“Si hubiese podido, hoy te hubiese penetrado con el caballo”, le dijo él un día, a la una de la tarde y por teléfono el 26 de febrero de 1938, como un adolescente debutante deseoso de vestir de una épica que resultó de circo sus proclamados ardores sexuales. Ella no se quedaba atrás: “Estás guapísimo, bronceado, viril, sobre el caballo blanco (…) Eres impulsivo, bestial. Un perro, un gato, un mandril”. Dos chicos entusiasmados y sin más recursos que el bestialismo para expresarse con metáforas. Pero no eran dos chicos. Él era Benito Mussolini, regía a Italia con el rigor del fascismo y las leyes de la guerra usadas para hacer política. Ella era su amante, Clara Petacci, Claretta, o “Rulitos”, como la conocieron siempre, desde que era una muchacha y se enamoró, perdida, del Duce.
El día de la parábola del caballo, Mussolini tenía 54 años y a Claretta le faltaban dos días para cumplir 26. Se habían conocido seis años antes en las playas de Ostia y entre revolcadas y sábanas de hilo, Mussolini, ya aliado a Hitler, estaba a punto de embarcar a su país en la inminente Segunda Guerra Mundial.
Claretta dejó todo escrito en diarios apasionados, tal vez apasionantes también como pintura de época, que fueron reproducidos en parte, tras una selección del periodista Mauro Suttora, en el libro “Mussolini secreto. Los diarios de Claretta Petacci 1932-1938″. Quinientas páginas que revelaron el lado oculto y cotidiano de “Ben”, como llamaba Petacci a su ídolo, y que lo presentan como un adicto al sexo, que dijo haber tenido más de quinientas amantes y padecido frecuentes episodios de impotencia. Eso es revelar algo.
Si aquellos días vuelven hoy desde el fondo de la historia, tal vez sirvan para explicar la intimidad no sexual de aquella pareja, en especial de esa mujer que, en el final, cuando todo se derrumbaba, pudo huir y eligió en cambio compartir el destino de su amante que, lo sabían ambos, no era otro que el de la muerte. Ambos fueron fusilados junto a otros jerarcas fascistas el 28 de abril de 1945 por un comando de partisanos comunistas. Sus cadáveres fueron colgados por los pies en ganchos de carnicería y de una viga de hierro de una estación de servicio de la Standard Oil, en construcción cerca de la Piazzale del Loreto, en Milán.
Mussolini fue un objeto de devoción para Claretta desde que tenía catorce años, acaso antes. No era original en sus sentimientos: la figura del Duce, que él se encargaba de sublevar, era la de un padre protector, un hermano celoso, un amante enérgico y animoso y un salvador de la patria. A falta de ídolos en la música y el deporte parecía natural, y lo era, que las adolescentes forjaran en su mente un ideal masculino de esa estirpe. Si Claretta no era diferente en sus sentimientos al resto de sus contemporáneas, sí lo era en la forma de manifestarlos: envió a Mussolini decenas de cartas y poemas con una obsesión cercana, o invadida por, el fanatismo.
Su habitación de estudiante estaba decorada con fotos del Duce, que por entonces rondaba la cincuentena y, es de suponer, debió sentirse halagado: Claretta era su tipo de mujer: joven, hermosa, inteligente y de buena familia. Su padre, Francesco Saverio, era médico personal del papa Pío XI y dirigía una prestigiosa clínica romana. Su madre, Giuseppina Persichetti era una ferviente católica de rosario en mano, según reveló el historiador Richard J. B. Bosworth. Sin embargo, en su momento, los padres favorecieron la relación de Claretta con el líder italiano.
Todo empezó por casualidad, o fue presentado por casualidad, o dijeron que había sido una casualidad. El 24 de abril de 1932, el coche en el que Claretta viajaba junto a su hermana, su madre y su prometido, se cruzó con el Alfa Romeo de Mussolini. “¡Duce! ¡Duce!”, gritó la muchacha que tenía entonces veinte años. El coche de Mussolini se detuvo, Claretta bajó del suyo y se presentó con un temblor en la voz: “Perdóneme, Duce, soy Claretta Petacci y él es mi novio”, dijo, y le presentó a Riccardo Federici, un joven teniente de la aeronáutica. Mussolini estaba casado con Rachele Guido, con la que tuvo cinco hijos. Lo que el Duce vio en Claretta lo describió la escritora Diane Ducret: “Una chica de preciosas curvas, tez clara, ojos melancólicos y pecho opulento”.
En 1934 Claretta y el teniente Federici se casaron: él treinta años, ella veintidós Se separaron apenas dos años después y es probable que la relación entre Petacci y Mussolini, cualquiera fuese, continuó durante ese breve matrimonio. Rachele, la mujer del Duce, conocía la relación de su marido con la joven, como había conocido también la de Mussolini con Ida Dalser, madre de Benito Albino Mussolini, que murió a los 27 años, internado en un psiquiátrico. Incapaz de poner fin al amorío, Rachele Guido soportó a Claretta con inevitable estoicismo.
Los biógrafos de Petacci sostienen que sintió un verdadero amor por el Duce, que fue sincera e incondicional. Mussolini le pidió que fueran amantes ni bien separada de su esposo: la instaló en una lujosa propiedad de un exclusivo barrio romano, Villa Camiluccia, no muy lejos de las laderas del Monte Mario. Los biógrafos de Mussolini también afirman que el Duce estuvo enamorado de Claretta, que le escribió centenares de cartas de amor, llenas de poesía, que ambos decidieron no hablar jamás de política y que tuvieron una agitada vida sexual, que confirmó los diarios de Petacci. “Hacemos el amor cono nunca antes lo habíamos hecho, hasta que le duele el corazón; y luego lo hacemos de nuevo, Luego se queda dormido, exhausto y feliz”, escribió ella en sus diarios que no ocultaron tampoco las conversaciones de cama entre ambos.
Mussolini dijo a Petacci que había tenido más de quinientas amantes, que la mayoría de ellas pasaban sólo algunos minutos por la Sala Mapamundi del Palazzo Venecia, sede del gobierno en la bellísima Piazza Venecia. Allí se sucedían breves encuentros sexuales, apenas unos minutos, incluso con tres o cuatro mujeres diferentes en el mismo día. Así lo reveló Rosa Montero en su libro “Dictadoras. Las mujeres de los hombres más despiadados de la historia”. Las relaciones se daban sobre la alfombra de la sala, o sobre el escritorio, y sólo las “repetidoras” tenían el privilegio de acceder a una de las habitaciones del Palazzo. Dadas las confesiones, no es arriesgado suponer que el Duce era un “quicker”, expresión inglesa que acaso evite explicaciones oprobiosas y rayanas en el tedio. Mussolini también confesó a su amante un breve encuentro fugaz y erótico con María José Sajonia de Coburgo-Gotha, esposa del heredero al trono de Italia, Humberto II, de la casa Saboya. Según Mussolini, el encuentro no pasó de lo erótico por su falta de entusiasmo, por decirlo de alguna manera.
Pese a sus confesiones, Mussolini le dijo a Claretta que, ahora, ella era la única. “Amore, ¿por qué te niegas a creerme?”. Para tranquilizarla la llamaba por teléfono varias veces al día, en los días en los que Hitler anexaba a Austria a su Reich y la Segunda Guerra era inminente. “Soy esclavo de tu carne. Tiemblo mientras lo digo, siento fiebre al pensar en tu cuerpecito delicioso que me quiero comer entero a besos. Y tú tienes que adorar mi cuerpo, el de tu gigante. Te deseo como un loco”, escribió a Claretta. El estilo puede que eluda con cierta altivez la poesía, pero es enjundioso y decidido. Lo curioso es que esa pasión surgía en Mussolini en los días en los que dialogaba con Hitler sobre la mejor manera de conquistar Europa.
Claretta, que jamás intentó mostrar una honda vocación literaria, escribió a su vez en 1938: “Lo beso y hacemos el amor con tanta furia que sus gritos parecen los de un animal herido. Después, agotado, se deja caer sobre la cama. Incluso cuando descansa, es fuerte”. Petacci sabía ya entonces que podía no ser la única mujer del Duce, pero sí que era su amante única. Destaca en sus diarios el apetito sexual de Mussolini: “Hacemos el amor con entusiasmo y brío. Luego se levanta y come fruta como un salvaje”.
Mussolini le explica: “No quiero hacer el amor una vez a la semana como los buenos palurdos; te he acostumbrado y me he acostumbrado a un amor frecuente y espero que no quieras cambiarlo”. Habla de su “violencia habitual” en el acto sexual, que Petacci conoce de sobra: mordiscos que dejan marcas, una nariz casi rota en el vaivén sexual. Y el Duce que se justifica: “Pierdo el control: si no fuese así, los nuestros serían coitos maritales, aburridos”.
Claretta no puede ocultar su felicidad: “Lo hacemos con tanta fuerza que hasta me duele de la alegría”. Y le reitera su amor, admirada, rendida: “Lanzadme la escalera de rayos de oro para que pueda subir hasta el sol: no puedo vivir sin su calor (…) Sos agresivo como un león, violento y majestuoso (…) El emperador eres tú y nadie más. Los Saboya son postales (…) Te he visto resplandeciente, como una estatua de bronce; cuando hablabas temblaban las murallas romanas a la voz del César (…) Estás guapísimo, bronceado, viril sobre el caballo blanco (…)” Y él, que ve que los años lo cercan, le pide, luego de un desfile militar: “¿Ves a tu gladiador, a tu atleta? Dime que no soy viejo; no quiero envejecer, la vejez es repugnante”.
Petacci anota todo, con una minuciosidad de entomólogo, después de sus encuentros sexuales. Y hasta sus amaneceres, porque le extraña cierta fascinación del Duce por el cuarto de baño: “Me gustaría que hicieras pipí aquí, conmigo”. Y hasta anota las reflexiones sexuales de Mussolini, que se empeña en igualarse a los animales: “El sexo es la primera expresión del organismo. Hacer el amor vivifica las ideas, ayuda al cerebro, me gustaría saltar desde aquí sobre tu cama, como un tigre”. O se identifica con el coito de los toros: “Magnífico, grandioso; en pocos segundos ha terminado; en el momento culminante es terrible, inmediatamente después está calmado y se retira melancólico; la vaca se mantiene inmóvil, tranquila”.
Todo marcha de maravillas entre los amantes, mientras Italia se derrumba y Alemania se acerca a la derrota y a la destrucción. Expulsado del gobierno por el rey, Mussolini va a parar a prisión en el Monte Gran Sasso, de donde es liberado por el alemán Otto Skorzeny, que luego de la guerra llegará a la Argentina y tendrá buenas relaciones con gobierno de Juan Perón. Forma un gobierno títere, sostenido por Hitler, cerca del Lago Garda. A principios de 1945 Claretta se le une en esa jaula de oro. Rachele, la esposa del Duce, descubre que su invencible rival tornó a su lado y toma una dramática resolución digna de la lírica italiana: va a verla, a hablar con ella.
Qué se dijeron, es casi un misterio. Rachele le sintetiza luego la charla a su marido: “Lo que más me duele de todo, lo que más me entristece es que esa chica realmente te quiere. Lo he visto en sus ojos. Está enamorada de ti y el problema es que tú también estás enamorado de ella. Yo creía que era algo pasajero, un tema puramente sexual pero es mucho más. Es como un puñal clavado en mi corazón. No puedo soportarlo”.
Mussolini promete a su mujer que romperá con Claretta. Mentiras. Sabe que la guerra está perdida. Tiene decidido intentar huir a la cercana Suiza con los alemanes: si lo apresan, y con él a Claretta, morirán los dos. Quiere salvar a su amante. Le dice que hay un coche que la va a llevar a Milán, que allí la espera un avión que la llevará, junto a su familia, a España: él ya habló con Francisco Franco: “Los tratarán bien a todos”, asegura.
Claretta se niega. Le dice que quiere estar junto a él “y morir contigo si tu destino es morir”, una frase que encierra más poesía que todos sus diarios. Mussolini le ruega que se salve, es joven, es bella, inteligente: “Te queda mucha vida por delante. La mía se acaba”. Al fin, pide a los alemanes que suban por la fuerza a Claretta al coche salvador.
El 25 de abril el Duce parte a Suiza junto a una caravana de soldados y oficiales de la Wehrmacht que buscaban el norte de su derrota. El 27, una patrulla de partisanos comunistas los detiene a todos: apresan a los jerarcas fascistas italianos y a Mussolini. Los alemanes siguen viaje. Mussolini es detenido en el ayuntamiento de Dongo y, luego, en una casa particular porque los partisanos temen que los alemanes, o los aliados, les robe la presa.
Pero no son ni alemanes ni aliados quienes llegan a Dongo: es Claretta Petacci, que no subió al avión salvador que la llevaría a España, sí lo hizo en cambio toda su familia. Claretta pide que la lleven junto al Duce. Quiere estar con él, compartir su destino. En la noche de ese mismo viernes 27, un enviado especial sale de Roma sale rumbo a Dongo con la misión de ejecutar a Mussolini. Al día siguiente, Mussolini y Claretta son llevados, solos, hasta un pueblo cercano a Dongo, Giulino de Mezzegra y, frente al paredón de entrada de la Villa Belmonte, en la Via XXIV Maggio, el guerrillero Walter Audisio, “Coronel Valerio”, los ametralló a los dos. Por la noche, sus cadáveres, y los de otros jerarcas fascistas, fueron arrojados a la Piazzale del Loreto, cerca de donde años antes habían sido fusilados quince partisanos. Allí los cuelgan, los descuelgan, los vejan. Telón.
De Petacci ya no quedan rastros. La última integrante de su familia, su hermana María, murió en la miseria en Roma, en 1991 y de una enfermedad pulmonar. Había hecho carrera en el cine español como Miriam Di San Servolo.
Dos de las nietas de Mussolini, Alesandra y Edda Negri Mussolini, están vinculadas a la política italiana en partidos de la derecha. Alessandra fue diputada en el Parlamento Europeo por Forza Italia, el partido que preside Silvio Berlusconi.
Pero ya se sabe que segundas partes nunca son buenas.
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