“¡Sacate eso!” El grito sonaba a revancha para cientos de mujeres que deliraban ante los bailarines aceitados vestidos como playmates. Con sus clásicos puños de camisa y cuellos con moño de smoking, esos varones musculosos y semidesnudos hacían por primera vez lo que tantas chicas habían hecho durante años, y ellas pagaban con aullidos y propinas generosas en sus tangas.
La década del setenta llegaba a su fin y esos hombres reclutados en los gimnasios y bares de Los Ángeles parecían sintetizar en cada show todas las promesas de libertad sexual.
“¡Que te saques eso! ¡Sacatelo ya!”, respondía al unísono la platea femenina cada vez que el presentador les preguntaba que querían. Todo en el club estaba dispuesto para cumplir sus fantasías, al punto en que, la noche en que la policía irrumpió en el local para clausurarlo por indecente, unos meses después de su inauguración, en 1979, la mayor parte del público creyó que sólo se trataba de otra coreografía.
Los strippers fueron detenidos por desnudez y, cuando volvieron al escenario tras el pago de varias multas y fianzas, se impusieron reglas más claras para las asistentes: podían seguir poniéndoles billetes en el elástico de los slips, pero ya no los podían tocar.
Y sin embargo, toda la confusión de la redada, terminó de definir el perfil de los shows. Fue el disparador del famoso número del policía sexy, y de que se sumaran disfraces como el del Zorro y el del cura hot, además de guiones y coreografías mucho más elaboradas para darle a las clientas lo que realmente querían –desde servirles los tragos, hasta darles conversación para que se sintieran deseadas–, aunque después todo se resumiera en aquel imperativo más bien elemental: “¡Sacate eso! ¡Sacatelo ya!”
El legendario club de strippers Chippendales, en West Los Ángeles, fue fundado por el empresario de origen indio Somen “Steve” Banerjee casi como un experimento.
Retraído y de bajísimo perfil, había comprado el bar Destiny tres años antes, en 1975, y pese a que funcionaba bien los jueves, viernes y sábados, necesitaba mejorar la performance el resto de la semana. Primero, probó con luchas en el barro y magos. Hasta que conoció a Paul Snider, un canadiense que parecía su versión opuesta: era ostentoso –usaba joyas y tapados de piel y manejaba un Corvette– y se jactaba de vivir de las mujeres –ya en su Vancouver natal se hacía llamar “el fiolo judío”–, incluyendo a su esposa, Dorothy Stratten, la conejita del año de Playboy y una de las favoritas de Hugh Hefner.
Fue idea de Snider convertir al Destiny en un club de streaptease con público femenino. Lo había visto en varios boliches gays de Canadá, pero no existía nada parecido para mujeres. También fue él quien propuso que el uniforme de los mozos y bailarines imitara al de las Playmates, un guiño al mundo de Hefner (y de la ascendente Stratten), del que cada vez se sentía más marginado. Banejeree dudó: ¿de verdad ellas querrían ver algo así?
De cualquier manera, tenía que lograr que las cuentas del local cerraran, así que decidió hacer una prueba. Las 600 clientas que se agolparon en la larga fila para entrar el día del debut, terminaron de convencerlo. Pronto el empresario comprendió que el negocio era atraer exclusivamente a esas mujeres y rebautizó al club como Chippendales, porque era un nombre pegadizo y porque –como los muebles de estilo ingleses en los que se inspiró– pensó, con cierto prejuicio, que tenía que ser un lugar con clase que se distinguiera de los antros con clientela masculina.
Cuarenta años después, la docuserie La maldición de los Chippendales, de los productores del premiado Searching for Sugar Man (2013), reflota la historia de los creadores del striptease masculino para desnudar también lo que los detectives del caso definen como “la trama de asesinatos más bizarra jamás investigada por el FBI”.
Lo que comenzó como un emprendimiento innovador a la medida de aquellas amas de casa de todas las edades que pagaban cada noche para sentir, al menos por unas horas, “que tenían toda la situación bajo control”, no tardaría en ensombrecerse bajo un halo de crímenes sórdidos de los que el documental de True Crime da cuenta desde sus episodios iniciales. El primero, en agosto de 1980, marcó el abrupto final de la sociedad original entre Banerjee y Snider, sacudió también a Hollywood.
Snider había llegado a Los Ángeles en 1978 tras los pasos de Stratten, que había sido contratada como conejita de Playboy. En realidad, ella había llegado antes, pero siguiendo sus instrucciones. Había descubierto a la rubia en una heladería de Vancouver cuando sólo tenía 18 años y, según la ganadora del Pulitzer Theresa Carpenter –en cuyo artículo del Village Voice se basó Star80, la película sobre la vida de la modelo–, al verla, pensó de inmediato: “Esa chica podría hacerme ganar mucho dinero”.
Entonces, la sedujo con regalos y halagos y logró que posara desnuda para un fotógrafo. Fue él quien mandó esa producción a Playboy, por lo que, mientras la comparaban con Marilyn Monroe y su carrera crecía, ella se mantuvo leal y agradecida, hasta se sentía en deuda. Snider lo sabía, pero no confiaba en Hefner: se mudó a los Estados Unidos y le pidió casamiento, menos por amor que para garantizar su fuente de ingresos, dice el documental de ABC sobre su historia: 20/20 The death of a Playmate.
Se casaron en junio del 79, junto con el éxito de Chippendales. Stratten ya había hecho pequeños papeles en el cine cuando Peter Bogdanovich, un habitué de la mansión de Hefner, se enamoró de ella. Le escribió un personaje a medida en la comedia Nuestros amores tramposos (1981), que iba a protagonizar Audrey Hepburn.
Snider ya tenía prohibido el ingreso al set de rodaje y a la mansión –porque tanto Hefner como el director lo consideraban peligroso–, y Stratten había cancelado sus cuentas en común por consejo de Bogdanovich, cuando ella lo citó para pedirle el divorcio y confesarle su amor por el realizador.
El golpe para el proxeneta fue tremendo: a sus ojos, ella era suya, porque era su creador. Volvió a llamarla a los pocos días y la invitó a reunirse con él en su casa para cerrar algunos temas económicos pendientes. El 14 de agosto de 1980, se encontraron en el departamento. Doce horas después, la policía los encontró desnudos y muertos sobre un charco de sangre.
Snider la había atado y violado para luego destruirle de un tiro la cara –y toda la belleza de sus facciones perfectas–. Después, se suicidó.
Bogdanovich le organizó el funeral en el mismo cementerio de Los Ángeles donde descansa Marilyn, y le dedicó el estreno de la película –que fue un fracaso de crítica y taquilla– al año siguiente. Nunca pudo superarlo y eso marcó el derrumbe de su carrera. En 1984, aún deprimido, publicó The Killing of the Unicorn: Dorothy Stratten 1960-1980, donde acusaba a Hefner de haber sido responsable de la tragedia. Se ocupó de ayudar económicamente a la familia de Stratten, y le pagó las clases de actuación a Louise, su hermana menor. Cuando la chica cumplió 20 años, en 1988, se casó con ella. Le llevaba diez años más que a su amante muerta: exactamente treinta.
El club Chippendales no perdió a su clientela después del crimen de Stratten. Al contrario, muerto Sneider, Banerjee quiso expandirse a Nueva York y encontró un nuevo socio en el coreógrafo y productor Nick De Noia, que se aseguró los derechos de las giras de los strippers “a perpetuidad”, como parte del contrato. Uno de los bailarines descubriría más tarde que Banerjee desconocía el significado de la palabra “perpetuo”.
Los Chippendales llegaron a la televisión –fueron parodiados por Patrick Swayze en The Saturday Night Live Show–, y se hicieron populares en todo el país. Pero esto también le trajo un problema al empresario indio, porque otros locales comenzaron a copiarlo. Lo resolvió pagando para que los incendiaran. Mientras las llamas despejaban a Chippendales de la competencia, Banerjee disimuló poniendo más seguridad en sus clubes para que creyeran que en efecto tenía miedo de correr la misma suerte.
También zanjó con un crimen por encargo sus diferencias con De Noia, que pretendía hacerse famoso como el hombre detrás de los Chippendales. Celoso porque el coreógrafo se había quedado con la mitad de su negocio, contrató a un sicario que entró a la oficina de Di Noia en Nueva York haciéndose pasar por un repartidor, y lo liquidó de un solo disparo.
Las sospechas de sus amigos apuntaban a Banerjee, pero la policía los desoyó. Al menos por un tiempo, su plan resultó. Recuperó los derechos de las giras y se dedicó a hostigar con demandas a los locales que no habían sido amedrentados por los incendios.
Pero cuando una compañía muy similar relacionada a De Noia –y con uno de sus antiguos strippers, Read Scott, como presentador– comenzó a triunfar en Londres, Banerjee volvió a recurrir a un asesino a sueldo al que envió a Inglaterra con la misión de que les inyectara cianuro a los bailarines. Por cada uno le pagaría US$2500, y le suministró dosis para 2300.
Lo que no sabía era que el sicario que había contratado esta vez era informante de la DEA, y prefirió delatarlo ante el FBI antes de verse envuelto en un raid criminal que, sospechaba, podía seguir con su propia muerte. Si el empresario había sido capaz de pergeñar semejante locura, no había forma de asegurarse de que el próximo no fuera él.
Banerjee fue detenido en 1993, tras una investigación cinematográfica que dejó al descubierto toda la trama. “No sólo estábamos frente a un complot para asesinar gente en Londres, sino de un asesinato ocurrido en Nueva York en 1987 y de los incendios intencionales”, díce en el documental –disponible en Amazon Prime– el oficial a cargo, Scott Carriola.
A medida que el caso avanzaba, según relata, también descubrieron que Banerjee planeaba asesinar a su abogado, Bruce Nahim, otro de los entrevistados. A cambio de que los derechos de sus clubes quedaran en poder de su familia, el autor intelectual confesó y le dieron 25 años de cárcel. Él se dio menos: a pocos días de la sentencia se colgó de una sábana en su celda.
Sus clubes fueron cerrados después de la muerte de su creador, pero reabrieron hace veinte años con nuevos dueños. Con sede principal en Las Vegas, siguen siendo uno de los focos de atracción del público –ya no solo femenino, porque los Chippendales se transformaron también en íconos para muchos espectadores gays–.
En despedidas de solteras, divorcios, cumpleaños y graduaciones; en el teatro del Hotel y Casino Río, o en fiestas privadas a domicilio, el grito ante la pregunta “¿Qué es lo que quieren?”, sigue siendo el mismo: “¡Sacate eso! ¡Sacatelo ya!”
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