“Mamá”. Así, a secas, se llama el primer capítulo de su libro. Pasaron casi 50 años de la muerte de esa mujer y Cristina todavía necesita respirar profundo antes de contestar qué pasó con ella, por qué decidió arrancar con la historia de su madre el libro en el que también contó la trágica muerte del amor de su vida y de Mariel, su hija.
Las lagunas inundaron algunos recuerdos -“cosas que escondí en algún lugar de mi cerebro para sobrevivir”, escribió Cristina Abrea-; sin embargo, no pudieron arrasar con otros: la imagen de su mamá “totalmente alcoholizada tirada en el zaguán” de la bellísima casa de Palermo en la que vivían, un hogar con patio andaluz, mayólicas y ventanales de vitró. Su tía y su abuela igual, tiradas las tres cada vez que venían a visitarla desde Misiones, “los clásicos desmayos alcohólicos” después de pelearse entre ellas.
“Cierro los ojos y veo a esa nena que las mira a las tres tiradas sin saber qué hacer. Yo no podía pedir ayuda, contarle a una maestra. Eran otras épocas, tenía prohibido contar lo que pasaba en casa”, dice a Infobae Cristina, que ahora tiene 61 años.
Son flashes. La pequeña Cristina de 7, 8 años esperando que llegue la policía. La pequeña Cristina escondida en un placard tratando de achicar su cuerpo, encogerse hasta desaparecer. La pequeña Cristina viendo a su madre dormir con una tijera de podar bajo la almohada y repitiendo siempre lo mismo: que le iba a cortar la cabeza a su papá.
“Agredía no solo psicológicamente, sino físicamente. Recién de grande pude entender que mi mamá estaba enferma, que había tenido una vida de mucho sufrimiento. Era una de 17 hermanos, muchos también alcohólicos y camioneros que murieron en accidentes en la ruta”, reflexiona. “Mi mamá era parte de esa generación de descendientes de inmigrantes que fueron criados así: maltratados, desvalorizados, humillados. Y ellos absorbieron todo eso. Creo que nosotros, los hijos, somos sobrevivientes de esa generación que se crió con el maltrato”.
María Lidia murió cuando Cristina recién había terminado la primaria. “El hígado no resistió. Yo me puse muy rebelde, estaba furiosa. A pesar de sus agresiones, era mi madre... yo la amaba”, relata. Cristina creció siendo una joven insegura, desvalorizada, desprotegida: las huellas que suelen quedar en quienes fueron maltratados en la niñez por quienes debían cuidarlos. Era “la flaca” para todos, “la flaca que no puede”, los cimientos rotos.
“Por eso -la sonrisa anuncia que está por hablar de él-, estoy convencida de que Paco llegó a mi vida para sanarme”.
Amore mío
Cristina se había casado, había tenido un hijo y una hija y estaba en medio de un divorcio tormentoso esa tarde de 1998 en que salió a caminar al sol con su perra, Estrella. No quería saber nada con ningún hombre cuando una vecina se acercó, la saludó y le presentó a Paco, un joven militar de 28 años que había llegado a la Argentina desde España para hacer un curso de capacitación.
“Fue algo muy fuerte que nos pasó a los dos, no solamente a mí. Fuimos a almorzar y no podíamos dejar de hablar, de estar el uno con el otro, de mirarnos. Él estaba casado y tenía un hijo allá pero la estaba pasando terriblemente mal en su matrimonio y hacía misiones para poder irse de la casa”. Cristina resistió todo lo que pudo, porque además de clandestino iba a ser un amor complicado: por su esposa y por su hijo, Paco se iba a volver a Europa cuando terminara el curso.
“Pero fue imposible. Era esa sensación de que vos no podés dejar de tocar al otro, de besarlo, de desearlo. Íbamos abrazados por la calle y todos se nos quedaban mirando. Cuando mis hijos lo conocieron, lo amaron. Lo escuchaban muchísimo, jugaban con él, ¿viste esas relaciones que vos decís...por qué no te conocí antes?”. Vivieron ese año así hasta que llegó el momento de volver.
“Me dijo que se iba a resolver su situación allá, a separarse. Era diciembre, no supe nada más de él hasta los primeros días del año siguiente. Hasta que sonó el teléfono y era Paco: se había separado. Desde ese momento empezamos a vivir una amor a la distancia: cada tres meses iba yo o venía él. En el medio, cartas. Me escribía todo lo que le pasaba, yo tenía dudas, él no, él respondía a las mías”.
Cristina todavía las conserva. En una de ellas él se despide: “Creo que nunca supe hasta ahora lo que es el verdadero amor. Nunca eché tanto de menos a una persona, amor”.
Dos veces vino a verla él, otras dos veces viajó ella. “Teníamos hijos chicos, no podíamos quedarnos juntos en un país o en otro. Pero estábamos bien así, por eso decidimos mantener el amor a la distancia”. La última vez viajó ella. Era febrero de 2000, ni la ficción más inverosímil podía arriesgar lo que estaba por pasar.
El 22 de marzo Cristina miraba televisión en Buenos Aires con su hija Mariel cuando el teléfono de línea sonó. “Era Paco, llamaba para despedirse porque lo habían asignado a una misión. Me contó que se iba y me preguntó: ‘¿Me vas a esperar?’. Yo le contesté: ‘Toda la vida, amor’, cuenta Cristina y se le desintegra la voz.
—Bueno, se cayó el avión— dice después.
El avión -un Aviocar del Ejército del Aire- llevaba varias horas desaparecido cuando hallaron sus restos y se confirmó lo que se temía. Fue la cuñada de Cristina, desde España, quien juntó coraje y se animó a llamarla. “Nadie sabía cómo decírmelo. No lo podía creer, habían muerto los siete”.
La noticia que dio cuenta del accidente en el diario El Mundo, uno de los más importantes de España, termina así: “La oscuridad y lo abrupto de la zona imposibilitaron anoche la localización de los cuerpos, mientras que el avión ha quedado totalmente calcinado y reducido a un amasijo de hierros”.
Con Paco murió la vida que Cristina había imaginado, la forma del amor que había deseado. “Me costó muchísimo, muchísimo. Fueron diez años que...¿viste cuando te sentís un ente, realmente?”, dice y llora Cristina, que sigue estando soltera.
No es que la muerte prematura haya hecho de Paco un mito. “No, fue el gran amor de mi vida por cosas concretas. Él me mostró lo que era el amor, lo que era el compañerismo. Lo que era ser un hombre acompañando de verdad a una mujer. Ser pareja par, no uno adelante y otro al costado, no. Par, los dos tirando del mismo carro”.
El 9 de mayo de 2013, cuando Cristina ya estaba convencida de que su porción de eventos dramáticos ya eran suficientes para una sola vida, el teléfono volvió a sonar.
—Estamos buscando algún familiar de Mariel Saenz— dijo alguien desde el Hospital de San Isidro.
—Soy la mamá— contestó Cristina.
Mariel
“La había visto una semana antes, para mi cumpleaños. Había venido a casa, almorzamos juntas, la vi dormir un ratito porque trabajaba de noche. Le acaricié el pelo, le sentí el olor a shampoo de la cabeza, todas esas cosas que a las mamás nos gusta hacer”.
Cuando Cristina llegó al hospital, Mariel ya había tenido dos paros cardíacos. “Había como 15 médicos alrededor. Una hora y cuarenta minutos después salió el médico para avisar que no... que había partido”.
Mariel -según el relato de los testigos y del conductor que la atropelló - iba en moto para San Isidro. Un hombre que conducía una camioneta Partner, “giró hacia el río, no la vio y se la llevó puesta”, dice Cristina, y vuelve al silencio, a negar con la cabeza. “Aparte de arruinar nuestras vidas, arruinó la suya y la de su familia”.
Había un detalle más, lo contó después el novio de Mariel: “Estaba embarazada de cuatro meses y medio. Ese día estaba yendo a preparar el cuarto del bebé para invitarnos a comer un asado el fin de semana y contarnos”, sigue. “Bueno, ahí empezó algo...¿viste cuando vos decís ‘esto no puede ser, no es verdad, no puede estar pasando?”. Mariel acababa de cumplir 23 años.
Lo de Paco no había bastado. “No es lo mismo perder a una pareja que a un hijo. Cuando vos perdés a un hijo te arrancan un pedazo. No como si te dijera un brazo o una pierna, te arrancan las entrañas, el alma se destroza en millones de pedazos”, intenta explicar. “Después de la muerte de Mari soy ésta. La que era ya no existe más. Aprendes a vivir de otra forma, a llevar el dolor con vos, pero la que era no existe más”.
Unos meses antes de su muerte, Cristina y Mariel se habían ido de vacaciones juntas a Puerto Pirámides, en Chubut. “Ella amaba ese lugar, íbamos a volver a mitad de año a ver las ballenas”. El plan quedó trunco pero Cristina sintió que algo de su hija había quedado allí y, unos meses después de su muerte, se fue a hacer el duelo a Pirámides, sola.
Allá adoptó a un perro, Franc, con él sonríe en la tapa de su libro, al que iba a llamar “Amore mío” cuando solo hablaba de Paco y terminó llamando “El testimonio”. Allá en la estepa patagónica, con Franc echado al lado, terminó de escribirlo. ¿Por qué eligió al perro para la tapa y no a su mamá, a Paco, a Mariel?
“Hay personas que te dicen ‘dale, tenés que ser fuerte, tenés que seguir’”, se despide Cristina. “Bueno, todos somos fuertes pero en un momento así estamos destrozados y nos tenemos que volver a armar. Seguir es una elección, vivir después de tanto dolor, también. Yo tuve que tomar decisiones para seguir viva: irme, alejarme, escribir, sanar, primero por mí, después por los demás. Que el perro haya estado al lado mío, en silencio mientras yo gritaba y lloraba de dolor frente al mar, a mí me ayudó a sanar”.
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