Silvio Berlusconi. Empresario, presidente de uno de los grandes clubes de fútbol del mundo, uno de los hombres más ricos de Italia, millonario, diputado, primer ministro. Arrogante, ingenioso, impune, muy poderoso. Llegó con una nueva forma de hacer política, regida casi por el capricho y beneficio personal que en los noventa sorprendía pero que en la actualidad se ha extendido a las más distintas latitudes, sin distingos de posturas ideológicas.
Hijo de un bancario y de una ama de casa, este italiano nacido tres años antes de la Segunda Guerra, en tiempos de Mussolini, no estaba predestinado a ser exitoso, ni a resaltar. Tuvo una infancia normal, jugaba con amigos, seguía los partidos del Milan, le gustaban las chicas. Estudió derecho y se recibió con medalla de honor. Pronto buscó maneras novedosas de ganar dinero. Además de la profesión, incursionó en los negocios inmobiliarios y en la especulación financiera. Los que lo rodeaban, muy pronto, descubrieron en él una voracidad y una ambición sin antecedentes. Silvio Berlusconi había decidido que su futuro era ser millonario. Y hacia allí se encaminó con todas sus energías y su ausencia de pudor.
Luego desembarcó en los medios. Empezó con un pequeño canal de cable, cuando ese industria era incierta y estaba en ciernes. Primero local, después regional, y en poco tiempo llevó sus transmisiones a todo el país hasta conseguir tener el primer canal privado nacional. La manera en que lo consiguió es una muestra cabal de su modus operandi. Aprovechar un momento único, sacar partido de una coyuntura convulsionada, situar su propuesta en un gris legal, en una zona repleta de lagunas e interpretaciones, que en el peor de los casos, en caso de ser rechazada por la justicia llevaría años. Mientras tanto, él daba el primer paso antes que los demás. Y el transcurrir del tiempo siempre lo favorecía. No porque encontrara los argumentos legales que le proporcionaran mayor volumen a su posición; sino porque en ese lapso, y gracias a su audacia de incursionar dónde otros no se atrevieron o simplemente en lugares prohibidos, Berlusconi había desarrollado y acumulado el poder suficiente como para que la sentencia fuera favorable a él.
Mientras Mediaset se convertía en un emporio televisivo y de medios, y sus negocios y empresas encabezados por Fininvest generaban millones por año, el Milan de Arrigo Sacchi y los tres holandeses (Van Basten, Gullit y Rijkaard) le brindó la popularidad y el éxito masivo que le faltaba, Ese compendio de talentos -además estaban Baresi, Maldini, Papin, Agostini, Ancelloti, Donadoni y varios más)- se convirtió en uno de esos equipos que marcan época, uno de los grandes de la historia.
Cuando el Manu Pulite y su cruzada contra la corrupción llegó a mediados de los noventa para dar vuelta la política italiana, limpiar y derribar a la coalición de centro izquierda (o social demócrata) que gobernaba Italia, Berlusconi vio que esa era la posibilidad que había estado esperando. Un efecto paradojal.
Se había convertido en uno de los personajes más ricos del planeta. Su fortuna estaba entre las doscientos más importantes del mundo y era la sexta de Italia. Pero él quería poder. Más del que tenía. Y esa inquietud, esa pulsión por manejar a los demás y por seguir acumulando, se convirtió en necesidad cuando percibió que el Manu Pulite además de a la clase política iba a arrastrar a los empresarios que habían sobornado y comprado esas voluntades. En tiempo récord, sin haber ocupado nunca un cargo público, se presentó a las elecciones como primer ministro. Su discurso era arrollador. prometía cambios y se mostraba como la contracara de los caídos. Decía lo que la gente quería escuchar. Pero sabía que aún así no le alcanzaba. Tejió las alianzas que fueran necesarias en distintas partes de su país. Sus canales de televisión se vieron inundados con sus discursos, publicidades, mensajes subliminales y desembozados ataques a los opositores.
Pero la política es un negocio complejo, arduo, árido. No le resultó fácil en su primera incursión. Estaban esperando cada tropiezo para hacerle pagar al recién llegado, que no ayudaba tampoco a que los demás fueran piadosos en esas ocasiones, dada su personalidad expansiva y abrumadora.
Menos de un año después, al haber perdido apoyo en su coalición, debió resignar el gobierno. Pero Forza Italia, su partido, y Silvio Berlusconi, su líder, habían llegado para quedarse.
Volvió a ejercer como Primer Ministro entre 2001 y 2006 y entre 2008 y 2011.
En la campaña de regreso al poder utilizó un sistema seductor. Se mostró seguro y arrogante como siempre y lanzó una especie de desafío. Se puso cinco objetivos que funcionaban como promesas de campaña pero que al mismo tiempo serían su Espada de Damocles. Si no cumplía con al menos cuatro, no se presentaría para ser reelegido. Ese sería, en mundo lábil, un parámetro sólido. Pero cómo suele ocurrir llegado el momento de las nuevas elecciones, Berlusconi, sus seguidores y sus medios sostenían que sí los había cumplido; y el resto de Italia lo negaba. Se presentó y fue reelegido.
Integró la Cámara Baja, el Senado y hasta el Parlamento Europeo.
Durante su gestión intentó modernizar su país y establecer lazos internacionales con las potencias. Fue aliado de Estados Unidos pero también desarrolló una relación personal con Putin (entre personajes excesivos se entienden). También con Kadaffi (el líder libio tendrá otra aparición estelar en esta historia) y con Israel simultáneamente. Su estilo en cuanto a la política exterior pareció ser: relaciones institucionales con las grandes potencias y personales con los autócratas.
Las promesas de campaña que decididamente incumplió fueron las que se referían al saneamiento moral de la política y de la administración pública. No se desprendió de sus empresas y en cada medida de gobierno pareció haber un conflicto de intereses. Los negocios privados proliferaron pese a su labor pública y a las incompatibilidades.
Las denuncias ante los tribunales se multiplicaban. Berlusconi se empecinaba en hacer declaraciones públicas que molestaran a la mayor cantidad de gente posible. Él no se corregía, su arrogancia no se le permitía.
Comentarios machistas, despectivos, ofensivos para cada minoría posible, como si no se diera cuenta del lugar que ocupaba. En ese sentido fue un precursor de lo que vendría después en la política universal. Líderes de derecha y de izquierda, populistas, con un apego nulo por los hechos reales, por la verdad, con un desprecio absoluto al que piensa diferente y una exuberante tendencia a la mitificación.
El caso judicial que mayor escándalo produjo no estuvo ligado al manejo de las cosas públicas sino a una denuncia- con importantes visos de realidad- de abusar de menores de edad. Se conoció como el Ruby Gate. Karima El Mahroug, una marroquí de 17 años, lo denunció por pagarle por sexo. El caso empezó un tiempo antes cuando a Karima la detuvieron por un robo menor. Ella en la comisaría pidió que la comunicaran con Berlusconi. El Primer Ministro estaba fuera del país en un viaje protocolar pero igual fue anoticiado. Por teléfono habló con diversas autoridades policiales y judiciales para que la liberaran sin levantar cargos. Adujo que era pariente de Mubarak, el presidente egipcio y que de esa manera se evitaba un seguro incidente diplomático. La verdad salió a la luz poco después. La primera reacción fue típica de Berlusconi. Uno de sus hombres propuso bajar la edad desde la que tener sexo con menores estaba penalizado. de esa manera, el primer ministro quedaría fuera del alcance de la justicia. Un procedimiento similar propuso Alfano, el ministro de justicia quien intentó sacar una ley que determinara que los cuatro hombres más importantes del estado -presidente, primer ministro y los presidentes de ambas cámaras legislativas- no pueden ser juzgados más que por delitos relacionados con el ejercicio de sus funciones. Al fracasar estos intentos, mágicamente los testigos y denunciantes comenzaron a desdecirse. Sin embargo la justicia lo encontró culpable.
Su mayor condena fue por fraude fiscal que vino acompañada con una inhabilitación de dos años para ejercer cargos públicos.
La joven marroquí habló de la fiestas Bunda Bunda, dijo algo acerca de desnudez y de un rito africano pero no mucho más. Prefirió dejar que la imprecisión hiciera su trabajo sobre las fantasías ajenas. Algunos dijeron que en esas fiestas una decena de chicas desnudas rodeaba al anfitrión en una pileta y jugaban con él bajo el agua; otros que eran como una especie de olimpiadas sexuales con strippers que incluían bailes sensuales, caño y otras acrobacias afrodisíacas; y estaban los que simplemente hablaban de orgías. Se cree que estos eran los que más se acercaban a la verdad.
En cuánto a la denominación de las fiestas, al Bunda Bunda, por más explicaciones y orígenes que se le buscaron (una expresión del Siglo XIX, un modismo de Khadaffi habitual organizador de este tipo de eventos y hasta una madama dijo que Bunda era su apodo y que habían bautizado así a las celebraciones en honor a ella que era la que proporcionaba las mujeres) la opción más verosímil es que deriva del chiste preferido de Berlusconi, que según dicen, cada vez que se lo contaban se revolcaba de la risa. La clave es que los dos protagonistas iban cambiando y llevaban el nombre de sus enemigos políticos del momento. El chiste no es otro que el que a este lado del Atlántico conocemos como “Dunga Dunga o muerte”.
En algún momento logró evitar que circulen las fotos de una fiesta en un lugar paradisíaco con mujeres hermosas semi desnudas, aunque se filtraron cinco de ellas. En una se ve a Mirek Topolanek, en ese entonces primer ministro checo, totalmente desnudo ostentando una erección.
En Italia son famosos los Berlusconismos. Un eufemismo para nombrar los excesos verbales de todo tipo que el empresario y primer ministro (cuando ocupó ese cargo no dejó de ejercer su actividad anterior) propinaba a todo el mundo permanentemente.
En un debate, mientras un opositor enumeraba gritando cada una de las transgresiones a la legalidad de Berlusconi, éste lo observaba impertérrito. Hasta que el hombre gritó que era hora que Berlusconi se fuera a su casa. Il Cavallieri lo miró con desdén y preguntó: “¿A cuál de todas? Tengo como 20″.
Luego de un terremoto en Abruzzo, le dijo a las personas que habían perdido sus viviendas que tomaran esa experiencia “como si fuera un fin de semana de camping”.
Las listas de su partido las llenaba con mujeres jóvenes y llamativas, generalmente salidas de los programas de sus canales.
En otra ocasión le preguntaron por su salud, tras unos rumores y un paso por el hospital para realizarse un chequeo,: “Me dieron todos los análisis perfectos. Como los de cualquier hombre de mi edad: 90% de viagra en sangre”.
El año pasado Silvio Berlusconi se contagió de Covid. Al principio minimizó la cuestión. Pero pasados unos días debió ser internado por la deuda de oxígeno y la gran carga viral. Sin embargo a los pocos días le dieron el alta. Meses después volvió a ser internado por secuelas del Covid.
Hoy Silvio Berlusconi cumple 85 años. Su influencia y poder no son los mismos de antes. Su salud está frágil. Su legado en la política mundial es evidente. Los líderes mundiales saben que los límites morales, éticos y legales pueden ser corridos, lamentablemente, sin demasiadas consecuencias (para ellos).
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