Con sus anteojos de campaña que había usado en la batalla de Austerlitz, le echó un vistazo a la costa rocosa de esa perdida isla volcánica en medio del Atlántico. “No es un sitio atractivo”, fue su primera impresión.
Cuando bajó a tierra, oteó el panorama, comprobó las rigurosas condiciones de su detención y vio que la casa donde viviría estaba dominada por los insectos, las goteras y una humedad que hasta obligaba a poner las cartas al horno antes de jugar, sentenció que era una “isla vergonzosa”.
Era el 16 de octubre de 1815 y allí moriría seis años después.
Sin otra salida que la de abdicar, y con la idea fija de los Borbones de deshacerse de él, el plan de Napoleón Bonaparte fue irse a Estados Unidos a cultivar la tierra y regresar a Francia en el momento oportuno, como un triunfador. Y que si allí no lo querían, se iría a México o a Caracas o a Buenos Aires, como le escucharon comentar.
Pero pronto se dio cuenta que no estaba en posición de exigir y se refugió en la Malmaison, la finca de sesenta hectáreas que su entonces esposa Josefina había comprado en 1799 y que tan buenos recuerdos le traía.
El recuerdo de Josefina
Cuando aún era un oscuro general desaliñado y que lucía ropas desgastadas, se enamoró perdidamente de Josefina, que en realidad se llamaba María Josefina Rosa Tascher de la Pagerie. En realidad él la llamaba Josefina, porque Rosa había sido pronunciado por una larga lista de amantes que ella había tenido.
Josefina era cinco años más grande que él, tenía dos hijos y viuda de un marido que los jacobinos habían guillotinado. Le escribía una carta por día hasta que se enteró que, en los meses que pasaba en campaña, su mujer buscaba el consuelo en brazos ajenos.
Cuando Napoleón ya era un hombre poderoso y reveló en su plena dimensión su ambición y su carácter irascible, mostró poco interés por su esposa, que se había transformado en una mujer sumisa y obediente y que estallaba en llanto ante el destrato de su marido, que a veces llegó a la agresión física.
Lo peor fue que ella no pudo darle un hijo. Él ya había tenido a Charles Leon con su amante Louise Eléonore Denuelle de La Plaigne y en Polonia fue padre de Alejandro, fruto de una relación con la polaca María Walewska.
Pero necesitaba prolongar su dinastía y para ello buscaba “un vientre”, como decía en esa época. Se divorció de Josefina en diciembre de 1809 y entre la lista de 18 jóvenes que pertenecieran a casas reales europeas eligió a María Luisa de Austria, sobrina nieta de María Antonieta. Tenía 17 años y había sido educada en el odio hacia Napoleón. Tenía un soldado al que llamaba “Bonaparte” al que torturaba, y no pudo creer cuando su padre le comunicó que ya estaba arreglado su matrimonio precisamente con el corso. Se casaron por poder el 1 de abril de 1810. Y dicen que hasta logró tomarle cariño.
Las últimas horas en Francia
En la Malmaison, a escasos doce kilómetros de París, caviló durante dos días qué hacer. Cuando preguntó quién lo acompañaría a lo que imaginaba un exilio del otro lado del Atlántico, salvo un par de fieles, solo recibió evasivas.
El 1 de julio de 1815 Gebhard von Blücher, comandante en jefe de las fuerzas prusianas en Waterloo -que lo despreciaba especialmente- había ocupado Versalles. Su obsesión era el de capturarlo vivo o muerto. Napoleón se ofreció ponerse al frente de un ejército para enfrentarlo. Pero de París le insistieron en que se fuera de una vez por todas.
En cuanto pudo, su esposa María Luisa regresó a Viena con el hijo de ambos. Allí sería la amante de un general tuerto, el conde Adam Alberty von Neipperg, con quien se casaría el 7 de septiembre de 1821, cuando Bonaparte ya había fallecido.
El 29 de junio, antes de partir de la Malmaison les dijo adiós a los suyos y tuvo un tiempo para pasar por la habitación donde había fallecido Josefina el 29 de mayo de 1814. A pesar de todo nunca había podido olvidarla. Supo de su muerte mientras estuvo desterrado en la isla de Elba.
Luego se despidió de su madre, se vistió con un pantalón azul, una levita marrón, botas de montar y un sombrero redondo de ala ancha. Él, que siempre había cuidado hasta el detalle su imagen pública –era un obsesivo por la limpieza, usaba mucho perfume y cuidaba especialmente sus uñas- y que contrataba a los mejores retratistas, deseaba pasar desapercibido.
Aún no lo sabía pero se iba para siempre.
En una calesa cerrada tirada por cuatro caballos, se dirigió a Rochefort, frente a la costa atlántica, donde se ilusionó con embarcar hacia el otro lado del mundo. Pero el pasaporte no llegaba. No se decidió en abordar un bergantín que estaba a punto de zarpar con una carga de aguardiente ni otros dos barcos listos para hacerse a la mar. Le sugirieron escabullirse en una corbeta francesa que estaba anclada cuarenta kilómetros al sur. Mientras desechaba cada una de las ideas, el buque inglés Bellerophon, de 74 cañones, entró en la rada de Rochefort. Y bloqueó el puerto.
Prisionero de los ingleses
En Inglaterra, debatían qué hacer con él. Decidieron no fusilarlo pero tampoco lo dejarían ir.
Frederick Lewis Maitland, el capitán del Bellerophon recibió de Napoleón las siguientes líneas: “Alteza Real, víctima de las facciones que dividen mi país y de la enemistad de las más grandes potencias de Europa, he terminado mi carrera política, y vengo, como Temístocles, a buscar amparo en el hogar del pueblo británico. Me pongo bajo la protección de sus leyes, que reclamo de Vuestra Alteza Real, como del más poderoso, más constante, y más generoso de mis enemigos”.
Como respuesta el capitán respondió: “Napoleón recibirá en Inglaterra todas las consideraciones debidas a su persona; nosotros somos generosos y democráticos”.
Y con esas palabras, sin un documento firmado, Napoleón confió y en la mañana del sábado 15 de julio de 1815 subió a bordo. “Vengo a ponerme bajo la protección de su príncipe y sus leyes”, le dijo al capitán Maitland.
Fue recibido sin los honores que generalmente se rinden a las personas de alto rango; la guardia se desplegó en el descanso de la popa, pero no presentó armas.
El capitán del buque recuerda que Bonaparte vestía un abrigo de color oliva sobre un uniforme verde, con capa y puños escarlata, solapas verdes vueltas hacia atrás y ribeteadas de escarlata, faldones enganchados hacia atrás con cuernos de corneta bordados en oro, botones lisos de pan de azúcar y charreteras de oro; era el uniforme del cazador a caballo de la Guardia Imperial. Ostentaba la gran cruz de la Legión de Honor, la pequeña cruz de esa orden, la Corona de Hierro y la Unión, adosada al ojal de la solapa izquierda. Llevaba un pequeño sombrero ladeado, con una escarapela tricolor; una espada sencilla con empuñadura de oro, botas militares, y chaleco y pantalones blancos.
El capitán confesaría que nunca había conocido a una persona tan simpática y agradable. Le cedió su camarote. “Una bella cámara”, dijo Napoleón.
Maitland le propuso dirigirse a él en inglés, y Bonaparte le respondió en francés que era imposible; “apenas entiendo una palabra de su idioma”. Para el capitán hablaba con una rapidez que al principio dificultaba seguirle, y pasaron varios días antes de acostumbrase a su forma de hablar.
El primer día desayunaron a las nueve, al estilo inglés, con té, café y carne fría. Como no comió mucho, Maitland descubrió que Napoleón estaba acostumbrado a tomar una comida caliente por la mañana, y así ordenó que se le sirviese. Y de ahí en más comieron al estilo francés. Igual decía que debía adaptarse a las costumbres inglesas, porque creía que pasaría el resto de su vida en Inglaterra.
El 24 de julio el Bellerophon entró en Torbay, en Devon y se le comunicó la peor noticia: no podría desembarcar ni continuar viaje a los Estados Unidos. Al día siguiente partieron hacia Plymouth. Permaneció a bordo hasta conocer el pronunciamiento del gobierno inglés. Mientras tanto hablaba solo con aquellos marineros que le respondían en francés. Desde el momento en que un marinero había arrojado una botella con el mensaje de que Napoleón estaba a bordo, cientos de embarcaciones rodearon la nave, solo para verlo. El emperador derrocado se recluyó en su camarote y solo se dejaba ver de a ratos. En una oportunidad, cuando lo descubrieron en el puente de la nave, los curiosos descubrieron sus cabezas en señal de respeto.
Al cuarto día de su llegada, recibió un pliego del gobierno inglés, en el que le comunicaban que no podían dejarlo libre porque podría peligrar la paz en Europa. Se decidió restringir su libertad personal y que para ello sería conducido a la isla de Santa Elena. Se le permitió designar, como sus acompañantes, a tres oficiales, un médico y una docena de asistentes.
Fueron en vano sus protestas. Que se habían violado sus derechos, que se había entregado voluntariamente, que no era un prisionero de Inglaterra, sino su huésped. Que si todo era parte de una trampa se obró contra el honor “y degrada su pabellón”, que había recurrido al país contra el que había hecho la guerra durante veinte años a pedir asilo bajo la protección de sus leyes.
Los ingleses le confiscaron su equipaje y su dinero y durante diez días permaneció a bordo en la rada en Plymouth. A principio de agosto lo pasaron a la fragata Northumberland, comandado por el almirante sir George Cockburn y puso proa al Atlántico. Era un prisionero.
El 16 de octubre de 1815 Napoleón Bonaparte llegó a la isla de Santa Elena, el último destino en su vida. El viaje fue cansador porque demoraron más de la cuenta para evitar barcos enemigos que intentaran arriesgarse a rescatar al prisionero, que pasaba largas horas mirando el mar sentado en uno de los cañones de proa.
Atracaron en Jamestown, la capital de un archipiélago propiedad de la Compañía de las Indias Orientales, a casi dos mil kilómetros de la costa africana de Angola y a cuatro mil de las de Brasil. A sus íntimos admitía que hubiera preferido ser ejecutado que terminar en ese archipiélago.
Se instaló provisoriamente en una casa en el borde de una cañada, donde vivía el negociante Balcombe, cuya hija Betzy, de 14 años, distraía al emperador con sus juegos.
Unas semanas después fue trasladado a una pequeña casa de campo, ubicada más hacia el este, llamada Longwood House, una modesta construcción baja con techo de pizarras. Era una granja miserable, en la que a veces el vicegobernador iba a descansar y que hubo que arreglar para hacerla habitable.
“Esta no es una casa, es una tumba”, dijo Napoléon.
No estaba tan errado.
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