Estaba desaparecida. Agatha Christie, la escritora inglesa de misterios más leída del mundo, estaba protagonizando su propio policial. Se había esfumado el viernes 3 de diciembre de 1926 a las 21.45 de la noche. Todos la buscaban. Solo había dejado escrita una nota a su secretaria, donde le decía que salía a dar una vuelta en auto por la zona de Yorkshire.
Al día siguiente, su vehículo, un Morris Cowley gris, apareció destrozado. Estaba chocado de frente, sin frenos, al pie de un barranco en la zona de una cantera de tiza en Newland’s Corner, en el condado de Surrey. El lugar quedaba muy cerca de un lago y a cien kilómetros de donde ella vivía. Dentro del auto, la policía halló su abrigo de piel, una valija pequeña con algo de ropa, restos de sangre y una licencia de conducir vencida.
No solo la rastreaban más de mil policías y unos quince mil voluntarios, también sobrevolaban la zona con aviones y, temiendo un suicidio, dragaban los lagos y los ríos. El ministro del interior inglés, William Joynson-Hicks, se involucró en su búsqueda. La presión del público era enorme. Incluso, algunos medios de comunicación salieron a ofrecer una recompensa a quien aportara datos. El célebre autor y médico británico creador del personaje Sherlock Holmes, Arthur Conan Doyle, amigo de Agatha, llegó a darle a una médium un guante de la escritora para que intentara adivinar qué había pasado con ella.
Nada, ninguna pista. ¿Dónde estaba Agatha?
Motivos para una fuga
Luego de once días de desesperación, el martes 14 de diciembre de 1926, Agatha reapareció en escena.
Estaba en el hotel Harrogate Hydro (hoy llamado Old Swan Hotel), en un exclusivo balneario de Yorkshire. Se había registrado como Teresa Neele y había escrito en la ficha que provenía de Ciudad del Cabo, Sudáfrica. Misterio, en parte, resuelto.
Ahora, lo que más intrigaba a todos eran los motivos para semejante huida. Agatha guardó silencio. No les dijo qué hacía allí, ni cómo había llegado, ni pareció reconocer a su marido que se hizo presente en el lugar.
Fue enviada directamente a un centro psiquiátrico.
Lo cierto es que todo aquel incidente había arrancado en la mañana de la noche en la que desapareció, aquel viernes 3. Prometía ser un día feliz porque saldría a la luz El asesinato de Roger Ackroyd, su sexta novela de misterio. Pero, durante el desayuno, recibió una noticia que la dejó shockeada. Su marido Archie Christie, quien ya era un consolidado banquero, le pidió el divorcio. Estaba enamorado de otra mujer y quería pasar el fin de semana con ella y unos amigos.
Esa mujer tenía diez años menos que Agatha y era una amiga de la pareja: Nancy Neele. No fue casual que fuera el mismo nombre con el que se registró Agatha en el hotel mientras estuvo desaparecida. Nancy había sido secretaria de un amigo y solía jugar al golf con Archie. Agatha la apreciaba. El desayuno se le atragantó y se sintió profundamente traicionada por ambos. Discutieron fuerte entre tostadas y té inglés, al punto que la jornada que debía ser de alegría, se arruinó fatalmente.
Cuando la policía y sus lectores supieron de esta escena comenzaron los rumores que apuntaron a Agatha sin piedad: ¿sería verdad lo del shock y que había pensado suicidarse?, ¿o era todo una artimaña publicitaria para su nuevo libro?, ¿no podría ser que Agatha quisiera que culparan a su marido por su desaparición? La gente dudaba.
Agatha nunca lo aclaró. Del accidente solo dijo: “Fui estúpida, estúpida... porque amaba profundamente la vida”. Y en su propia biografía evitó tocar el tema.
Lo más razonable -razonaron quienes ahondaron en su vida- era que, aquejada por la infelicidad y el insomnio, sometida al estrés y a un ataque de nervios, hubiera experimentado una amnesia temporal. Sin embargo, muchos de sus fanáticos lectores estaban convencidos de que ella lo había fingido todo.
Años después, la escritora Laura Thompson escribió, en una biografía sobre ella, que Agatha habría querido con su desaparición recuperar a su marido. Sugiere que podría haber descartado suicidarse por convicciones religiosas y que se habría quedado dormida en el auto. Cuando se despertó, quitó el freno de mano lo que provocó el choque y que el auto quedara al borde de un acantilado. De allí, según la versión de Thompson, Agatha se habría dirigido caminando hasta la estación de tren más cercana donde se subió a uno con destino a Londres. Finalmente, se fue a Harrogate, donde se registró con el apellido de la amante de su marido y esperó que alguien la encontrara.
Después de este escándalo, Agatha quiso dejar de usar el apellido del traidor y pretendió volver a ser Agatha Miller. Pero fue imposible, ya era muy conocida y tenía su primer bestseller. Hacerlo era como dispararse a los pies.
Agatha y sus amigos imaginarios
Agatha Mary Clarissa Miller nació hace 131 años en Torquay, Devon, Gran Bretaña, el 15 de septiembre de 1890, en una familia de clase media alta. Su madre Clara Boehmer había nacido en Belfast, Irlanda, y había perdido a su padre a los 9 años. Por ello, Clara creció en la casa de una hermana de su madre donde conoció a Frederick Alvah Miller, el hijastro de su tía. Se enamoraron, se casaron y tuvieron tres hijos: Margaret, Louis y Agatha, la menor. Clara resultó ser una madre rara. A pesar de que eran una familia cristiana, convenció a sus hijos de que tenía poderes extrasensoriales. La imaginación sería el bagaje más peculiar de esta familia.
Mientras a Margaret la mandaron a estudiar pupila, Agatha se educó en su casa con su madre. La pequeña era tan curiosa e inteligente que a los 4 años ya sabía leer y escribir. También aprendió música, matemáticas y a tocar la guitarra y la mandolina. La ausencia de sus hermanos estimuló en ella la necesidad de tener amigos imaginarios. Cuentan que una vez Agatha, que tendría unos 5 años, descubrió que el cocinero de la familia tenía la costumbre de probar la sopa con el mismo cucharón para servir, antes de llevarla a la mesa. Se guardó el secreto y, cuando el resto descubrió ese desliz, tuvo el descaro de decirles: “Yo ya lo sabía, pero no lo dije porque no me gusta compartir mi información”. Ya se perfilaba su carácter.
Esa niñez plácida y fantasiosa llegó a su fin cuando su padre murió de golpe. Frederick que vivía de rentas, se gastaba lo que tenían jugando a las cartas. En 1901, a los 55 años y con serios problemas renales y cardíacos, una neumonía terminó con él. Los dejó en la ruina. Margaret, la hermana mayor, se mudó a otra ciudad a vivir con su marido, y Louis, el hermano del medio, se fue con el ejército a Sudáfrica a participar en la Guerra de los Bóers. Clara y Agatha, que tenía 11 años, quedaron solas y sin dinero. Su madre la envió a la Escuela de Niñas de la Señorita Guyer donde Agatha se dedicó a devorar libros. Era lo que más le apasionaba, los demás chicos no le interesaban en lo más mínimo. Sus amigos imaginarios le bastaban. Aunque le gustaba la música y tocaba muy bien el piano su timidez le impidió seguir por ese camino. No podía tocar en público. Tampoco se adaptó al colegio y, en 1905, como las cosas habían mejorado, decidieron enviarla a estudiar a París durante cinco años.
Después de ese lustro fuera de Gran Bretaña, volvió a convivir con su madre. Pero se llevó la fea sorpresa de que estaba muy enferma. Preocupada decidió que Clara necesitaba un clima más benigno y decidieron irse, por un tiempo, a El Cairo, en Egipto.
Vivieron noventa días en el Hotel Gezirah Palace y la pasaron genial. La influencia de este viaje sería decisiva en sus futuros libros.
Al volver a su país, comenzó a escribir. Cuentos, teatro y su primera novela, Nieve sobre el desierto, inspirada en sus vivencias en el país africano. Se animó a ir a varias editoriales, pero no le prestaron la más mínima atención. Nadie veía el potencial de la joven.
Un hombre del aire, su primer amor
Agatha se sentía atraída por hombres que no le convenían. Cuentan que en su vida tuvo unas nueve propuestas de matrimonio. La primera fue de un viejo amigo, llamado Reggie Lucy, que poco después tuvo que marcharse con su regimiento a la India.
El 12 de octubre de 1912, en una recepción en la mansión del matrimonio Clifford, en Ugbrooke, conoció un joven de 23 años, muy buenmozo: Archibald Christie. Agatha tenía 22 y quién la encandiló era aviador de la Royal Flying Corps y había nacido en la India. Entre Agatha y Archie, así lo llamaban, nació el amor.
Durante la Nochebuena del año 1914, ya en plena Primera Guerra Mundial y con Archie que había sido destinado en Francia, pero estaba convaleciente, se casaron.
Agatha también quiso involucrarse en la guerra y se ofreció como enfermera voluntaria en un hospital de Torquay. Terminó ayudando en el sector de farmacia donde se familiarizó con el uso de drogas y venenos.
Los medicamentos no eran envasados y se preparaban con sumo cuidado. Las dosis debían estar bien medidas. El tema la apasionó y empezó a llevarlo a sus escritos. Su manera de describir las armas venenosas en sus ficciones fue tan precisa que hasta las publicaciones médicas la elogiaron. Arsénico, belladona, curare, talio, cocaína… de todo sabía bastante.
Trabajando allí, en 1916, comenzó con su primera novela policial, El misterioso caso de Styles donde apareció por primera vez su célebre personaje: el detective Hércules Poirot.
En septiembre de 1918, Archie volvió del frente como coronel y se instalaron en un departamento en Londres. Ella siguió escribiendo y quedó embarazada. En agosto de 1919, tuvo a su única hija, Rosalind. Al finalizar la guerra, Archie dejó la Fuerza Aérea y comenzó a trabajar en finanzas. Al principio ganaba muy poco dinero así que necesitaban de lo que producía Agatha con sus novelas policiales. Inspirada en el personaje Sherlock Holmes de su amigo, se volvió fanática de los acertijos y de que el lector se rompiera los sesos intentando resolver los enigmas que creaba. Cuando terminó su novela, fue a varias editoriales. Solo la última, The Bodley Head, se interesó en ella. Les había gustado la novela, pero querían que cambiara el final. Agatha no tenía opción. Lo hizo y firmó el contrato feliz y sin leer la letra chica. Allí le exigían entregar cinco libros más. Su primera novela salió en Estados Unidos en 1920 y en el Reino Unido en 1921. Al mismo tiempo que entregaba sus libros, escribía cuentos por encargo. Estaba ganando mucho dinero y recogía críticas elogiosas de The New York Times. Empezaron las giras para la promoción de los libros por Sudáfrica, Nueva Zelanda, Australia, Hawái... Dejaron a su hija bien cuidada y empezaron a circular por el mundo. En estos viajes, Agatha se reveló como deportista. Había aprendido a surfear en Sudáfrica así que cuando llegó a Hawái se lanzó a las gigantes olas con una tabla de surf prestada. Fue la primera británica en hacerlo. Para ella la vida merecía ser vivida con toda la intensidad y sin ningún miedo.
El mal año
Los primeros distanciamientos de la pareja feliz comenzaron en 1924, cuando se trasladaron a una casa de campo. Mientras él se dedicaba a lo financiero y al golf, ella estaba absorta en sus libros. El primer gran golpe para Agatha fue en abril de 1926, cuando su madre Clara murió. Sumamente deprimida, la escritora se recluyó en la ciudad de Biarritz hasta el mes de agosto. Archie en esos mismos meses y sin demasiado tino, le sugirió separarse. Agatha estaba destruida, ella quería que se fuesen a Italia juntos de vacaciones. Pero creyó que podría remontar la situación.
A fin de año, antes de las fiestas navideñas, vendría el zarpazo final: la horrible discusión con Archie que pretendía pasar el fin de semana con su amante. Así sobrevendría la abrupta separación que culminó con la desaparición de Agatha durante once días.
Ese día, después de la pelea durante el desayuno, Archie se fue de la casa que compartían en Berkshire y, sin escalas, aterrizó en la de su nuevo amor, Nancy, en Surrey.
Agatha se había quedado sola con su hija.
El divorcio se concretó a finales de 1928. Archie se casó con Nancy y Agatha obtuvo la custodia de Rosalind. Por su estabilidad mental, su médico de cabecera le aconsejó irse por un tiempo de Gran Bretaña para evitar el acoso de la prensa. Agatha partió con Rosalind a las Islas Canarias y, luego, a las Islas Baleares. Se instalaron por una temporada en Puerto Pollensa, en Mallorca.
Se sentía tan humillada que en esos meses escribió su primera novela que firmó con el pseudónimo de Mary Westmacott. Se sentía más libre usando otro apellido que el de su vil marido. Igual, pasada la gran decepción, volvería a utilizarlo.
Un hombre de la tierra, su segundo amor
La aventurera vida de Agatha continuó por Estambul, Bagdad y arriba del lujoso tren Orient Express.
Esos viajes inspiraron Asesinato en el Orient Express (novela publicada en 1934) que fuera escrita en el Hotel Pera Palace, en la ciudad turca de Estambul. Ese hotel había sido construido para la última parte del viaje de los pasajeros del Orient Express. La habitación en la que se alojó Agatha era la 411. Hoy los turistas suelen elegirla para pasar una noche donde durmió la célebre escritora. Cuesta unos 250 euros, es sencilla, pero es la más pedida. Para fomentar los misterios de la soberana de los enigmas, se dijo que allí era donde Agatha había guardado la llave de un diario donde estaba escrito lo que realmente había ocurrido en aquellos once días de ausencia luego de su feroz pelea con Archie. Quien sabe.
Cuando hablaba de amor con sus amigos Agatha repetía que prefería tener varios amantes a un solo novio porque así limitaba los daños colaterales que podrían hacerla sufrir.
Entre tantos viajes exóticos terminó yendo varias veces a Bagdad, capital de Irak, con un grupo de amigos arqueólogos. En 1930, durante uno de esos estrafalarios paseos, conoció a un arqueólogo de 26 años, Max Mallowan, catorce años menor que ella. La diferencia de edad y de religión (ella era anglicana y el católico) no le impidió enamorarse perdidamente. El noviazgo fue cortísimo y se casaron en el mes de septiembre. La luna de miel fue por Italia, la ex Yugoeslavia y Grecia. Agatha había recuperado la sonrisa.
“Cásate con un arqueólogo, cuanto más envejezcas, más atractiva te encontrará”, dijo con mucho humor la escritora. Parece que así fue porque fueron muy felices.
Repartían su tiempo entre las ocho residencias de Agatha que ya era millonaria (su fortuna hoy ascendería a unos cinco mil millones de euros). Veranos en un lado, inviernos en otro, temporadas en la ciudad de Londres o en el campo y muchos viajes. La vida rodante le encantaba. Eso sí: no paraba de producir misterios escritos: “Soy una perfecta fábrica de salchichas”, soltó risueña mientras aseguró que tres meses bastaban para escribir un libro. Era, además, muy compañera con su marido. Lo acompañaba a las excavaciones, sacaba las fotos, lo ayudaba a restaurar y a catalogar las piezas. Mientras, la arqueología entraba de lleno en sus relatos. Para ilustrar esto podemos mencionar sus libros: Asesinato en Mesopotamia, Muerte en el Nilo y Cita con la muerte.
Letras como antídoto y que salvan vidas
Mientras su marido trabajaba en El Cairo y acaecía la Segunda Guerra Mundial, Agatha quiso ayudar otra vez en la batalla y se ofreció como voluntaria en la farmacia del University College de Londres. Se obsesionó de nuevo con los venenos y esto también se reflejó en sus novelas. Aprendió el uso del talio, un elemento químico que puede ser un veneno mortal porque afecta al sistema nervioso, al corazón, al hígado y a los riñones. En El misterio de Pale Horse, Christie recurre a él. Su descripción de la intoxicación fue tan precisa que resultó vital para salvar la vida de dos personas. Una mujer sudafricana le escribió para contarle que luego de leer la novela había descubierto que un amigo suyo estaba siendo envenenado por su mujer y que gracias a Agatha había podido alertarlo. Otro caso, fue el de una chica que había llegado muy grave desde Qatar. La enfermera que la atendía en el hospital de Londres era adicta a las novelas de Agatha y había leído El misterio de Pale Horse. Asoció los síntomas con lo que había leído y salvó la vida de la pequeña.
Agatha... ¿una espía?
No todo fueron elogios. Entre los años 1941 y 1942, la agencia de inteligencia británica MI5 puso a Agatha en su lupa. En el libro El misterio de Sans Souci, una historia basada en algunos hechos reales sobre la cacería de dos de los principales agentes de espionaje de Adolf Hitler en el Reino Unido, la escritora despertó sospechas con un personaje que parecía saber demasiado. El MI5 creyó que Agatha, la escritora más prestigiosa del momento, podía tener acceso a un experto en códigos secretos. Fue investigada, pero por suerte para Agatha, todo quedó en la nada.
Con su obra llamada anteriormente Diez negritos (conocida, en otros países, como Diez Indiecitos) hubo polémica, pero esta fue póstuma. El libro se publicó, originalmente, el 6 de noviembre de 1939 y su título hacía referencia a una canción infantil de la época. En los tiempos que corren, esa primera denominación podría interpretarse como discriminatoria. La novela de misterio más vendida de la historia, a partir de agosto del año 2020, pasó a llamarse Eran diez o Y no quedó ninguno, según donde fue editada. El bisnieto de Agatha, James Prichard (51) lo explicó: “Cuando se escribió el libro el lenguaje era diferente y usábamos palabras que ahora ya no estaría bien utilizar”.
Su nieto Mathew Prichard y su bisnieto James, contaron que a ella le encantaba a la hora de la comida, cuando estaban todos sentados en la mesa, desafiarlos con sus enigmas. Ellos debían adivinar quién era el asesino y casi nunca acertaban.
James reveló también que cuando iba a visitarla a Devon tenía prohibido acercarse al feroz perro “Bingo” de su bisabuela o correr por los pasillos de la mansión.
Ocurrencias lavando platos
Después de los años cincuenta Agatha se volcó a la producción teatral. En 1952 tuvo un gran éxito con su obra La ratonera. Fue nombrada miembro de la Real Sociedad de Literatura y recibió numerosos premios y doctorados honorarios. En 1971, la mismísima reina Isabel II la distinguió como celebridad. En 1974, cuando asistió al estreno en cine de su libro Asesinato en el Orient Express, fue la última vez que se la vio en público.
Antes de morir, ella misma decidió terminar con su personaje famoso Hércules Poirot. En su novela Telón, de 1975, el detective fallece luego de un ataque al corazón. Los lectores estaban tan desesperados que el medio The New York Times decidió publicar un aviso fúnebre sobre este personaje de ficción. Un detalle curioso es que la novela Telón, Agatha ya la tenía escrita desde hacía cuatro décadas. Siempre supo cómo partiría su propia creación.
Apenas comenzado el invierno de 1976, Agatha enfermó de gripe. Previsora, anticipó los acontecimientos y le cedió los derechos de autor a su nieto Mathew. El 12 de enero de 1976, Agatha Christie murió con 85 años, en su casa Winterbrook, en Oxfordshire.
Demasiado pronto, su amado arqueólogo Max se casó con una colega, Barbara Hastings Parker. Cuando Max murió dos años después, fue enterrado junto a Agatha.
Rosalind falleció en 2004, a la misma edad que su madre y por la misma causa. Su hijo Mathew Prichard, nieto de Agatha, con los años delegó el manejo de la obra en su propio hijo James quien es el presidente de Agatha Christie Limited. Fue él con su padre quienes tuvieron la idea de revivir al detective Hércules Poirot y no les fue nada mal. La que continuó escribiendo y emulando a Agatha fue, la también inglesa, Sophie Hannah.
Agatha sostenía que “la mejor receta para la novela policíaca es que el detective no debe saber nunca más que el lector” y que “las conversaciones son siempre peligrosas si se quiere esconder alguna cosa”. Con mucho humor expresó que la imaginación no tiene límites: “los mejores crímenes para mis novelas se me han ocurrido fregando platos. Lavar los platos convierte a cualquiera en un maníaco homicida de categoría”.
Por no haber ido al colegio, Agatha Christie tenía muchas faltas de ortografía que sus editores corregían diligentemente. Eso no le impidió ser hasta hoy la escritora de misterios más leída del mundo y la tercera de todos los géneros. En esa lista, antes que ella, solo figuran la Biblia y William Shakespeare. Agatha, a 45 años de su muerte, sigue reinando.
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