¿Qué hacer con los criminales nazis? Esa era la pregunta que sobrevolaba los despachos oficiales de las grandes potencias desde los primeros días de 1945, cuando ya la confianza de que la guerra sería ganada estaba consolidada. En algunos de las cumbres de los líderes de los Aliados se había prometido castigo a los que habían dado inicio a la locura en el que el mundo estaba sumido desde hacía un lustro. La última manifestación de ese tipo fue en Yalta. Pero nunca hubo precisiones, sólo una declaración de principios. Esa indefinición reconocía dos orígenes disímiles. Por un lado evitaban cualquier declaración contundente para que los detenidos bajo el poder de los nazis no sufrieran represalias anticipadas; por el otro, los aliados estaban lejos de ponerse de acuerdo, y no sabían bien qué iban a hacer una vez finalizada la guerra.
Con la rendición alemana a principios de mayo del 45, la cuestión se convirtió en una realidad. Winston Churchill y Anthny Eden, su ministro de Asuntos Exteriores, sorprendieron a todos. No aceptaban argumentos, ni escuchaban a los demás. Para ellos debía detenerse a la mayor cantidad de líderes posibles, someterlos a un juicio sumarísimo en el lugar en el que fueran encontrados que encabezaría la máxima autoridad militar presente, y ejecutarlos dentro de las seis horas siguientes. Naturalmente, Churchill no concebía que el resultado del juicio exprés fuera otro que la condena. Para el líder inglés, la única manera de seguir adelante y de desalentar futuros brotes nazis era la exterminación de los que quedaran en pie. Eso incluía a los colaboracionistas que habían ostentado el poder. Para él era un acto político y no uno jurídico lo que el mundo necesitaba para zanjar la situación. Pero habría una nueva sorpresa en esta discusión. Stalin y los soviéticos se opusieron de manera terminante a esta opción. Exigían que hubiera juicio en el lugar en el que los crímenes habían sido cometidos. La primera vez que Churchill habló con Stalin del tema no podía creer lo que escuchaba. “El Tío Joe resultó ultrarrespetuoso de la ley”, le escribió a Roosevelt refiriéndose a Stalin. Los soviéticos, con la brutalidad y el absurdo rigor que (des) trataban a los disidentes, hacían juicios o, al menos, la parodia de ellos, antes de encerrarlos o ejecutarlos. Estados Unidos también se opuso a la postura inglesa.
Stalin más que para respetar el derecho de defensa de los acusados, quería un juicio para mostrar de qué lado estaba el poder, quiénes habían sido los vencedores y, también, hacer ver que no temían escuchar y enfrentar a los nazis.
“¿Por qué no nos fusilan de una buena vez?”, dijo uno de los capturados. Hasta hacía unos días su vida estaba plagada de lujos. Sirvientes, empleados, dinero, comidas abundantes, ropa elegante, mansiones. Ahora estaba en un cubículo oscuro, sin ventilación, con un ambo de tela rugosa, incomunicado, con alimentación estricta de unas 1500 calorías diarias y un colchón delgado, si así se lo podía llamar, tirado en el suelo como exclusivo mobiliario. Los únicos seres vivos que había visto en la última semana fueron sus interrogadores y las cucarachas, arañas y ratas que paseaban por su minúscula celda. La guerra se había terminado y para él como para los otros jerarcas nazis que aún conservaban la vida, también se habían terminado el poder, los privilegios y la libertad.
Los aliados no les dieron el gusto. No los fusilaron apenas los encontraron. Los juzgaron. Querían que el mundo conociera los delitos de los que se los acusaba. Pretendían que a través de los Juicios de Nuremberg, que comenzaron formalmente, el 20 de noviembre de 1945, el mundo se asentara en una institucionalidad en la que se impusiera la ley y no la fuerza o la venganza.
Al inicio de las audiencias, el Fiscal Robert Jackson tomó la palabra y en esos párrafos iniciales dejó claro que estaba hablando para la historia. Necesitaba repetir los postulados principales del proceso: “El privilegio de abrir el primer proceso de la historia por crímenes contra la paz del mundo supone una grave responsabilidad. Las acciones que intentamos condenar y castigar han sido calculadas, tan indignantes y destructivas, que la civilización no puede tolerar que se las ignore porque no logrará sobrevivir si se repiten”.
Luego resaltó eso que tanto les costó: el acuerdo entre las cuatro naciones para juzgarlos. Y, en especial, no haber cedido a la tentación de la venganza: “Someter a los enemigos al juicio de la ley es uno de los tributos más significativos que el poder ha rendido jamás a la razón”.
Pese a las críticas de algunos juristas, lo que se debe reconocer es que lo que el fiscal Jackson sostuvo en su alegato inicial se cumplió. Se trató a los acusados con severidad pero se respetó su derecho a defensa, fueron escuchados y se probaron sus crímenes.
El juicio se extendió por once meses. La sentencia se escuchó el 1 octubre de 1946.
Los nazis juzgados recibieron distintas condenas. Doce de ellos fueron condenados a morir en la horca: Hans Franck, Wilhelm Frick, Hermann Göring, Joachim von Ribbentrop, Alfred Jodl, Ernst Kaltenbrunner, Alfred Rosenberg, Fritz Sauckel, Arthur Seib-Inquart y Julius Streicher. Rudolf Hess, Erich Raeder (Comandante en Jefe de la Marina) y Walter Funk (Ministro de Economía y presidente del Reischbank) recibieron cadena perpetua. A Konstantin Von Neurath (Ministro de exteriores y a cargo de Bohemia y Moravia) le dieron 15 años; como tenía 73 años se interpretó que era otro de los que moriría preso. Albert Speer (Ministro de Armamento, arquitecto del Fuhrer y diarista minucioso en Spandau), con su fingido arrepentimiento, logró escapar a la horca y obtuvo una pena de 20 años. Baldur Von Schirach (líder de las Juventudes Hitlerianas y gobernador de Viena) también recibió dos décadas. Y Karl Dönitz (Comandante de la Marina y sucesor de Hitler al mando del estado alemán -creyó serlo hasta el final de sus días-) recibió la pena más benévola: 10 años. Todos ellos fueron enviados a la cárcel de Spandau. Hjalmar Schacht, Franz Von Papen y Hans Fritzche fueron declarados inocentes.
El 16 de octubre de 1946 las condenas fueron ejecutadas y once de los líderes nazis murieron ahorcados. Hermann Göring que durante el juicio había pedido ser fusilado para morir con honor se suicidó la noche previa al morder una pastilla de cianuro. Durante años no se supo cómo logró obtenerla. Las teorías y sospechas se esparcieron. Casi medio siglo después un soldado norteamericano confesó que fue él quien se lo proporcionó pero que había actuado bajo engaño. Según su versión una tarde cuando salió del lugar de detención lo abordó una hermosa chica alemana y luego se acercaron dos hombres. Le pidieron que le diera esa pastilla, una supuesta medicina que Göring necesitaba para poder paliar sus problemas coronarios.
Durante el proceso poco hubo de verdad y de arrepentimiento por parte de los acusados. Y mucho de amnesia y negación. Ninguno recordaba los hechos fundamentales. Todos se consideraban inocentes. Sin embargo, sus expectativas de sobrevivir eran escasas. Un mínimo de sentido de realidad todavía los acompañaba. Una anécdota narrada por Hannah Arendt da cuenta de esta situación. La filósofa entrevista a un comandante nazi que había tenido un alto cargo en Majdanek y había reconocido haber gaseado prisioneros y haber ordenado enterrar otros con vida. “¿Usted se da cuenta que los rusos lo van a condenar a muerte?”, preguntó Arendt. El nazi respondió azorado: “¿Por qué? ¿Yo qué hice?”.
El 16 de octubre de 1946 fueron de a uno saliendo de su celda para ajustarse el nudo corredizo a su cuello. La mayoría obvió el arrepentimiento. Todos, a excepción de Alfred Rosenberg, dijeron en el patíbulo sus últimas palabras:
Joachim Von Ribbentrop, ex ministro de relaciones exteriores: “Dios proteja a Alemania. Un último deseo es que Alemania tenga su propia identidad y que llegue a haber entendimiento entre el Este y el Oeste. Le deseo paz al mundo”
Wilhelm Keitel, ex comandante del ejército alemán: “Pido al Dios Todopoderoso que tenga misericordia con el pueblo alemán. Más de dos millones de soldados alemanes murieron por la patria antes de mí, yo sigo ahora a mis hijos. ¡Todo por Alemania!”
Ernst Kaltenbrunner, ex comandante de los campos de exterminio: “He amado a mi gente alemana y a mi patria con todo mi corazón. He hecho mis deberes bajo la ley de mi gente y lamento mucho por ellos que fueron envueltos en este tiempo sin ser soldados y asesinados en crímenes de los cuales no he tenido conocimiento. Buena suerte Alemania”.
Hans Frank, ex gobernador general de Polonia: “Agradezco por el trato recibido durante mi cautiverio y le pido a Dios que me reciba con su misericordia”.
Wilhelm Frick, ex ministro del interior: “¡Larga vida para Alemania!”
Julius Streicher, ex director del periódico antisemita Der Stürmer: “!Heil Hitler! Los bolcheviques le harán esto a ustedes dentro de un tiempo (a sus carceleros). Adele, mi querida esposa”
Fritz Sauckel, ex director del programa de trabajo esclavo: “Muero inocente. La sentencia es equivocada. Dios proteja a Alemania y que la haga grande de nuevo. ¡Larga vida a Alemania! Dios proteja a mi familia.”
Alfred Jodl, ex comandante del ejército del Este: “Mis saludos para ti, Alemania”
Hialmar Schacht, ex director del Reichsbank: “Espero que esta ejecución sea el último acto de tragedia de la Segunda Guerra Mundial. Y que la lección que se tome de esta guerra, traiga paz y entendimiento entre los pueblos. Creo en Alemania.”
Las últimas palabras de estos criminales fueron hacia Alemania, hacia una Alemania que ya nunca sería como ellos pretendían. No demostraron arrepentimiento alguno. No reconocieron sus crímenes.
Sin embargo, aunque lo hubieran hecho nada nos diría sobre ellos. Los que los califica, no es su actitud ante la propia muerte, aunque hubieran tenido una muerte heroica. Eso (de todas formas casi ningún jerarca nazi la tuvo en ninguna circunstancia) no evita la infamia. Los que los califica es su actitud infame ante la muerte ajena. Esas muertes que ellos asestaron a millones de personas.
SEGUIR LEYENDO: