“Eran dos películas. Primero, la película de la familia hermosa”, arranca Patricio Yurrebaso, y habla de su infancia en una casa a la que llegaban rosas para el Día de la Mujer, consciente de que así - “Los Ingalls”- era como se veía de afuera. “Después se transformó en una película de terror, literal -interrumpe-. Una película de terror donde tu papá te busca, te llama por teléfono y te dice ‘te voy a matar’, ‘los voy a matar a todos’”.
Patricio Yurrebaso tiene 42 años y varias décadas de distancia con aquel niño que fue, el niño arrasado por la violencia de su padre del que habla en su libro “Ubuntu”: “A su antojo y capricho hizo de mi mundo un verdadero infierno personal”, escribió ahí. O “como el mismo demonio, su origen está rodeado de las peores perversidades”.
Es la primera vez que cuenta su historia en un medio masivo, y si repite “como en una película” a medida que relata episodios es porque algunos parecen sacados de una ficción: su padre disfrazando a un maniquí con ropa de su madre, su padre siguiéndolo en la oscuridad vestido como Freddy Krueger, palos, cuchillos, sangre, velas, altares, policías, cartas de suicidio, amenazas.
Era una infancia que se veía rosa, pero era un espejismo. “Uno de mis primeros recuerdos es a los 8 años. Salimos con mi papá y en una esquina había tres chicos. Bueno, me obligó a ir a pelearme con ellos. ¿Para qué? No sé realmente”, cuenta Patricio a Infobae. “Recuerdo una tarde que me dijo ‘mamá nos quiere abandonar, no a mí, a todos, pero si vos le decís que te querés quedar conmigo no nos va a dejar’. Yo dije, ‘sí, papá me quedo’, muy asustado. Imaginate esa manipulación a los 8 años”.
Lo que recuerda del comienzo es, sobre todo, la ambigüedad: “Caminando distraído un día sufrí un accidente: una camioneta me atropelló a metros de la pizzería de mi padre, volé y caí en el pavimento, desarmado como un muñeco”, cuenta en su libro, para después decir que su padre lo vio desde el local pero, en vez de ir a socorrerlo, “simplemente envió, cómodo, a un vecino a ver qué pasaba”.
Era el mismo padre que lo acompañaba a fútbol los domingos: “El micro de los jugadores adelante y él, como si yo fuera un campeón, que nos seguía de atrás”, cuenta desde su casa, en Belgrano.
Pero la falsa calma duró poco, “y cuando yo tenía 17 años, se desató la locura total. Era como un león que había estado frenado”, describe, aunque ahora que ya sanó su historia, sabe que no: no era un monstruo de dos cabezas, “es que mi mamá había hecho todo lo posible para que nosotros no viéramos toda su violencia psicológica”.
Basta
“Mi padre se ocupó sistemáticamente de destruirlo todo: propiedades, dinero, campos, ilusiones”, escribió Patricio en su libro. Y cuenta que, de pronto, su padre empezó a hacer supuestos viajes de negocios a Rosario, “se iba tres, cuatro meses y mandaba cheques, nadie sabía qué hacía. Hasta que mi mamá dijo ‘basta’, y cuando dijo ‘basta’, él enloqueció”.
Lo que sigue es el relato estremecedor de una madrugada eterna que Patricio llamó en su libro “Noche de fuga” y “Una mañana aterradora”. “Yo estaba volviendo a mi casa tipo 2 de la mañana y escucho gritos, gritos, gritos”, cuenta ahora, del otro lado de la cámara. Llovía y en General Rodríguez, donde vivían, las calles de tierra se habían convertido en un barro espeso.
“Cuando llego veo que se estaba peleando con un vecino. Estaba desaforado, los ojos rojos, rompiendo ventanas con un palo, gritando ‘los voy a matar a todos’. En un momento pude agarrar a mi mamá y a mi hermana, nos metimos en el auto del vecino e intentamos escapar, pero el auto se nos atascó en el barro y él se dio cuenta y nos empezó a seguir. Parece una película, te lo cuento y vuelvo a sentir ese momento”, relata y se acaricia la piel de gallina de los brazos.
“Recuerdo hasta cómo estaba vestido: tenía una camisa como la de Freddy Krueger. La imagen que más recuerdo de esa noche es mirar el espejo retrovisor y el atrás...viniendo”.
Patricio, que era tan adolescente que todavía iba a la secundaria, logró poner a salvo a las dos mujeres de la familia y a la mañana siguiente volvió a buscar la ropa y los documentos de su mamá. “Fui con un terror...porque ya no era mi papá”, dice ahora. En su libro lo escribió así: “Golpeé y de pronto se abrió el mismísimo portal del infierno”.
Cuenta que su padre salió y estaba “todo golpeado, cortajeado, los ojos inflados, el torso desnudo y un palo en la mano. Dijo ‘de acá no te llevas nada’, tenía la cara transformada’”. Un vecino llevó a Patricio a hacer la denuncia y, desde la comisaría, lo llevaron de regreso en patrullero a la casa. “En el camino, los dos policías me preguntaban: ‘¿Tu papá tiene armas? ¿tu papá toma? ¿tu papá se droga? Fue un viaje eterno, yo pensaba, ‘ahora llegamos, le golpean la puerta, desenfunda un arma y no sé qué puede llegar a pasar’”.
Lo que se encontraron, sin embargo, fue con un padre que “abrió el portón de par en par, y le dijo a la policía ‘sí, pasen. Hola hijito, entrá y sacá todo lo que quieras’”.
Pasaron algunos meses y Patricio creyó que la mejor forma de que no molestara más a su mamá era ir a General Rodríguez y quedarse los fines de semana con él. “Pero él tenía una obsesión con mi mamá y nos usaba a nosotros para llegar a ella”.
En aquella casa Patricio había dejado un maniquí (un torso sin cabeza) que solía usar cuando tocaba con sus amigos. “Le poníamos una remera de la banda y lo subíamos al escenario”, introduce.
“La cosa es que él había agarrado ese maniquí y lo había vestido de mi mamá. Le había puesto una remerita y un shorcito que ella usaba para dormir. Toda la pared estaba llena de fotos y había muchas velas prendidas, la habitación se había transformado en un santuario. Fue muy impactante, especialmente cómo lo había planificado para que yo viviera ese momento. Esa noche casi no pegué un ojo, la recuerdo toda. Estaba acostado cucharita del lado del maniquí esperando..no sé, que me clave un cuchillo por la espalda, te juro”.
La madre y los hijos se fueron a vivir a Capital, “sentados en el piso porque no teníamos nada”, pero él -cuenta Patricio- terminó encontrándolos. “Nos llamaba y nos decía ‘los voy a matar a todos’. A veces salía al balcón y lo veía parado afuera, yo bajaba corriendo y, cuando llegaba abajo, había desaparecido. Yo hacía todo un ritual para salir a trabajar, miraba por las ventanas, desde un puesto de diarios de enfrente me hacían señas si estaba o podía salir. No podía caminar, no podía vivir”.
La violencia podría haber terminado en un femicidio o en el asesinato de cualquiera de los hijos, “porque mi mamá era la presa y nada de lo que se pusiera adelante importaba”, sostiene Patricio. Pero terminó, un poco de casualidad, el día en que Patricio, que ya había dejado de creer que su papá iba a cambiar, atendió el teléfono, le dijo “hijo de puta” y lo amenazó con volver a la policía.
Darle la vuelta
Patricio no llora mientras cuenta el espanto a Infobae; a veces, incluso, sonríe. Ya está lejos de aquel niño y desde 2010, además, es padre. “Desde que nació mi hija veo las cosas desde otro lugar. Hoy, aunque suene raro, le doy las gracias. Él me enseñó todo lo que no tengo que hacer con mi hija ni con ningún otro chico”.
Costó, sin embargo, llegar a la calma que hoy transmite porque Patricio se enfermó dos veces hasta que entendió que había un modo de dar vuelta su historia, “de encontrarle sentido a todo ese dolor”. La primera vez fue en 2014, el episodio que llamó en su libro del mismo modo que Attaque 77 llamó a uno de sus discos: “El cielo puede esperar”.
“Fue un herpes muy raro que me atacó el cerebro. Es tan demoledor que provoca la muerte en el 80% de los casos, y deja secuelas graves en la mayoría de los que sobreviven. Es como que te incendia la neuronas”. Patricio, que tenía una hija de 4 años, estuvo 32 días internado y sobrevivió sin secuelas. Y, apenas salió de alta, empezó a poner en marcha los asuntos que tenía pendientes.
Ya había empezado a darle forma a su propia ONG, una organización llamada “Poder ser parte”, enfocada, no casualmente, en niñas y niños. “Todas esas situaciones de mi vida me ayudaron a desarrollar mucha empatía. Yo podía entender qué le pasaba a un chico maltratado, pero no solamente maltratado desde el golpe, la lengua es un arma terrible con un chico”.
En 2016, con la intención de conocer cómo trabajan las organizaciones en los lugares más vulnerables del mundo, Patricio viajó a África y se instaló en una pequeña comunidad de chozas hechas con materiales provenientes de los residuos de la ciudad. Ahí conoció una filosofía sudafricana que dice que un “ubuntu” es alguien que, entre otras cosas, está disponible para los demás y no se siente amenazado cuando a los demás les va bien.
La cuestión es que Patricio regresó a Buenos Aires y volvió a su trabajo como jefe de área en una multinacional, lo que hizo imposible que la ONG tuviera su atención total. “¿Y qué pasó? Apareció en el trabajo una persona muy parecida a mi papá en sus patologías y me hizo la vida imposible. Me quemó, estallé como una bomba”.
De licencia psiquiátrica, entró en una “oscuridad total”. Sin embargo, dice, “fue la mejor oscuridad del mundo porque fue la que me permitió despertar”.
En 2019, apenas antes del comienzo de la pandemia, Patricio dejó su trabajo para dedicarse de lleno a hacer crecer su ONG, que ahora se llama “Ubuntu”. El plan es, no sólo enfocarse en las necesidades materiales de los chicos, sino en las necesidades emocionales: las que tuvo él, claro, pero también las que tuvo su padre.
Así lo cuenta en el libro: “Aunque no lo justifique, mi padre fue abandonado apenas con 10 años. ‘Voy a hacer las compras y vuelvo’, le dijo su madre antes de desaparecer definitivamente. La pérdida y el abandono fueron para él un percutor. En mi caso, donde también existieron, logré capitalizarlas de otra manera y darles un sentido diametralmente diferente”.
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