El cuerpo estaba recostado en la bañera. Christina Onassis estaba inmóvil, con los ojos cerrados, sumergida en el agua que ya se había enfriado. Parecía dormida.
La encontró su amiga Marina Dodero a las diez de la mañana. Había subido a buscarla porque la esperaban para el desayuno. Como siempre y desde sus 15 años, la hija del multimillonario griego Aristóteles Onassis pasaba una temporada en la casa del country Tortugas, en la zona norte del Gran Buenos Aires, con los Dodero, y en especial con Marina. Se habían conocido en Punta del Este en el verano del 66. Marina tenía 17, “y desde entonces nunca nos separamos”, contó ésta en incontables entrevistas.
Al verla no imaginó que estaba muerta. Muchas veces, por efecto de los somníferos, Christina quedaba en una especie de sopor. “En esos casos parecía en coma”, recordó Marina.
Pero su amiga no reaccionó al llamado, ni a los gritos, ni a la desesperación. Su vida había terminado en soledad a una hora incierta de la madrugada del 19 de noviembre de 1988.
La primera hipótesis: suicidio. Y no era descabellada. Desde su adolescencia, Christina, batalló contra una rebelde obesidad y una depresión que la convirtió en adicta a remedios demoledores: pastillas para dominar el hambre, para dormir, para lidiar con el pánico, y un extraño e invencible vicio. Según Marina, la mujer que más la conoció, “tomaba hasta veinticuatro gaseosas cola por día: ¡una bomba de cafeína!”.
El cuerpo de quien había sido heredera de una fortuna de 3.000 millones de euros quedó sobre una camilla de la Morgue Judicial de Buenos Aires. El informe del día detallaba que una hora antes, en esa misma camilla donde yacía el cadáver de Christina, los forenses habían realizado la autopsia de un vagabundo hallado muerto en la calle.
La autopsia de Onassis señaló que la causa de la muerte había sido por un edema pulmonar, en un organismo minado.
¿Qué pasó en esa última noche de su vida? Desde que se conocieron, Christina y Marina fueron como hermanas. Dos décadas en que recorrieron el mundo, se confesaron todos sus secretos, navegaron por el mediterráneo en el Christina, el yate más fastuoso del planeta, comprado por su padre y bautizado así en honor a su única hija… y así, juntas, las encontró la noche del 18: la víspera fatal y la única noche en que no durmieron juntas en esa visita a Buenos Aires.
Marina narró en ese entonces un par de medios europeos: “Esa noche llegué muy cansada, me desnudé y me metí en la cama. No tuve fuerzas ni para ponerme el camisón… Christina me destapó, y al verme así, riéndose, Me dijo ‘¡Putana!’, y se fue a su cuarto con baño en suite”.
Luego de burocráticos y complicados trámites, su cuerpo fue sepultado en la isla Skorpios, el feudo predilecto de su padre, junto a éste, muerto en julio de 1975 en el hospital Americano de París –miastenia gravis que derivó en neumonía–, y a su hermano Alexander Sócrates, caído en enero del 73, a los 23 años, al estrellarse su avión en el aeropuerto internacional Hellinikon, Atenas.
La historia de una mujer triste
Con la muerte de su hermano y de su padre, de pronto, en menos de dos años, Christina había quedado al frente de un imperio naviero (el mayor del siglo XX), la Olympic Airlines, la Olympic Tower de Nueva York, casi la mitad del principado de Mónaco mediante la unión del patriarca griego con el príncipe Rainiero III, además de propiedades en medio mundo, una fortuna en cuadros, y el emblema insignia del moderno rey Midas griego: el crucero Christina (134 metros de eslora; largo), comprado en 1954 para celebrar el cuarto cumpleaños de su hija. Mito del mito, en él navegaron, tomaron sol, bebieron y cuanto quisieron, Churchill, Sinatra, Kennedy, Marilyn, María Callas, Eva Perón.
Barco con todo lo imaginable y algo más –¡hasta un hidroavión!– fue (dicen) el único punto del planisferio en el que la joven heredera fue realmente feliz.
Sin embargo, única dueña de ese colosal emporio (su madre, Tina Livanos, se había divorciado de Onassis y recibido lo suyo), de poco o nada le sirvió: Christina, salvo su apellido, nada heredó de la audacia de su padre, que en 1923 vivió en Buenos Aires, limpió vidrios, vendió tabaco en un zaguán de la calle Viamonte, y a pesar de balbucear apenas castellano, se empleó como telefonista, y no mucho después construyó una inmensa empresa tabacalera.
No: a Christina le sobraba todo, menos eso que llaman amor. Y en su desesperada búsqueda no encontró más que vividores y fracasados.
Marina Dodero le habló al diario ABC de España del complicado corazón de su amiga : “Estaba enamorada platónicamente de Julio Iglesias y del Marqués de Griñón, pero su primer gran amor fue mi primo Peter John Goulandris. Ella le hizo las mil y unas, y adiós.
Los hombres de Christina
Al amor por su primo, siguieron cuatro hombres, cuatro bodas, cuatro desastres.
El primero, en 1971, fue un agente inmobiliario: Joseph Bolker. Un príncipe azul al revés: le llevaba casi treinta años, era divorciado, tenía cuatro hijos, y ni medio dólar partido por la mitad: quebrado. Onassis padre se enfureció, pero no hubo modo de disuadirla. Entre el casamiento y el divorcio pasaron apenas nueve meses.
Entró en juego el segundo, Alexander Andreadis, heredero de oro y plata, y amigo de Chris desde la infancia. Casi un cuento de hadas. Se casaron muy poco después de la muerte del patriarca Onassis... y a los catorce meses, cada uno por su lado.
El tercer candidato, amante y marido fue una broma pesada. Nombre: Sergei Kauzov. Nacionalidad: ruso. Ocupación (dudosa): agente naviero. Se casaron en 1978. El tal Sergei la arrastró a vivir en un mísero departamento moscovita: ambiente y medio, y con un tercer personaje: la madre de Kauzov, que parecía salida de Miguel Strogoff, la novela de Jules Verne. Y con agravante: entre el lecho matrimonial de los esposos y el camastro de la anciana dama solo mediaba una cortina. Duración del idilio: un año. Compensación para Sergei: ¡siete buques tanques!
Cuarto y último: Thierry Roussel, francés, de la familia dueña de los opulentos laboratorios homónimos. Boda en 1984. Nacimiento de una hija, Athina Roussel Onassis, en 1985. Al parecer, el galán no quiso esperar su herencia. Según Marina Dodero en la misma entrevista de ABC: “Unos días antes de casarse, ella me dijo que, por exigencia de Thierry, lo harían ¡sin cláusula de separación de bienes! Le pedí que no se casara, pero me dijo que ya no podía dar marcha atrás”.
Pronto adiós. Se divorciaron apenas Christina se enteró de que su enamorado había tenido un hijo con su amante, la modelo sueca Marianne Landhage, mientras estaban casados.
El adiós a la reina heredera
El funeral en Grecia fue un escándalo. Los lugareños de Skorpios no podían digerir semejante plato: ella, su reina, la hija del rey de la isla, muerta en un baño de la Argentina, derrumbaba la dorada leyenda. Pero del mismo modo habían odiado a las mujeres del rey: a María Callas y a Jackie Kennedy, esas impostoras.
Realmente, la única testigo íntima de mucho de la vida y de la muerte de su amiga fue Marina Dodero: apellido muy cercano al de Onassis, ya que uno y otro fueron empresarios de mar. La única que puede recordar –y dar fe–, por ejemplo, que Christina se compraba polleras en Saint Laurent, y después iba a Dior y pedía que le hicieran uno de los modelos, en veinte colores. O que sólo para vestuario disponía de cuatro millones de dólares por año. O también, que la prensa fue muy cruel con ella.
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