Una voz metálica, como un rayo golpeando una chapa. Las frases cortantes; no es necesario entender el idioma, todo suena imperativo. Martillazos sonoros que no dudan. Paul Schafer no habla; pontifica, sentencia. Su voz, sus palabras se meten en el cerebro de su público cautivo. Orden, trabajo, pureza. Eso declama. Eso exige. Y obediencia. Ciega. Durante 37 años, en un paraje improbable y a priori estéril, comanda una comunidad de alemanes expatriados que se muestra como un modelo de trabajo, perseverancia y solidaridad. La verdad era otra. Un mundo sórdido y tenebroso; sin aire, que asfixiaba. Una secta. Una construcción social medieval escondida detrás de un discurso utopista que parecía haberse vuelto realidad. Pero detrás de ese ejército de aplicados y pulcros trabajadores y trabajadoras había una trama de poder desbocado, abusos sexuales, pederastía, torturas y muerte. La Colonia Dignidad y Paul Schäfer, su líder, se convirtieron en sinónimo de lo abyecto.
Una serie documental de Netflix de seis capítulos ha vuelto a darle actualidad a la historia de la Colonia Dignidad. El trabajo televisivo dirigido por Christian Leighton, con gran material de archivo y entrevistas actuales reveladoras, se sumerge en la historia del asentamiento alemán en Chile, en la vida de su fundador, en su participación en las atrocidades del régimen pinochetistas, en la depravación y en el sufrimiento de las víctimas.
En 1961 un grupo de alemanes llegó a Chile para instalar una comunidad. Eligieron un paraje alejado y yermo. Nadie creía en ellos. Era un ambiente demasiado hostil como para que algo pudiera prosperar. En la zona sólo había aridez, soledad y pobreza. Los comandaba un rígido pastor, Paul Schäfer. Compraron El Lavadero, una gran extensión de tierra -137 km cuadrados- en la comuna de Parral, a más de 300 kilómetros de la capital chilena. La lejanía con Santiago parecía otro obstáculo severo a sortear. Estaban en medio de la nada. Fundaron la Sociedad Benefactora y Educacional Dignidad. Trabajaban sin parar. Levantaron viviendas, sembraron en una tierra imposible, construyeron galpones de trabajo. De a poco la comunidad se levantaba. Pese a los agoreros, estos alemanes dedicados y testarudos habían triunfado. Entre ellos parecía reinar la cordialidad. El lugar pasó a conocerse como Colonia Dignidad.
Esta historia de éxito y superación tuvo que superar su primer escollo cinco años después de su instalación. Un adolescente, Wolfang Müller, escapó del lugar y denunció abusos, maltratos, violencia, lavado de cerebro. Pero después de la explosión mediática, el caso se fue apagando. La Colonia abrió sus puertas a algunos periodistas y lo que se mostró fue un mundo idílico. El envarado Schäfer forzaba una sonrisa, los colonos se movían como un pequeño, coordinado y amable ejército. Sólo se declamaban virtudes. Se los veía comer casi como en una coreografía, bailaban danzas bávaras, cantaban en afinados coros. Los que oficiaban como voceros, con un castellano duro, con fuerte acento germánico, fingían perplejidad ante las sospechas. Ese era un mundo perfecto. Al que logró fugarse lo volvieron a llevar a la Colonia. Allí lo confinaron, lo golpearon y por último lo sometieron a tratamientos de electroshocks para modificar su conducta.
Esas primeras denuncias públicas ocurrieron treinta años antes de la caída. Un intento de fuga, alguna declaración que escandalizó la quieta y pacata sociedad chilena de la época, y los periodistas que corrieron hasta las tranqueras de la Colonia para indagar. Tapas de revistas, informes televisivos, comentarios radiales. Pero nada sucedió. Schäfer continuó ejerciendo su reinado, sojuzgando y abusando.
Nadie creyó necesario indagar en los orígenes del pastor alemán. De haberlo hecho hubieran descubierto que Schäfer llegó a Chile escapando de Alemania y de las denuncias por abusos sexuales y violaciones a menores de edad. Con su rigidez, cierto (y algo incomprensible) carisma y la promesa de un mundo mejor y no contaminado consiguió convencer a cientos de alemanes de seguirlo en su aventura sudamericana.
Tampoco, en ese momento, nadie vio –o quiso ver- los beneficios impositivos y legales que obtuvieron para poder instalarse. Exenciones, quitas y hasta modificaciones normativas para que la Colonia Dignidad se convirtiera casi en un estado autónomo dentro de ese Chile rural. Schäfer consiguió de inmediato conectarse con la elite gobernante. Ambas partes esperaban el momento para sacar partido de esa relación.
Schäfer modeló robots humanos. Las imágenes son escalofriantes. Caras sin gestos, con la mirada dura, los cuerpos rígidos, las respuestas similares: veloces y automatizadas. El adoctrinamiento era efectivo. No había casi disidentes. No había manera de que alguien pensara de forma diferente al resto. Cuando uno de eso accidentes ocurría, cuando alguna lograba exponer sus quejas, cuando alguien se salía del libreto, el escarmiento era tan severo, tan desmedido, que el resto se convencía que había que seguir las directivas de Schäfer.
La Colonia tenía una doble condición que parecería paradójica pero que era la que aseguró su permanencia durante décadas. Era hermética para los que estaban dentro, el muro de salida era impenetrable. Nadie podía irse, fugarse. Había alambrados electrificados, torres de vigilancia, guardias armados, perros adiestrados, alarmas y, más cerca en el tiempo, cámaras. Pero esa clausura era mucho más que física. A la Colonia Dignidad no entraba nada del exterior. Noticias, bienes, personas, ideas, modas. Para los colonos el mundo exterior era desconocido. Si la mayoría de sus habitantes estaban aislados, no sucedía así con la Colonia como institución. Sus líderes mantenían lazos con los estratos más elevados del poder. Esta cerrazón para los individuos se convertía en una interrelación fluida con los factores de poder. Eso le aseguró a Schäfer y sus secuaces la permanencia en el tiempo, ingresos económicos, aceitados contactos políticos y, principalmente, impunidad.
Cuando se hable de esta comunidad se suele hacer foco en los niños y en los jóvenes, en los abusos que sufrieron. Para Schäfer las mujeres eran el piso de la pirámide, el punto más bajo posible de la condición humana. Para él sólo tenían un fin utilitario: eran una especie de sofisticados animales de carga que debían servir a los hombres. Cocinarles, zurcirles, limpiar las dependencias y trabajar. Las tareas ocupaban más de 16 horas al día. Las mujeres de Colonia Dignidad no tenían voz. Sólo debían obedecer y trabajar sin descanso.
Todos estaban bien separados. No había cruces. Los hombres por un lado, las mujeres por el otro. Y había un tercer grupo: los chicos. Los niños eran separados de sus padres y no tenían más contacto con ellos. Con el correr del tiempo y con el crecimiento de Dignidad, Schäfer utilizó la escuela y el hospital del lugar para captar a los hijos de los campesinos analfabetos que vivían en las cercanías. Esos chicos eran adoptados por la comunidad bajo extraños pactos o directamente secuestrados. Muchos de ellos fueron las víctimas de los abusos sexuales a los que los sometía Schäfer.
La Colonia no permitía matrimonios, ni la reproducción. No pensaban en expandirse. Los ingresos eran sólo de los chicos y jóvenes cooptados entre los lugareños. Les prometían un futuro, trabajo, el desarrollo dentro de comunidad productiva. Pero lo que encontraban era un infierno de maltratos y abusos.
El blindaje no podía ser absoluto. Cada tanto algo se sabía. Y otra vez la Colonia era escrutada por los medios pero nada pasaba. Schäfer había tejido alianzas poderosas como altos cargos políticos. Personalidades ingresaban a Colonia Dignidad, la visitaban y se reunían con su jerarcas. Tras el golpe de estado que derrocó a Salvador Allende, Schäfer desarrolló una relación directa con Pinochet.
En sus tierras hubo torturas, desapariciones y asesinatos de presos políticos. Túneles secretos, un arsenal, salas de tortura, fosas comunes con cadáveres N.N. La Colonia Dignidad se convirtió en un centro clandestino de detención.
Con el retorno de la democracia la supuesta actuación ejemplar de la Colonia fue despojándose de camuflajes y la verdad, sin los apoyos políticos y empujada por el cambio de época, empezó a develarse.
La trama comercial, el tráfico de armas, la participación en la represión ilégitima, en las actividades clandestinas del régimen y también los abusos sexuales, las violaciones, las vejaciones a los que la secta sometía a sus víctimas (que ya habían dejado de ser considerados abnegados colonos por la opinión pública).
El accionar de la justicia fue más lento que lo que las circunstancias requerían. Se sospecha que Schäfer fue avisado por alguno de sus muchos amigos con poder. Se fugó.
Casi sin sorpresa, y no sólo por la proximidad geográfica, descubrimos que su refugio fue Argentina, tierra con larga tradición de acogimiento de alemanes con profuso pasado criminal.
En 2005 Schäfer fue encontrado en un country de la localidad bonaerense de Tortuguitas. Fue extraditado y juzgado.
Lo condenaron a 20 años de prisión por encontrarlo culpable de 25 casos de abuso a menores sólo entre los años 1993 y 1997. Al año siguiente se le sumó otra condena por tenencia de armas de guerra ya que en una requisa un enorme arsenal fue encontrado en la Colonia (también manuales de torturas, túneles secretos y búnkers).
Schäfer murió en el hospital de la penitenciaría de Santiago de Chile el 24 de abril de 2010. Tenía 88 años.
En la Colonia quedaban todavía 200 personas que con psicólogos, médicos y asistentes sociales fueron reinsertados en una sociedad con la que no habían tenido contacto en tres décadas.
Hoy el lugar se llama Villa Baviera.
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