Esa noche no fue el comienzo de la barbarie, que había tenido inicio al menos un lustro antes. Persecuciones, segregación y maltratos permanentes para los judíos. Sin embargo, el 9 de noviembre se produce un quiebre evidente, se cruza una frontera, se logra superar un nivel más en la escala de la abyección.
Lo que sucedió esa noche no es un episodio aislado, ni el mero anuncio de lo que vendría. Para que ocurriera La Noche de los Cristales Rotos intervinieron todos los actores que posibilitaron el Holocausto. La decisión de los líderes, las SS, el odio, la ambición, la ayuda activa de muchos, la indiferencia de otros.
Persecución, daño y muerte. Las estadísticas hablan de al menos 91 muertos, 30 mil judíos deportados a los campos de concentración, 7.500 locales comerciales destruidos, 1500 sinagogas incendiadas, casi la totalidad de las existentes en Alemania.
La noche del 9 de noviembre de 1938 no fue una noche como cualquier otra. Para muchos (muchísimos) fue la peor noche de su vida. Pasaría a la historia como La Noche de los Cristales Rotos (Kristallnacht). Las hordas habían destruido todo a su paso.
La mañana del 10 de noviembre, las calles de muchos barrios alemanes estaban desoladas. Los pocos que se animaban a caminar por ahí, soportando el frío intenso, producían un sonido inusual que quebraba el silencio desesperante. Cada paso generaba un crujido leve. En el piso, una alfombra casi perfecta de pequeños fragmentos de vidrios rotos. En el medio, algún abrigo olvidado, alguna gorra que se había caído en una huida desesperada.
Por todos lados rastros de sangre oscura, espesa, que regaba el suelo y algunas paredes y teñía los cristales deshechos.
Un niño abandonado con los ojos perdidos, un viejo llorando, alguien que recoge del suelo un objeto y sale corriendo. Y casi nadie más.
El 8 de noviembre de 1938, en París había ocurrido un hecho que el régimen nazi utilizó como perfecta excusa para continuar la caza iniciada años antes y que concluiría, se perfeccionaría, con la Solución Final.
Un joven de 17 años había ingresado a la embajada alemana en París, había pedido hablar con algún funcionario y cuando fue llevado ante él, con pulso firme, sacó un arma de entre sus ropas y disparó. Tres veces. Ernst von Rath, tercer secretario de la embajada, cayó al suelo. La agonía fue breve. Herschel Grynszpan, el asesino de 17 años, se quedó inmóvil en la oficina, esperando sin resistir el inminente arresto.
Sereno, explicó que quería vengar la desgracia de 17 mil judíos polacos que ese mes habían sido deportados de Alemania hacia Polonia pero a los que le impidieron cruzar la frontera. Casi toda su familia se encontraba allí. Él se había salvado porque estaba en París con unos tíos. Pero sus padres, hermanos, abuelos y otros tíos habían sido deportados y habían perdido todos sus bienes (casi todos, también perdieron la vida durante el siguiente año).
Los 17 mil estuvieron hacinados en la frontera un largo tiempo, en esa especie de limbo, de antesala infernal, repleto de carencias y hambre. Alemania se desentendió de ellos, los rechazó. Muchos murieron allí, el resto fue llevado a campos de concentración.
Al día siguiente de este asesinato, el gobierno alemán publicó una serie de medidas punitivas. Así las llamó. No se trataba de otra cosa que de una feroz represalia hacia los judíos. Se prohibió la circulación de cualquier publicación de la comunidad judía: diarios, revistas y hasta boletines barriales fueron censurados; también se aplicaron sanciones económicas.
De todas maneras, lo más grave que sucedió esa tarde fue el discurso que dio Joseph Goebbels ante una multitud en un acto por la celebración de una de las tantas efemérides que los nazis instauraban. El nivel de antisemitismo y violencia del mensaje fue brutal (aún para los parámetros nazis). Fue la señal de salida, la bandera de largada. El anuncio a viva voz. El discurso, la arenga criminal, mostraba aunque dijera otra cosa, que el crimen en París sólo les había dado la excusa que estaban esperando. Ellos se iban a valer de cualquier cosa que sucediera para desatar la furia antisemita, su poder y su capacidad de destrucción irracional sobre sus víctimas. Ese discurso fue el empujón que algunos necesitaban.
El 9 de noviembre, cuando oscureció, luego de que las familias hubieran terminado su cena, mientras varios ya se encontraban en la cama porque al día siguiente tendrían que ir a trabajar y a la escuela, se empezaron a escuchar estruendos en las calles. La horda se había puesto en marcha. Al principio sólo había confusión. Todo sucedía imprecisamente. Algún golpe, gritos, vidrios rotos, alaridos de dolor, el galopar furioso de la multitud. El aullido rumoroso de la masa fue creciendo. Todo era destrucción y violencia.
Las vidrieras y ventanales de los comercios judíos (muchos de los cuales habían sido marcados previamente) fueron destrozados con palos y piedrazos. Las mercaderías y muebles de esos locales fueron destruidos. Los saqueos eran impiadosos, voraces. Una ola humana feroz y malvada avanzaba, ciega, por las calles buscando víctimas desaforadamente.
Los que se refugiaron en sus casas no estuvieron a salvo tampoco. Nunca falta quien señale o delate al que se esconde, al que intente huir del malón. El contagio del horror. Las viviendas también fueron destruidas. Quienes intentaban defender sus pertenencias o la integridad de su familia eran linchados. Golpes, patadas, saltos sobre su cuerpo inerte.
El blanco más fácil fueron las sinagogas, nadie necesitaba que le señalaran dónde quedaban o de qué tipo de edificio se trataba. Casi no quedó intacta ninguna en todo el suelo alemán. Ardieron bajo el fuego. Tampoco se salvaron algunos alemanes no judíos, a los que el ataque encontró imprevistamente en la calle. Fueron atacados porque parecían judíos. Ante la duda era preferible no dejar escapar a la presa, razonaba la horda.
Una vez que eran desalojadas de sus comercios o de sus hogares, los judíos eran arriados hacia camiones en los que serían deportados a diferentes campos de concentración.
Estos linchamientos masivos, estos ataques grupales con destrucción de bienes dirigidos hacia un grupo étnico o religioso (muchas veces sufridos por los judíos) eran conocidos como Pogroms.
El gobierno alemán, a la mañana siguiente, trató de despegarse de los ataques. Sin condenarlos quiso instalar la versión que todo había sido fruto de la indignación espontánea producida por aquel asesinato en París del día anterior. Lo cierto es que estos Pogroms estuvieron perfectamente orquestados y premeditados por las SA, milicias del partido nacionalista alemán. Sin embargo, se debe la participación de los ciudadanos alemanes, que se sumaron con fruición al ataque, fue espontánea y masiva.
Alemania tenía un largo historial de antisemitismo. Pero, hasta los inicios de la década del 20 los judíos estaban integrados a su sociedad. Triunfaban en sus profesiones y negocios, muchos combatieron en la Primera Guerra Mundial. Luego comenzó el rechazo cada vez más impúdico y sin freno. Hubo varios Pogroms en esa década y con la llegada nazi al poder todo empeoró de manera dramática. Boicots a comercios judíos, leyes raciales, políticas antisemitas, actos de segregación explícita, persecuciones.
La Noche de los Cristales Rotos no inició las persecuciones. El clima ya estaba instalado. Por eso tantos civiles alemanes, nazis, participaron activamente esa fatídica noche.
A pesar que muchos de los 30 mil, fueron liberados en los meses siguientes, la suerte estaba echada y los barreras se irían corriendo hasta traspasar límites inimaginables, hasta que la inhumanidad fuera la regla.
La repercusión internacional lo ocurrido en La Noche de los Cristales Rotos no fue tan contundente como podría esperarse. Todavía había esperanzas de evitar las confrontaciones. Dominaba el miedo y la cautela. El Times de Londres avisó lo que podía suceder en la edición de la mañana de ese día: “Más de 400 mil judíos esperan con temor la llegada de la noche, esperan otro ataque a su raza”. Lo que indica que no se trataba del primer ataque y que habían existido movimientos preparatorios de los cuales hasta la prensa extranjera estaba avisada. Esta escasa respuesta en el extranjero cargó de valor a los nazis y les aseguró impunidad ante los hechos de barbarie.
El día después algunos medios se refirieron a la “orgía de violencia de las juventudes hitlerianas” o lo describieron como “la página más negra del Tercer Reich” (a ese libro, el de la barbarie nazi, le faltaban todavía muchas páginas). En cambio en Italia, La Stampa, siguiendo las ideas fascistas de Benito Mussolini habló de “reacciones espontáneas, legítimas e incontrolables del pueblo alemán como respuesta al atentado judío”.
Las consecuencias inmediatas fueron devastadoras. Al día siguiente una multitud de civiles alemanes (se calcula que asistieron más de cien mil) se reunió en Nuremberg a celebrar los destrozos; el gobierno alemán impuso una multa millonaria a los ciudadanos judíos y sus organizaciones para que compensen los daños producidos, los niños judíos fueron expulsados de las escuelas públicas y se libraron leyes y decretos cercenando aún más sus libertades laborales y civiles. Ya no había lugar para los judíos en la sociedad alemana.
Esa noche de violencia desenfrenada permitió, también, que las acciones contra los judíos fueron más agresivas y desembozadas. Mientras un grupo de jerarcas nazis propiciaba que los hechos discriminatorios y violentos fueran los más acotados y discretos posibles para no avivar la queja internacional ni predisponer mal a los alemanes, otro grupo, numeroso, abogaba por medidas drásticas e impiadosas.
Luego de La Noche de los Cristales Rotos se impusieron los segundos. Dado que las actividades delictivas y homicidas habían sido públicas y masivas, y habían tenido el apoyo de buena parte de la población, no encontraban motivo para morigerar su modus operandi. A partir de ese momento recrudecería el antisemitismo, se convertía en la principal política de estado.
La Noche de los Cristales Rotos fue el gran punto de inflexión. Fue el momento en que las víctimas comprendieron que todo sería peor y en que los victimarios descubrieron que, durante muchos años, la impunidad estaría de su lado.
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