Meg Ryan cumple 60. La actriz que deslumbró treinta años atrás; la que participó, en poco tiempo, de tres películas que se convirtieron en clásicos inmediatos; la que revitalizó la comedia romántica; la que protagonizó el orgasmo más famoso del cine; la que fue castigada por el público por salir con el hombre (que ellos consideraban) equivocado; la que vio cómo su carrera se escurría mientras los demás la juzgaban. Su éxito, que parecía no iba a terminarse nunca, chocó contra la rigidez moral de una época, contra su arbitrariedad, el día que hizo lo que quiso y no actuó como un personaje guionado.
Cuando se convirtió en la reina de la comedia romántica, con ese sprint de éxitos de fines de los ochenta y principios de los noventa, se hablaba de ella como “La Novia de América” (American Sweetheart), un cetro incierto pero algo halagador que –como en el boxeo la Gran Esperanza Blanca- fue ostentado por varias a lo largo de las décadas. Pero antes de su explosión en el cine, Meg Ryan fue literalmente, la Novia de América. En 1982 empezó a actuar en As The World Turns, una telenovela que estuvo en el aire 54 años, desde 1956 hasta 2010. El segundo capítulo más visto de la historia del programa fue cuando Betsy, el personaje que interpretaba Meg, se casó. El rating indicó que ese episodio lo vieron veinte millones de personas. Sólo duró dos años en el show. Los productores la descubrieron y la querían para proyectos más ambiciosos.
Consiguió pequeños papeles en diversas películas pero no conseguía la oportunidad que esperaba. Participó en Top Gun, Armados y Peligrosos y Muerto al Llegar.
El gran salto llegó cuando Molly Ringwald, la actriz joven de la segunda mitad de los ochenta, rechazó el papel en Cuando Harry Conoció a Sally. Nora Ephron y Rob Reiner confiaron en ella. La química con Billy Crystal se produjo y el film marcó el renacimiento de la comedia romántica. Esa Sally se identificaría de inmediato con Meg. Y los atributos del personaje todos los trasladaron a la actriz: simpática, algo distraída, encantadora, inteligente y pertinaz.
Nadie puede dudar que el momento más memorable de la comedia es el orgasmo fingido por Meg Ryan en el restaurante rodeada por cientos de personas. Si por alguna escena será recordada, será por esa.
En sus inicios, en las primeras versiones del guión, sólo se trataba de una conversación entre los personajes. Harry se vanagloriaba de que las mujeres la pasaban bien en la cama con él, y ella le afirmaba que seguramente más de una había fingido. Meg Ryan propuso mostrar cómo simulaba: podía ser más convincente que sólo contarlo. Show not tell, el viejo principio de los narradores norteamericanos.
El problema fue que en el momento del rodaje, la actuación no convencía a Reiner. Las decenas de personas del equipo técnico, los extras y las cámaras no permitían que Meg se soltara. El director le fue exigiendo cada vez un poco más hasta llegar a la toma que quedó en la película. Para mostrarle a Meg la intensidad de lo que pretendía, Reiner se sentó frente a ella en la mesa, y comenzó a gritar como un poseso mientras golpeaba la mesa. “Algo así tiene que ser”, le dijo.
Pero, como todas las grandes películas, los momentos más memorables se construyen con aportes de muchos, que van dándole una textura al momento, agregando detalles, sumando capas, perfeccionando la situación original. Con la sonrisa irónica de Meg Ryan y su inmediato volver a la ensalada que estaba comiendo podría haber finalizado la escena. Pero en medio del set, Billy Crystal propuso otro remate. Y ese one-liner es el más recordado de la película (elegido entre las 100 grandes frases del cine norteamericano por el American Film Institute). Apenas Sally finaliza su prolongado orgasmo fingido, vemos a una señora mayor (la madre de Rob Reiner en la vida real) decirle a un mozo: “Quiero lo mismo que ella” (en inglés es todavía mejor: I´ll have what she’s having).
Unos años atrás, la hija de 14 años de Meg Ryan vio la escena por primera vez. La actriz estaba en su cuarto cuando escuchó que desde el living provenían gritos y gemidos que a ella le resultaron demasiado conocidos. Al asomarse vio a su hija con quien era su pareja en ese momento, el músico John Mellencamp, viendo ese fragmento de la película. Meg se retiró avergonzada. Mientras Mellencamp decía que la chica debía saber que la madre había protagonizado una de las grandes escenas de la historia de la comedia cinematográfica.
En el lugar en que se filmó, en el famoso Katz’s Deli del Downtown de Nueva York, hay un cartel colgando del techo que señala la mesa en que Meg Ryan fingió su orgasmo.
La carrera de Meg, a parir de ese momento, fue ascendiendo. Se había convertido en una estrella. Filmaba muy seguido y su cachet había aumentado considerablemente. La primera vez que compartió pantalla con Tom Hanks fue en Joe Vs Vulcano. Ese tándem filmó otros dos clásicos invencibles de la comedia romántica. Algo para recordar y Tienes un E Mail. También filmó otras comedias en las que lucía su tempo exacto; la eficaz French Kiss y Adictos al Amor fueron las más destacadas.
Pero su trilogía perfecta, esa por la que será recordada, la que la convirtió en la actriz de comedia de su generación tiene un factor común: Nora Ephron. Guoinista en Cuando Harry Conoció a Sally, también fue la directora de las dos con Tom Hanks. Ephron con su gracia, con su inteligencia, con el brillo de las réplicas exactas, con su prodigioso ritmo pero en especial con la mirada implacable y refractaria a la condescendencia logró explotar el potencial cómico y romántico de Meg como nadie. La Meg Ryan que nosotros conocemos, la memorable, la que queremos es la Meg de Nora Ephron.
En 1987 en el rodaje de Innerspace conoció a Dennis Quaid. Él era un actor que estaba en una etapa ascendente de su carrera. Lo llamaban los mejores directores, salía en las revistas, era conocido, tenía prestigio. Recibía decenas de proyectos semanales para elegir. Era también alguien que vivía a gran velocidad, al límite, con fama de chico malo. Se enamoraron , vivieron juntos y se casaron. En 1992 tuvieron a Jack, su único hijo.
Eran una de las parejas que más atención concitaban en Hollywood. El contraste entre las personalidades públicas de ambos generaba intriga y atracción. Él era un duro, que vivía al límite, poco dócil; ella era amable, repleta de ternura y con un aire ingenuo. Los estereotipos monopolizaron las miradas. Que Dennis tenía problemas con las drogas era algo conocido. Él lo había reconocido en varias entrevistas. Dijo que en los ochenta, en los sets de filmación y en los camarines, la cocaína era parte del mobiliario y que era casi imposible ser actor y resistirse a ella.
Pero algo más los empezó a separar. Sus carreras dejaron de crecer juntas. Meg se convirtió en una súper estrella mientras Dennis Quaid se fue apagando. Esa asimetría en el crecimiento profesional puso distancia en el matrimonio. Él no pudo aceptar el suceso de ella mientras permanecía estancado. Parecía haber encallado en las arenas movedizas de Hollywood. A simple vista parecía estar estancado pero cada movimiento sólo lo hundía más.
En el año 2000, Meg hizo algo que ya venía haciendo pero que en este caso se magnificó por los resultados posteriores. Eligió un proyecto diferente: ella alternaba las comedias románticas, terreno en el que reinaba, con otro tipo de películas de diferentes géneros y con mayor riesgo artístico como la biopic de Jim Morrison dirigida por Oliver Stone o Cuando un Hombre Ama a una Mujer.
Prueba de vida era un thriller que prometía sacudir la taquilla y con un poco de suerte llegar hasta los Oscars. Dirigida por Taylor Hackford Meg compartió protagonismo con Russell Crowe, que venía de actuar en Gladiator. La fórmula parecía garantía de éxito. Pero no sucedió. Al contrario. En vez de expandir los horizontes comerciales de la actriz, cambiarle el perfil para que también pudiera recaudar millones con otros géneros, Prueba de Vida significó el fin de la carrera de Meg Ryan, al menos cómo se la conocía hasta el momento.
Primero fue un rumor, después una certeza. Meg Ryan estaba saliendo con Russell Crowe. Fue algo más que un chimento, que un romance entre famosos. Fue un escándalo. Meg fue condenada de inmediato. Ella, la Novia de América, la ingenua y querible, de la que todos se enamoraban, se había convertido en una adúltera. Fue juzgada en cada medio. La lapidación pública fue masiva.
Poco importó que la relación con Quaid ya estuviera acabada, de sus excesos, de las múltiples infidelidades del actor. Lo importante era que Meg había hecho lo que no se esperaba de ella, había defraudado a su público. La película, con esa pareja taquillera, con la publicidad gratis del escándalo mediático detrás, fracasó. El público había empezado a castigar a la actriz. Alguien debe haber pensado que sólo se había tratado de un traspié, de esa regla no escrita de Hollywood que dice que cuando un rodaje sufre complicaciones o queda demasiado expuesto en los medios, eso termina afectando su recaudación posterior. Así que si ella volvía a la comedia con un gran proyecto y una contrafigura masculina fuerte, todo se encaminaría. Pero Kate y Leopold con Hugh Jackman tampoco funcionó. Algo se había roto entre Meg Ryan y su público. Y ese lazo jamás se pudo recomponer.
No era la primera vez en su carrera que no querían escuchar lo que ella tenía para decir. Tras Algo para recordar en las notas de varias páginas de extensión que le hacían las revistas sus problemas parecían reducidos a la tensión con su madre que la había abandonado cuando ella era chica y había regresado con la fama. Los problemas de pareja, que muchas veces se reconocían –con descripciones bastante gráficas de conductas erráticas y violentas de Quaid- no recibían tanta atención; ni siquiera se los consideraba problemas.
Para marcar las diferencias entre un hombre y una mujer, entre lo que una relación amorosa puede afectar una carrera u otra, sólo debemos recordar que al año siguiente Russell Crowe llegó a los Oscars con Una Mente Brillante mientras la carrera de Meg Ryan se desvanecía.
La pareja con Crowe también se deshizo. Los medios presupusieron que él la había dejado. Y ante el silencio de ambos eso fue lo que se publicó durante años, hasta que ella, mucho tiempo, contó que había sido al revés, que la presión de la situación, que el peso que cayó sobre ella la obligó a dar un paso al costado y dejar también a su novio de entonces. No pudo lidiar con el monstruo que la atacaba por todos lados.
En 2003 hizo un último gran intento por volver a los primeros puestos. In The Cut de Jane Campion era una apuesta fuerte. Un proyecto que Nicole Kidman preparó durante años pero del que tuvo que desistir poco antes del rodaje. Una película dura, con desnudos frontales y escenas de sexo. Pero ni siquiera el morbo movilizó el público a las salas. Meg Ryan había perdido su estrella.
Tratar de entender qué fue lo que sucedió con su carrera a partir del romance con Russell Crowe es interesante. No contaban los problemas de Dennis Quaid, sus actos violentos, adicciones, ni infidelidades. Era algo que se le permitía, que nadie iba a juzgar con demasiado rigor, algo que era esperable de él. Pero ella tenía otro tipo de obligaciones. Debía cumplir con las expectativas ajenas, estar a tono con los personajes que interpretaba, responder por lo que el público imaginaba de ella.
Los proyectos se espaciaron. Filmó unas pocas películas en las últimas décadas; ninguna tuvo demasiada repercusión. Su amigo Tom Hanks acudió en su ayuda. En 2015 Meg debutó como directora en Ithaca y Hanks fue el actor principal. Pero una vez más el público y la crítica le dieron la espalda. Estuvo muchos años en pareja con otro que triunfó en los ochenta y cuyos grandes éxitos habían quedado en el pasado, el rockero John Mellemcamp (ya sin el Cougar).
En los últimos años sorprendieron los cambios de fisonomía de la actriz. Eso hizo que se volviera a hablar de ella. Casi unánimemente se condenaron los efectos de las cirugías estéticas en su cara. Los rasgos endurecidos, asimétricos, artificiales. La mirada tierna e inquieta y la expresividad prodigiosa murieron bajo el bisturí del cirujano plástico. La lucha contra el tiempo hizo que la gente la dejara de reconocer. Todo el mundo sabía, en realidad, que era Meg Ryan la que se escondía detrás de esa sonrisa forzada y fosilizada. Pero no la Meg que los había enamorado, la que al final de la película se iba a quedar con ellos.
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