El 4 de agosto de 1938, él, que siempre se había hecho pasar por vivo, exageró su inocencia, impostó una credulidad de la que carecía. Se presentó ante la División Defraudaciones y Estafas de la Policía Federal para denunciar un engaño. Una boina, un saco raído, los pantalones manchados. Un pueblerino al que no le había quedado más remedio que acudir a la policía porque la gran ciudad lo había devorado. Hasta hacía unos días era poseedor de una fortuna, encontrada de manera casual, pero suya. Y en pocas horas lo habían despojado.
El hallazgo era fenomenal. El Santo Grial de la historia argentina. El Tesoro de Sobremonte. 100 kilos de oro y 33 de piedras preciosas. El hombre tenía entre manos una gran historia y una fortuna que le permitiría vivir tranquilo de ahí en adelante. Pero había sido engañado.
La versión que Viernes Scardulla contó tenía algunos agujeros pero los policías le creyeron. Un hombre humilde con lagunas por la emoción y las lógicas dificultades para expresarse por la falta de educación. La historia se podría resumir así: tres años atrás, en el lecho del Arroyo Las Garzas en Pergamino, encontró unos cofres. Junto a su cuñado los extrajo. Pero no podía abrirlos. Las medidas de seguridad originales y el paso del tiempo los habían vuelto herméticos, impenetrables.
Estaba convencido de que eran de valor. Pesaban mucho. Alguien le dijo que podía ser el del Virrey Sobremonte, aquel que en las Primeras Invasiones Inglesas sacó de Buenos Aires. Eso que empezó como posibilidad, rápidamente se convirtió en certeza. Empezó a buscar ayuda, necesitaba que lo guiaran. Una de las cartas la envió al Senado de la Nación. Le respondieron ofreciendo colaboración.
Viernes Scardulla viajó hasta la Capital y fue al despacho de Roque Monti, funcionario del Senado. Allí abrieron los cofres, vieron los lingotes y las monedas y las piedras preciosas, hicieron un breve inventario, firmaron un recibo y Viernes Scardulla se llevó 22.000 pesos a su hotel a modo de viáticos y anticipo de lo que le tocaría, mientras los otros hacían los trámites del caso y lo comunicaban a las autoridades competentes.
Pero Viernes se quedó esperando un llamado que nunca llegó. Monti había escapado con el tesoro. Pasaron tres años de dilaciones, evasivas y silencios hasta que Scardulla decidió regresar a Buenos Aires para hacer la denuncia policial. Hay que insistir: esta es la versión que brindó Scardulla en su declaración policial, en su pedido de ayuda.
La policía se puso en movimiento apenas recibió la denuncia. A los investigadores les llamó la atención la detallada descripción que brindó del hombre que lo engañó y hasta las pistas que dio para que pudieran ubicarlo. Aunque supuestamente habían surgido en la charla que habían tenido en el Senado eran extremadamente exhaustivas. Dieron con Monti con demasiada facilidad. Y aunque él negó llamarse Monti de nada le sirvió. Fue detenido. En pocas horas la policía supo que en realidad su nombre era Luis Valdivieso. Lo antecedía un largo prontuario y tenía pendiente varias causas por estafa. Dos días después de su captura, Valdivieso se suicidó mientras permanecía detenido en el Departamento Central de Policía.
Si hasta ahí había alguna duda, si quedaban varios hilos sueltos en la versión algo tropezada de Scardulla, el suicidio le dio una pátina invencible de verosimilitud. Valdivieso se había quitado la vida porque su fraude había sido descubierto.
Los grandes diarios de la época, en especial Crítica y su cronista Gustavo Germán González (G.G.G.) tenían contactos muy fluidos con miembros de la fuerza y obtenían primicias. Los hechos policiales eran un gran motor de la venta de diarios populares. Sus coberturas funcionaban a la manera de un folletín, aportando tensión en el relato y un dato nuevo o una hipótesis (no importa cuán descabellada fuera) por día. La historia de Viernes Scardulla y el tesoro de Sobremonte fue tapa de los diarios durante varios días. El hallazgo era fenomenal. Scardulla se había convertido en un personaje popular. Daba testimonio, su foto aparecía en diarios y revistas. La gente sentía lástima por él, por su mala suerte. Con el correr de los días, Scardulla fue traicionado por su temperamento y su afán innato por sacar ventaja y se fue poniendo cada vez más locuaz con los periodistas y los investigadores.
Una misión policial viajó hacia Pergamino para inspeccionar la zona y obtener más testimonios. Fue en ese momento que la historia de Viernes se empezó a resquebrajar. Por un lado varios historiadores salieron a afirmar que de ninguna manera podía tratarse de los cofres y baúles que Sobremonte se había llevado en su fuga apenas Buenos Aires era invadida. Ese tesoro fue robado por los ingleses y llevado a Londres.
Hasta ese momento el dato no pareció importar demasiado: nunca fuimos demasiados buenos para la precisión histórica. Ante esta eventualidad, Scardulla puso en práctica su plan B. Debía endilgarle el tesoro a alguien más. En la zona de Pergamino tenía propiedades Pancho Sierra, famoso curandero, del que se decía tenía una fortuna incalculable. El tesoro de Sobremonte mutó en el botín de Pancho Sierra.
Pero lo peor para Scardulla vino poco después. La exposición pública hizo que muchos que lo conocían salieran a hablar de él. Y a contar a qué se dedicaba, a recordar públicamente su pasado.
Viernes tenía varias ocupaciones simultáneas. Ninguna de ellas honesta. Se hacía pasar por curandero, arreglaba carreras de caballos inventándoles antecedentes que no tenían y estimulándolos, era tahúr en pulperías y boliches decadentes y se especializaba en las variantes más sofisticadas del Cuento del Tío.
Es decir las mil y unas maneras de defraudar la confianza ajena, de horadar la fe pública. Era un tiempo más inocente, en el que la gente estaba menos en guardia y los aprovechadores encontraban siempre un resquicio o un vecino más permeable al engaño. Esas pequeñas victorias (cada victoria era pequeña y las derrotas eran enormes; tanto que cuando se presentaba alguna debía mudarse de pueblo) eran efímeras y alimentaban la necesidad de seguir engañando.
No sólo aparecieron testimonios, alguien en la policía hizo lo que otro tendría que haber hecho antes: fue a buscar su prontuario. Viernes había sido cómplice de la banda de El Pibe Cabeza y lo habían detenido por ese motivo. Sus antecedentes penales eran varios. El golpe final llegó cuando un hombre envió un mensaje al jefe de la policía. Había un herrero de Venado Tuerto que tenía algo para contar. Un tiempo antes Viernes Scardulla le había encargado que confeccionara unos cofres que aparentaran ser antiguos, los rellenara de hierros antiguos y que a dos con ellos los soldara para que no pudieran ser abiertos.
La noticia ocupó, de nuevo, la tapa de los diarios. Parecía caso cerrado aunque Scardulla siguiera negando todo. No se necesitaban demasiadas pruebas más. Pero la visita policial a Venado Tuerto eliminó cualquier tipo de dudas. Con el cuento del tesoro de Sobremonte y vendiendo parte de las ganancias futuras cuando se abriera, Viernes Scardulla le había sacado plata a al menos cinco personas distintas por un valor superior a los cien mil pesos de ese momento, una pequeña fortuna. El ardid había sido sencillo. Scardulla tenía algunas pocas joyas fruto de sus robos con El Pibe Cabeza y las mostraba como si fueran parte de lo que Sobremonte se quiso llevar consigo. La gente estaba convencida de que su plata se multiplicaría.
Viernes Scardulla tuvo que confesar su engaño. Pasó a ser considerado como el mentiroso más grande del país. Y así literalmente se lo llamaba en las portadas de los vespertinos que compraban cientos de miles de personas. La policía lo detuvo de inmediato. Las causas en su contra se apilaban en los juzgados. Parecía que había estafado o al menos intentado hacerlo a cada persona con la que se cruzó en su vida.
Sólo faltaba cerrar una incógnita. ¿Qué papel había jugado Valdivieso en todo esto? ¿Por qué se había suicidado? Scardulla tenía deudas con el hampón, algunas cuentas poco claras de algún ilícito. Valdivieso lo buscaba hacía un tiempo. Scardulla pensó que si dirigía a los investigadores hacia él, lograría sacarlo del camino y que todas las cuentas pendientes que tenía con la justicia caerían sobre su perseguir y Viernes evitaría pagar lo que debía y/o las represalias del hampón.
Viernes creyó que el movimiento de difundir su mentira en Buenos Aires y nacionalizarla lo protegería de los reclamos de sus acreedores, de aquellos a los que había tentado con el contenido de los cofres. Él no les iba a poder devolver la plata porque había sido engañado. Estaba en los diarios.
La apuesta le salió mal. Pasó varios años preso.
Al ser liberado se dirigió a San Luis, necesitaba vivir en un lugar donde no lo conocieran. Allí continuó con sus viejos hábitos de pícaro. Tenía el don de la palabra fácil, era una especie de encantador que sabía dar en el blanco de las debilidades ajenas, un flautista de Hamelin de los márgenes, de la menudencia. Su locuacidad y la permanente sensación de impunidad le permitieron ganarse la vida durante años.
Sus actividades fluctuaron entre el curanderismo y el ejercicio ilegal de la medicina. Por un tiempo se hizo llamar Dr. Herrera. A él acudían los campesinos de la zona. Sin importar la afección que tuviera sólo recetaba tres medicamentos: jarabe para caballos, flores de chañar y yuyos que proliferaban por la zona. Cuando lo desenmascararon y después de pasar otro par de años en la cárcel, siguió haciendo lo mismo pero ya sin usurpar título. Era, directamente, el curandero de la zona.
A principios de la década del setenta, poco antes de su muerte, el gran periodista Alfredo Serra, en ese entonces en Revista Gente, lo encontró. Seguía en San Luis, rodeado de necesidades. Prometía publicar unas memorias explosivas que nunca llegó a escribir.
Viernes, como si nada hubiera pasado, volvió a contar la historia de los cofres, de Sobremonte, del hallazgo en el arroyo y de cómo fue timado por el empleado del Senado. Coherente con su historia. Impermeable a la verdad.
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