Ahora sabía qué era lo que andaba tan mal. Y se proponía exponerlo, tal vez no como un hallazgo clínico, que lo era, sino como una dolida incursión científica en ese inescrutable, enigmático y devastado territorio de la demencia.
En la tarde del sábado 3 de noviembre de 1906, hace ciento quince años, en la XXXVII Conferencia de Psiquiatría del Sudoeste Alemán, el doctor Alois Alzheimer presentó su informe que había titulado: “Sobre una enfermedad específica de la corteza cerebral”, un mal al que antes y en el fragor de la confianza íntima con el mal, había llamado con cierta ternura: “Enfermedad del olvido”.
No podía saberlo, pero iba a sentar las bases para el estudio de un mal que, finalmente llevaría su nombre y en su honor y que, más allá de nominaciones científicas, conjugaba una serie de síntomas terribles que crecían con exasperante lentitud y que incluían pérdida de memoria, desorientación, alucinaciones, delirios, estados vegetativos temporales, insomnio, incapacidad cognitiva; todos, diría esa tarde el científico, empeoraban con el paso del tiempo y llevaban de modo irremediable a la muerte. Eral el mal de Alzheimer en la voz de su descubridor.
Alois tenía cuarenta y dos años ese 3 de noviembre. Había nacido el 14 de junio de 1864 en un pequeño pueblo vecino a Würzburg, Baviera, no demasiado lejos de Fráncfort, Stuttgart y Núremberg. Fue a Berlín a estudiar medicina porque su padre, escribano, quería que su hijo integrara la elite científica, pero Alois regresó después de un año para estudiar medicina en la universidad local. Era un chico brillante y peleador. Esos años de estudio y jarana le dejaron una cicatriz en la cara, resultado de un duelo a sable: no se conoce ni el nombre del rival ni el resultado final de la porfía.
Se licenció en medicina en 1887, a los veintitrés años, y se dedicó a la psiquiatría y al estudio de las enfermedades mentales. A finales de 1888, el flamante médico se presenta como candidato a ocupar una plaza de asistente en el Instituto para Enfermos Mentales y Epilépticos de Fráncfort. Y lo eligen. Valoran de modo muy particular su leve especialización: el joven Alzheimer “regresa de un viaje de cinco meses como médico particular de una mujer que padece trastornos mentales”. También notan sus jueces, o lo saben de antemano, que Alzheimer es un as frente al microscopio, y que su destreza le permite estudiar cortes histológicos de cerebros humanos. Alois se define como un neuropatólogo y enarbola una frase ácida, con el descaro de los médicos veinteañeros: “Ayudo más a mis pacientes una vez que se han muerto”.
Más allá de su humor negro, comparte laboratorio con otro prestigioso neuropatólogo: Franz Nissl con el que sella una amistad firme y un trabajo en conjunto. Gran parte de los estudios de Alzheimer sobre patología cerebral, se basaron en el método de Nissl que consistía en teñir con anilinas, los cortes histológicos cerebrales.
En 1894, Alois se casó con Cecilia Geisenheimer, la viuda de uno de sus pacientes, Otto Geisenheimer, que comerciaba con diamantes. La fortuna de la mujer le permite vivir con holgura en Fráncfort. Tuvieron tres hijos en aquel hogar feliz que sólo duró seis años: Cecilia murió en el parto de su tercer hijo y Alzheimer quedó solo a los treinta y seis años. En su casa, entonces, se instaló la hermana de Cecilia, Elizabeth, que también se encargó de criar a los hijos.
La vida de Alzheimer cambió otra vez el 25 de noviembre de 1901. Ese día ingresó en el Instituto para Enfermos Mentales y Epilépticos de Fráncfort, al que también llamaban con sorna inocultable Irrenchloss (El castillo del demente), una mujer de cincuenta y un años remitida por su médico porque, “padece serios problemas de memoria, así como de insomnio. Está confundida e inquieta, le persigue la idea paranoica de que su marido mantiene una relación amorosa con una vecina, y, a veces, ya no lo reconoce”.
La paciente es Auguste Deter. Nunca se supo su nombre de soltera. Se había casado con un empleado de los ferrocarriles, Karl Deter, en 1880 y tenían una hija. A finales de 1890 empezaron a notar en Auguste unos leves y extraños síntomas que se agravaron con el paso del tiempo: pérdida de memoria, pequeños estados vegetativos, veía objetos ocultos, se sentía perseguida; manifestaba conductas inusuales: arrastraba por la casa las hojas del otoño y gritaba durante horas en medio de la noche. Karl, sin recursos para cuidarla, logró que fuese admitida en Irrenchloss. Allí la vio por primera vez el doctor Alzheimer.
Lo primero que le impresionó de Auguste no fue su grado de demencia, sino su juventud. Alzheimer había visto ya casos semejantes, pero en pacientes de setenta o más años. Auguste, su expresión, su cansancio, su confusión, dejó al médico sobrecogido: algo andaba mal allí, muy mal. Y Alzheimer no sabía qué era. Su primera anotación en la historia clínica de Auguste fue: “Sentada en la cama, los ojos llenos de angustia”. Le hizo entonces una serie de preguntas y luego volvió a formularlas para saber si Auguste las recordaba. Y no. Le pidió entonces que escribiera su nombre y Auguste lo intentó, sin éxito. Dijo: “Ich habe mich verloren” (”Estoy perdida”). Alzheimer la recluyó por un breve lapso en un cuarto aislado y, cuando fue requerida de nuevo, la mujer corrió hacia afuera mientras gritaba: “¡No me van a cortar…! ¡Yo no me corto!”
En los siguientes exámenes, Alzheimer anotó con minuciosidad las respuestas de su paciente que guardó en una carpeta de cartón de color azul. El 21 de diciembre de 1995, casi un siglo después de haber sido escritas, las treinta y dos páginas de aquella carpeta azul volvieron a la luz. Las hallaron los médicos Konrad Maurer, Stephan Volk y Héctor Gerbaldo en el sótano de un hospital de Fráncfort. Revelaban el drama de Auguste, la primera persona en ser detectada con el mal de Alzheimer, que entonces no se llamaba así. Publicaron todo en una edición de la prestigiosa revista científica The Lancet. Entre esas páginas había un interrogatorio revelador y dramático hecho por Alzheimer a Auguste. Es este:
- ¿Cuál es su nombre de pila?
- Auguste
- ¿Apellido?
- Auguste (Debió haber respondido Deter)
- ¿Quién es su esposo?
Auguste Deter vacila, y a continuación responde:
- Creo que... Auguste.
- ¿Su esposo?
-Oh.
- ¿Qué edad tiene?
- 51.
- ¿Dónde vive?
- ¡Oh, usted ya estaba con nosotros!
- ¿Está usted casada?
- Estoy muy confundida. Me he olvidado de mí misma.
- ¿Dónde está usted ahora?
- Aquí y en todas partes, aquí y ahora. No me culpe.
- ¿Dónde está?
- Todavía estamos viviendo.
- ¿Dónde está su cama?
- ¿Dónde debería estar?
Se suspende la sesión, y la mujer almuerza carne de cerdo y coliflor. Sigue la entrevista:
- ¿Qué quiere comer?
- Espinacas.
- ¿Qué está comiendo ahora?
- Yo solo como patatas, y después rábanos.
- Escriba un cinco (Eine Fünf, en alemán)
Auguste escribe: “Una mujer” (Eine Frau, en alemán)
- Escriba un ocho [Eine Ach, en alemán).
Escribe “Auguste”. Al escribir, dice varias veces: “Me he perdido, por así decirlo”.
Auguste Deter estuvo internada casi cinco años en el Instituto para Enfermos Mentales y Epilépticos de Fráncfort, pese a que su marido Karl intentó trasladarla a una residencia más barata. Fue Alzheimer quien intervino para que siguiera con su atención allí, y para poder seguir de cerca su enfermedad. Finalmente, fue él quien se marchó de Fráncfort a trabajar primero en Heidelberg y luego en Múnich porque, en 1903, el famoso psiquiatra alemán Emil Kraepelin le ofreció dirigir la clínica psiquiátrica de Múnich y la jefatura del laboratorio de anatomía patológica.
Alzheimer ni descuidó ni olvidó a Auguste, que perdió por completo la razón y murió encerrada en su mundo y murmurando para sí misma, el 8 de abril de 1906 por una sepsis causada por una de sus múltiples escaras. Al día siguiente le avisaron a Alzheimer que pidió le enviaran a Múnich la historia clínica de Auguste y su cerebro, para estudiarlo. Pensaba, como a los veinte años, que ayudaba más a sus pacientes una vez que hubiesen muerto.
Lo que el cerebro de Auguste le dijo a Alzheimer, es que en muchas de sus neuronas existían dos estructuras anormales: placas y ovillos, sospechosas ambas de dañar primero y matar luego a las células nerviosas. Las placas son un depósito de fragmentos de proteína que se acumula en los espacios entre las células nerviosas. Los ovillos son como fibras retorcidas de otra proteína, que se acumulan en el interior de las células. Basuritas microscópicas que te arrasan el alma.
La ciencia no sabe hoy con exactitud la función exacta que aplican las placas y los ovillos. Pero la creencia más firme es que de alguna forma bloquean la comunicación neuronal y alteran incluso los procesos que las células necesitan para sobrevivir, y provocan yerros en la memoria, confusión, cambios en la personalidad, problemas para desarrollar la vida diaria, aún en las tareas más sencillas. Todos son síntomas de la enfermedad de Alzheimer, que sabotea rieles, rutas y carriles del cerebro; traba, tapa y obstruye la vital comunicación entre las neuronas, sabotea esa fábrica rica e inmensa que es el cerebro humano, hasta quebrarla.
Palabras más o menos, esto es lo que Alzheimer reveló aquella tarde de sábado a los estudiosos de la mente del sudoeste alemán. Por cierto, fue más riguroso en lo científico que la llana síntesis de estas líneas. Y le abrió al mundo una realidad hasta ahora desconocida. Su mentor, Emil Kraepelin, propuso de inmediato que el mal que había detallado Alzheimer llevara su nombre. Así es hasta hoy.
Alois Alzheimer pudo disfrutar poco de su hallazgo y el mundo perdió el lujo de tenerlo como científico investigador y neuropatólogo. Murió el 19 de diciembre de 1915, con Europa en llamas por aquella Primera Guerra Mundial que no iba a repetirse. Enfermó durante un viaje en tren a Breslavia. Posiblemente lo atacó un estreptococo que le provocó una infección, alta fiebre e insuficiencia renal. Su corazón se detuvo a los cincuenta y un años.
No hay evidencia de que el Alzheimer sea genético, hereditario, aunque sí hay ciertos riesgos genéticos que pueden desarrollar el mal. Las últimas teorías plantean un interrogante: la ciencia se pregunta si la enfermedad no es una exageración desbordada del sistema inmunitario, una especie de “fuego amigo” que igual no se sabe de dónde proviene.
El mal, que es responsable de entre el sesenta y el ochenta por ciento de los casos de demencia, tiene también dos poderosas condiciones por ahora no vencidas: es astuto e imprevisible. Se lo asocia a la vejez, pero no es sólo una enfermedad de la vejez.
El Alzheimer no tiene cura, todavía. La batalla que inició Alois en solitario, sigue más de un siglo después para intentar lentificar el avance del mal, para evitar el veloz empeoramiento de los síntomas, para mejorar en lo posible la calidad de vida de los pacientes. La demencia se empeña en ocultar sus oscuros designios, su terca voluntad, su eventual fragilidad, si es que la tiene.
Ronda una certeza esperanzada, sostenida por ninguna precisión científica, que acaso sirva de mínimo consuelo frente a lo inevitable. Es nada, pero es mucho más que lo que Auguste Deter tenía en sus manos aquel día que llegó a ser examinada por el doctor Alzheimer, “con los ojos llenos de angustia”. Dicen que lo último que olvidan los pacientes de Alzheimer, es el amor.
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