camino natural en otras parejas, tenía un significado diferente para él: poder salir de la casa de los padres, de la asistencia permanente, desafiarse, una motivación para lograr más independencia.
El bienestar, aquel estado de plenitud que había dejado en el mar, volvió en ráfagas y con el tiempo, aunque de otras maneras: “Un momento fascinante fue cuando pude volver a manejar. No por manejar sino porque fue el momento en que pude volver a estar un rato solo”, cuenta.
Esa sensación fue la que lo empujó a comprarse un colectivo de la línea 113 que ahora está adaptando. El plan es convertirlo en un motorhome que él pueda manejar sin ayuda para salir a recorrer el mundo.
Nicolás fue recuperando algo de su independencia (ahora trabaja en el Consejo de la Magistratura porteño y es facilitador en la Escuela Latinoamericana de Coaching ontológico), aunque la ciudad en la que vive no ayudó en nada.
Son pocas las estaciones de subte con ascensores y muchos los colectiveros que siguen de largo cuando ven a alguien en silla de ruedas en la parada. Son pocas las veredas sin cráteres y muchos los mozos que dicen “no está permitido entrar con perros”, pese a que una ley permite entrar a lugares públicos y privados con perros guía o de asistencia.
Ahora volvió, además, a las cámaras, pero ya no como asistente de producción sino como actor. Junto al director Nahuel Martínez Cantó está haciendo una obra de teatro llamada “Nicolás anda”: un monólogo en el que le habla a la gente pero también se habla a él mismo.
“Me hablo de lo que quiero en el futuro, de lo que quiero en mis relaciones, de que quiero encontrar a una persona con quien compartir mi vida. Me hablo de lo bien que me hace Sofía, de mi relación con el mundo, les hablo de lo difícil que es para las personas con discapacidad salir a la calle”, se despide.
Después señala un estante en el que están las fotos de aquel viaje a Pirámides, y en su brazo izquierdo se ve el tatuaje que se hizo dos días después de salir de aquella larga internación. Es el Ouroboro, un signo que representa a una serpiente circular que se muerde la cola. “Es la teoría del ciclo -explica-. ¿Qué significa? Que donde todo termina, todo comienza”.
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