“Ufff -resopla Agustina-. Fue muy difícil cuando me enteré”. Después, mira hacia el techo en silencio, traga, sigue. “Yo venía de acompañar a mi papá en un proceso similar, muy duro. Lo había visto sufrir muchísimo, hasta que falleció: cáncer de pulmón”. El primer miedo que tuvo, recuerda, fue en espejo: miedo, no sólo a morirse, sino a sufrir así.
Agustina Iparraguirre tenía, además, 23 años, un marido amado y una hija en camino, por lo que el segundo gran temor fue que Alma, que estaba casi por la mitad de su gestación, resistiera. Después del nacimiento, el miedo cambió de piel. “Miedo a morirme y dejarla sola”, dice Agustina, y la mira. Alma, la otra sobreviviente de esta historia, le devuelve la mirada desde el sillón, ve cómo a su mamá le tiembla la voz, traga, le sonríe.
Es una mañana plateada y húmeda de octubre, pasaron más de 10 años de todo aquello pero por esta casa, en Lomas de Zamora, todavía hay huellas. Agustina en una foto en blanco y negro, pelada, con un pañuelo en la cabeza. Agustina con Alma, que pesó 1 kilo y pocos gramos cuando nació, recostada entre sus pechos. Agustina sonriendo -con todo lo que le costaba sonreír-, apoyada sobre Ariel, sostenida por él, el mismo marido amado que ahora calienta el agua para el té en la cocina.
“Fue en el año 2010, yo estaba embarazada de unos cuatro meses”, cuenta ella a Infobae, que es cantante pero, desde la pandemia, hace y vende pastas caseras. “Venía de muchos días con un cuadro gripal fuerte, no se me iba. Tenía tos, pero no más que eso, no tenía fiebre, no me sentía mal. Me costaba respirar pero yo se lo atribuía al embarazo. Pasaban los días y los antibióticos no hacían efecto, venían los médicos a domicilio, me auscultaban, me daban más remedios y nada”.
La preocupación del momento era la gripe A, muy riesgosa para las embarazadas, por lo que terminaron mandándola a hacerse estudios. Lo que siguió lo recuerda en flashes: “Vamos a hacer una placa de pulmón”, el recuerdo todavía vivo de las manchas tumorales en las placas de su papá, los tres médicos que fueron a hablar con ella, la internación urgente en terapia intensiva.
“Y ahí empezó una odisea”, sigue. Hubo que esperar los resultados de la biopsia de un ganglio -recuerda, y se toca el lugar del cuello en el que conserva la cicatriz-, aunque empezó a intuir lo que estaba pasando cuando le dijeron que podía “estar atravesando por un proceso linfoproliferativo”, puso cara de “¿y eso qué es?” y le contestaron “una enfermedad que se trata con algo parecido a la quimioterapia”.
“Se me vino el mundo abajo, con todo lo que acababa de pasar con mi papá, y yo estando embarazada. No, no me podía estar pasando a mí”, sigue. La biopsia dijo “Linfoma de Hodgkin”, un tipo de cáncer que comienza en las células del sistema linfático (el sistema que comprende los ganglios linfáticos, el bazo, el timo y la médula ósea). “Mi vida dio un vuelco gigante de una semana a otra. Un día estaba feliz porque nos habíamos enterado de que era una nena y al otro, estaba en terapia intensiva”.
El cuadro de situación, sin embargo, mostró que tenían una pequeña ventana de tiempo a favor. Podían empezar con una quimioterapia suave, no para curarla sino para evitar que el cáncer siguiera avanzando mientras Alma terminaba de gestarse.
“Fue muy duro. Me hacía las quimios y ella pasaba una semana sin patear, no daba señales de vida. Y, al final, cuando hacíamos la ecografía ahí estaba, y estaba bien, así que respirábamos”, recuerda. La enfermedad no retrocedió pero tampoco avanzó, hasta que llegó un momento en que Alma dejó de crecer y decidieron hacerla nacer por cesárea. Recién había terminado el séptimo mes de gestación, pesaba 1 kilo y 100 gramos.
Por haber recibido quimioterapia durante la gestación les habían advertido que “podía pasar de todo”, nadie sabía con qué se iban a encontrar. “Pero lo primero que hizo Alma fue abrir los ojos grandes y gritar, nació con una vitalidad que no te puedo explicar”, describe Agustina, como si la estuviera viendo nacer otra vez.
Enseguida, sin embargo, cambia el tono: “Ahí vino la parte dura para mí, para mi cuerpo, para mi mente, para mis emociones: cuando la tuve que pelear sola”.
Es que ahí, mientras Agustina se estrenaba como madre primeriza de esa beba mínima a la que había aprendido a acariciar a través de los agujeros de la incubadora, vino la segunda quimioterapia, la tercera, la arrasadora, la necesidad de un trasplante y un paro cardíaco completamente inesperado.
Sola: ¿sola?
Alma estuvo un mes y medio internada en neonatología, alimentándose por sonda. Y fue ahí, cuando su hija ya estaba saliendo adelante, que Agustina empezó con una segunda quimioterapia.
“Pero esta vez no dio resultados y la enfermedad avanzó. Había arrancado en el mediastino y en el cuello y ahora había llegado hasta los pulmones”, dice, y se opaca. “Otra vez se me vino el mundo abajo, lo que menos esperaba era que siguiera ramificándose”.
Alma no había cumplido un año cuando Agustina empezó la tercera quimioterapia. “Y ahí empezó la parte más difícil que fue, no sólo someterme a la quimio sino pelear contra mis emociones. Los efectos secundarios eran tan fuertes, tan dolorosos, que realmente hubo muchas veces en las que quise terminar con todo”.
No podía hacer nada de lo que había imaginado hacer con su hija: ni darle la teta, ni alzarla, ni ser esa persona única con la que un bebé se calma. “Hay cosas que por ahí el que no las vive no las puede imaginar, pero yo tengo el recuerdo, por ejemplo, de mi marido ayudándome a lavarme los dientes, a levantarme de la silla”, dice ella. Y agrega: “Hay una frase que alguien me dijo y me sirvió en todo el proceso: ‘Uno no sabe lo que es ser fuerte hasta que ser fuerte es la única opción que queda’”.
La situación en casa era tan difícil que la forma que ella y su marido encontraron de preservar a Alma fue pedirle ayuda a su suegra. “La cuidó tanto y durante tanto tiempo que Alma le decía ‘mamá’. A mí no, a mí me decía Agustina”, recuerda. Lo cuenta sin dolor, sin envidia, todo lo contrario. “Te amo Ceci, gracias”, dice después frente a la cámara de Infobae, para que el agradecimiento llegue a esa mujer.
Estaba grave, “no había demasiadas esperanzas de que yo saliera con vida de todo esto. Fuimos a hacer una interconsulta con un médico importante, una supuesta eminencia, y nos dijo muy fríamente que no había muchas posibilidades de sobrevida. Según él, mis estudios mostraban que yo estaba en el 5% de los casos que no llegan al trasplante de médula”.
Varias estadísticas frías y un miedo absoluto alojado en el pecho, en el mismo lugar que había elegido el cáncer: “Ella...mi miedo era que ella tuviera que crecer sin su mamá”. Fue en la Asociación Linfomas Argentina, una asociación civil sin fines de lucro de pacientes y familiares, que Agustina encontró el apoyo emocional que necesitaba para salir de esa telaraña.
El paso siguiente era probar con un trasplante autólogo de médula ósea, un tratamiento en el que se trasplantan células madre sanas del propio cuerpo para reemplazar la médula afectada. Le hicieron una cuarta quimioterapia durísima antes del trasplante. “Mis venas no daban más, pero esta vez funcionó”.
El estudio en el que midieron la actividad tumoral mostró quietud, un volcán en calma. “La enfermedad había retrocedido por completo”. Podían, ahora sí, hacerle radioterapia en el pecho e intentar el trasplante. “Estuve sola en Favaloro, aislada más de un mes, no tenía defensas. Cuando empecé a remontar un poco me traían a Alma para que al menos pudiera darle la mamadera”.
El trasplante había salido bien pero, un día antes de que le dieran el alta, pasó lo impensado. “Lo último que recuerdo fue que empecé a arrancarme el barbijo porque no podía respirar. Me desperté rodeada de médicos: había tenido un paro cardíaco, me habían tenido que reanimar. Al día de hoy nadie supo explicar qué pasó”.
Volver
La “vuelta a la vida” -así la llama- “fue un caos”: “Me encontré con una hija de casi dos años y no sabía que tenía que hacer. Alma estaba como enojada conmigo, me costó muchos años entender que yo no había tenido la culpa de lo que nos había pasado”.
Todo lo que había pensado que era ser “una buena madre” -la que logra llevar a término un embarazo, parir de manera “natural”, amamantar, la que vive 24 horas para su bebé, la que está para dormirla, para acunarla, para calmar el llanto, los cólicos, los berrinches- se había desintegrado en el aire.
“Es todo lo que me perdí porque estuve en la cama o internada”, se despide, mientras busca el ukelele para cantar una canción junto a su hija. “Con el tiempo, me di cuenta que ser madre, una buena madre, es haber intentado remarla todos los días. Haber puesto todo de mí, todo mi esfuerzo, todas mis ganas, todo lo que tenía poder estar hoy acá”, dice, y ya no aguanta -nadie aguanta- la emoción.
Alma, que hace muchos años dejó de decirle “Agustina” para llamarla “mami”, se levanta del sillón, pucherea, va, llora hundida en su pecho, la abraza.
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