Podría haber sido la foto clásica. La chica que acaba de recibirse y posa, embadurnada con huevo, harina y papel picado, en la puerta de la universidad; la expresión de éxtasis (y alivio) rodeada de un cartel: “Felicidades licenciada”. Podría haber sido esa foto, pero no. En la suya, Ayelén no está untada con huevo ni harina, y no está sola sino besando a su novio. El cartel que la rodea dice, primero y dentro de una nube, “me recibí”. Después, con brillos dorados, lo que ella considera una definición de su identidad política: “Puta y licenciada”.
Ayelén Seguí se sienta frente a su teléfono celular en su casa de Neuquén, donde vive, y sonríe a cámara. Es su primera entrevista -avisa enseguida- y la sonrisa es también porque está nerviosa. Tiene 26 años, un título universitario fresco y un segundo libro de microrrelatos a punto de ser publicado.
Ayelén -arranca mientras conversa con Infobae- es pansexual, lo que significa que le atraen las personas más allá de su identidad de género o de su genitalidad. De hecho Benjamín, su pareja desde hace 4 años, es un varón trans. Estudió la Licenciatura en Criminología en la Universidad Nacional de Río Negro “mientras era trabajadora sexual”. Y “trabajadora”, en su boca, no es una palabra elegida al azar.
También es feminista, y si bien dentro de los feminismos hay quienes sostienen que la prostitución oculta siempre una forma de opresión y nunca es una decisión libre, ella pertenece al otro lado: a las feministas que afirman que “el trabajo sexual también es trabajo. Y, como tal, lo que necesitamos es que sea reconocido por el Estado para poder hacerlo en las mismas condiciones dignas que cualquier otro”.
En concreto -dice después-: un monotributo para poder demostrar ingresos y alquilar, tener una tarjeta de crédito, obra social, jubilarse, existir.
—¿De qué trabajaste antes?
— Hice de todo. Trabajé en una heladería, fui niñera, cajera en un supermercado chino.
—Y cuando decidiste cambiar de rubro, ¿lo ocultaste?
—No. Antes de atender a mi primer cliente, se lo conté a todos: a mi hermana, a mis amigas, a mi mamá, a mi papá.
El germen
Fue en 2016, Ayelén tenía 22 años y viajó al Encuentro Nacional de Mujeres en Rosario. “Era mi primera vez en un Encuentro. Ahí conocí a muchas trabajadoras sexuales, escuché sus historias y me quedé bastante sorprendida, porque yo tenía un montón de estigmas construidos alrededor del tema”, recuerda. A los prejuicios se sumaba cierto desconocimiento, “yo ni siquiera sabía que había mujeres que atendían a otras mujeres”.
Allí escuchó por primera vez hablar de “criminalización del trabajo sexual”. Y un discurso, además, le quedó picando en la cabeza. “El problema de este trabajo es la parte del cuerpo con la que trabajamos”, dijo Georgina Orellano, secretaria general de la Asociación de Mujeres Meretrices de Argentina (AMMAR, rebautizadas “Putas feministas”). “Si seguimos pensando que la concha es sagrada, compañeras, difícilmente vayamos a combatir al patriarcado”.
Los suyos -resalta- no eran prejuicios vinculados a la sexualidad de las mujeres. “No, siempre fui muy relajada con eso, de hecho a los 17 años dije que me gustaban también las mujeres”. Tampoco el prejuicio era alrededor de ofrecer sexo - “y muchas cosas más, porque el trabajo sexual no es sólo el coito”, advierte- a cambio de dinero. “Pero sí me daba vergüenza decirlo”.
Ayelén pasó los siguientes dos años reflexionando: “Deconstruyéndome, pensando por qué para muchas compañeras poder decirlo era y sigue siendo una carga muy pesada”. Y tomó una decisión: quería hacerlo y no ocultarlo, esa era su forma de combatir el estigma.
“Decidí que se lo quería contar a todo el mundo y quería vivirlo de manera libre. Así que, antes de arrancar, se lo conté a mi hermana menor, que vivía conmigo, a mis amigas, senté a mis viejos y les dije: ‘Voy a empezar a laburar de esto’”.
A sus padres se los dijo a fines de 2017, cuando ellos -ambos enfermeros- viajaron a Neuquén para pasar las fiestas con ella. “En ese momento yo estaba trabajando de cajera en un supermercado chino y ya iba a la universidad. Les dije eso, ‘la verdad es que no quiero laburar más de cajera por poca plata’, que no quería invertir tanto tiempo en ese trabajo, quería hacer otras cosas. Además de estudiar, yo militaba un montón, y quería escribir”, cuenta Ayelén, que está por dar a conocer su segundo libro llamado “Una curtia en la rodilla”.
“Quería, digamos, un trabajo que fuera rendidor, porque la verdad es que te genera mucha plata, o al menos a mí. Y además era un deseo, un deseo de probar como, no sé... así como una dice ‘voy a probar ser niñera, a ver que onda con los niños’, quería probar el trabajo sexual”.
Su papá, dice, “solo atinó a tirar un chiste a modo de no sé... para decir algo”. Su mamá, “que es una persona muy conservadora, pero bueno, siempre me bancaron en todo”, se preocupó: “Mirá si te pasa algo”, “mirá si son violentos”, “las enfermedades de transmisión sexual”. Todas preocupaciones que ella, con teoría pero sin práctica, trató de calmar.
En enero de 2018, apenas después de contar lo que estaba por hacer, Ayelén publicó su número de teléfono en una página. “Esa fue siempre mi metodología, atendía clientes en domicilios o moteles, el sexo virtual no me gusta, probé en la pandemia con videollamadas o vendiendo videos pero no me funciona, necesito ver al cliente y tener esa interacción en persona”. Cuando sonó el teléfono, sin embargo, no se animó a atender.
Se sorprendió después con el primer llamado que sí se atendió: “Ni siquiera hubo penetración, muchos clientes buscan otra cosa más allá del encuentro sexual, una compañía”. Hubo quienes le pagaron por encuentros sexuales concretos, también por irse de viaje un fin de semana, salir a cenar, ir al cine.
“Hacés mucho de psicóloga. Creo que ellos tienen la habilitación para poder hablar con nosotras de cosas que no hablan con sus amistades o en sus matrimonios, porque un 70, 80% eran casados. Un cliente habitual, por ejemplo, me contó durante un viaje en el que no hubo sexo, que había sufrido un abuso sexual. Nunca se lo había dicho a nadie. De todos modos siempre hay una relación laboral, porque hubiera o no coito, me pagaban por estar ahí”.
“Trabajo sexual”, “deseo”, “elegir” tampoco son palabras que Ayelén usa al azar. “Yo no estuve condicionada por nadie, es un trabajo que elegí. De todas formas, pensar que quienes realizan el trabajo sexual solamente lo hacen por pobres, por hambre, me parece un poco clasista, ¿no? Decir ‘bueno, como vos sos pobre no podés elegir’. Y, además, es bastante contradictorio pensándolo dentro de los movimientos feministas, donde decimos ‘sobre mi cuerpo decido yo’. No sé...me parece bastante patriarcal querer imponer ciertas cosas para que hagan o no hagan otras mujeres”.
Durante tres años, Ayelén atendió mujeres, también personas con algún tipo de discapacidad. “La primera vez que atendí a alguien con diversidad funcional, un hombre en silla de ruedas, también me hizo pensar mucho, me ayudó a seguir derrumbando estigmas. ¿Por qué una persona en silla de ruedas no puede tener sexo? ¿Por qué se ve mal que los viejos tengan sexo? ¿Y los gordos? Parece como que las personas habilitadas a tener sexo siempre son los hombres promedio, de 30 años, blancos, de clase media, hegemónicos”.
A veces, uno y otro aspecto de su vida -“la calle y la academia”- corrían en paralelo. “Pero muchas veces se juntaban en algún punto. Cada vez que yo tenía una materia sobre temas de género y podía, abordaba en la universidad el trabajo sexual”.
La tesis con la que se recibió, de hecho, se titula “Una mirada criminológica hacia el trabajo sexual”. ¿Por qué eligió ese tema? “Quise usar el privilegio que me da estar dentro del ámbito académico como herramienta estratégica para visibilizar las realidades que viven las trabajadoras sexuales”.
Cursaba de mañana, por lo que “generalmente trabajaba de tardecita, noche, nunca después de las 12, laburaba mucho los fines de semana. También tenía algunos clientes habituales que podían jueves, viernes, a las 9 de la mañana”, re ríe, y recuerda el porcentaje de casados que mencionó antes.
Este año, finalmente, se recibió. Y justo antes de lograr el título de licenciada, dejó. “Muchos me preguntaban ‘¿por qué dejaste el trabajo sexual?’, esperando que yo les diera una respuesta negativa. ‘Me pasó tal cosa’. Y no, lo dejé porque ahora tengo otros proyectos que me gustan más, como cuando dejé de ser heladera para ser cajera. Igual yo me sigo considerando ‘puta’ como identidad política, es parte de mi identidad. No voy a dejar de ser puta por más que ya no ejerza. Sentirlo parte de la identidad es algo muy groso. Una lo lleva con mucho orgullo, al menos yo”.
Su título universitario de Licenciada en Criminología la habilita a trabajar, desde la prevención, con distintas problemáticas sociales, sea en los barrios, en penales, en espacios de mujeres. Su nuevo trabajo es en una Casa de Contención Comunitaria, que depende de Sedronar (Secretaría de Políticas Integrales sobre Drogas de la Nación), con personas que lidian con consumos problemáticos.
Desde afuera, sin embargo, sigue militando. “El trabajo sexual es lo que en una sociedad capitalista se considera trabajo: ofrecer un servicio a cambio de algo que a vos te rinde. Si vos trabajás ocho horas en una oficina y es lo que vos elegís, está buenísimo. También estaría buenísimo que quienes elegimos el trabajo sexual lo hagamos en las mismas condiciones dignas. Me refiero a que sea un trabajo reconocido por el Estado para poder tener una obra social, una jubilación y que tengamos derechos laborales”.
Ella misma, cuenta, tuvo que firmar con su novio la unión convivencial para poder tener obra social durante esos años.
“¿Quién te va a dar un préstamo para comprarte no sé...un auto o una moto en cuotas si no tenés recibo de sueldo? ¿Cómo vas a tener un monotributo si no estás registrada? ¿Quién te da una tarjeta de crédito? No estar registrada te deja a la deriva. Imaginate laburar 30 años y después, cuando el cuerpo no te da más o llegás a una edad en la que ya no querés laburar te ves obligada a seguir, porque no tenés un sólo aporte”, sostiene.
Antes de despedirse, ya sin nervios ni pudores, se levanta la polera negra y lo muestra. Debajo de la línea del corpiño, entre la piel blanca y el comienzo de las costillas, un tatuaje con letras de máquina de escribir dice simple, corto, sin eufemismos: “Puta”.
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