Ese día, llegó el lobo. Sutil, sigiloso, hambriento. Muchos no lo vieron llegar, o dijeron luego que no lo habían visto llegar. Y otros muchos lo vieron llegar con esa perspectiva vana que la desesperación pone en los animales. Hace ochenta y seis años, el 15 de septiembre de 1935, el parlamento alemán dominado por los nazis y reunido en Núremberg, aprobó por unanimidad las leyes raciales que fueron las bases jurídicas de la política racial antijudía impulsada por Adolfo Hitler.
En los ocho años siguientes, trece decretos adicionales se agregaron a las “Leyes de Núremberg” que, entre otras, fijaron por ley la definición oficial de “ario” y de “judío”, según cada árbol genealógico, y habilitaron a que los judíos fueran excluidos de la vida social y política de Alemania primero y, luego, expulsados, enviados a campos de concentración y asesinados por millones en las cámaras de gas, como parte del plan nazi de eliminar a todos los judíos de Europa.
Y sólo once años después de la aparición del lobo, cauteloso y decidido, el jefe de la manada yacía incinerado en los jardines de la cancillería del Reich y parte de su gavilla, no toda, juzgada como criminales de guerra, se balanceaba en las horcas de la prisión de la misma ciudad que había visto, o dijo no haber visto, que llegaba el lobo.
La primera de las dos Leyes de Núremberg se llamó “Ley de ciudadanía del Reich” y establecía que esa ciudadanía cabía exclusivamente a los arios. Con esto, la población judía quedó despojada de sus derechos, reducidos a “Reischburger, Ciudadanos del Reich” y a “Staatsangehörige (Súbditos del Reich. La segunda, fue la “Ley para la salvaguarda de la sangre y el honor alemán” y prohibía los matrimonios y las relaciones sexuales entre alemanes y judíos, y les prohibía emplear a trabajadoras domésticas alemanas menores de 45 años y usar la bandera de Alemania. La privación de la ciudadanía alemana impedía a los judíos ocupar cargos públicos y hasta ejercer profesiones como la abogacía o la enseñanza, que luego se extendieron a oficios, artesanías y al comercio en general y les impidieron también comprar, vender o transferir propiedades.
La mesa del horror tenía cuatro patas. Una muy antigua, el tradicional antisemitismo de cierta Europa que de vez en vez vuelve sobre esos pasos, y tres protagonistas necesarios para el crimen: Hitler, que en su “Mein Kampf Mi Lucha” había sentenciado que el judío era “una lacra social insertada en el pueblo alemán”, y que debía ser “extirpada como un tumor cancerígeno”. La otra pata era Wilhem Frick, jurista, ministro del Interior del Reich, convencido antisemita e inspirador y redactor de las leyes. La cuarta pata era Julius Streicher, colaborador estrecho de Hitler, fundador y propietario del periódico “Der Stürmer” que desarrolló una intensa campaña antijudía. Ambos fueron ahorcados en la madrugada del 16 de octubre de 1946. Streicher no participó en el diseño del Holocausto, nunca empuñó un arma, no peleó en ninguna batalla de la Segunda Guerra y, que se sepa, jamás mató a nadie con sus manos. Pero los jueces de Núremberg juzgaron que sus artículos incendiarios y su furiosa propaganda antisemita habían contribuido a la muerte de millones de personas.
Así quedó establecido un complejo, arbitrario y burocrático sistema de identificación y discriminación racial, con la idea proclamada de preservar al pueblo alemán y su “aricidad” y con la decisión soterrada de expulsar y exterminar luego a los judíos. Hubo cuatro categorías raciales fundamentales: la de los alemanes de sangre, la de los mixtos de segundo grado, la de los mixtos de primer grado y la de los judíos a quienes se sumaban otras etnias consideradas inferiores o peligrosas, o inferiores y peligrosas, como los gitanos. Todo estaba especificado en cuidadosas reglas que escarbaban en los antepasados de cada persona, en búsqueda de sus raíces más profundas. No se trataba de religión o cultura: era una cuestión de sangre. El judío no era definido como miembro de una comunidad religiosa o como profesante de una fe, sino como una persona que tuviera tres o cuatro abuelos judíos.
Este fue el verdadero huevo de la serpiente. La mesa de cuatro patas tuvo una quinta, invisible casi, no anónima y decisoria: gran parte de la sociedad alemana toleró, cuando no aceptó de buen grado, la puesta en marcha de las nuevas leyes raciales. Ya en los Juegos Olímpicos de 1936, en Berlín, el Reich prohibió la participación de atletas alemanes judíos. Todo iba en contra de la Alemania de Bach, de Beethoven, de Schiller, de Goethe; de la Alemania de Thomas Mann, o de Erich María Remarque, que escribieron páginas de gloria que fueron a parar a la hoguera nazi y a la de las leyes raciales. Ahora era Hitler el Beethoven alemán. Y como Hitler creía que las relaciones sexuales eran siempre iniciadas por los hombres, sólo los hombres podían ser procesados, multados o encarcelados por incumplir las rigurosas leyes que impedían el contacto entre judíos y alemanes. El uso de lo sexual en territorio político siempre fue muy del gusto de totalitarismos y populismos. Y de idiotas.
Las leyes raciales crearon tablas supuestamente genéticas aptas para rastrear ancestros, y abrieron espacio a otras tablas de medidas (cabezas, narices, mentones, distancias entre frente y nariz, frente y mentón, nariz y mentón) para identificar de modo antropométrico al judío y diferenciarlo del ario y, en nombre de la pureza aria, habilitaron la eliminación física de disminuidos físicos y mentales. Todo tuvo el aval de la ciencia, de la intelectualidad y de las artes ligadas al nazismo. Y de la economía y de los economistas: detrás de las leyes de Núremberg también latía la expropiación de los bienes y las propiedades de todos los judíos alemanes. En agosto de 1938, por ejemplo, las autoridades anunciaron que cancelarían todos los permisos de residencia para extranjeros, que deberían ser renovados. La medida incluía a los judíos nacidos en Alemania de origen extranjero. Era una medida contra los polacos. Polonia declaró que no iba a aceptar a judíos de origen polaco a partir de octubre. Más de diecisiete mil judíos nacidos en Polonia fueron expulsados de Alemania en la llamada Polenaktion, el 28 de octubre. Y se convirtieron en parias en la frontera polaco-alemana: la mayoría fue a parar a los campos de concentración y a la muerte. Se les ordenó abandonar sus hogares en una sola noche y sólo se les permitió llevar en su viaje hacia ninguna parte todo lo que pudiera entrar en una única valija. El resto de sus posesiones fue confiscado como botín por los nazis y por los vecinos no judíos de aquellos desdichados.
Detrás de las Leyes de Núremberg estaba también la decisión de empobrecer a los judíos. Cuando la prensa mundial dejó Berlín tras los Juegos Olímpicos -antes hubiese sido una mala propaganda- el nazismo exigió un registro riguroso de propiedades y comercios para “arianizarlos”. Todo derivó en el despido masivo de miles de trabajadores judíos, en la confiscación de sus propiedades, o en su compra por parte de alemanes a precio muy bajo fijado por el partido nazi; mientras, se instaba a la población a no comprar en negocios que fuesen propiedad de judíos. A los médicos judíos se les prohibió atender a pacientes que no lo fueran: todo judío debía llevar una identificación especial, una “J” roja impresa en sus documentos, lo que facilitaba sui identificación; finalmente, a todos los judíos varones que no tuviesen un nombre que las autoridades juzgaran “convenientemente judío”, debían agregar al suyo el de “Israel”, y, en el caso de las mujeres, debían agregar el nombre “Sara”.
Con las tablas de ancestros y de mediciones, en Berlín se creó una división especializada en la persecución de los judíos, una dependencia de la SD, el servicio de inteligencia de las SS, encabezada por Adolf Eichmann, aquel que se vanagloriaba de llevar en su conciencia a más de cinco millones de judíos muertos y que, una vez capturado en Buenos Aires por los israelíes, se presentó ante sus fiscales y jueces como el humilde tornillo de un gigantesco engranaje.
El lunes 7 de noviembre de 1938, el chico Herschel Grynszpan, de 17 años, hijo de deportados judíos polacos, que vivía en París con una tía, compró una pistola, balas, llegó a la embajada alemana, pidió hablar con un funcionario y le pegó tres balazos. El crimen desató el terror en Alemania. El diplomático era el secretario de la legación, Ernst von Rath y agonizó dos días. En ese lapso, en Alemania se anunciaron las primeras medidas de castigo contra aquellos lejanos disparos. Dejaron de publicarse todos los diarios y revistas judíos alemanes, entre ellos periódicos culturales, deportivos y hasta los simples boletines destinados a la comunidad. El 8 de noviembre, una campaña antisemita alentada por el jefe de propaganda nazi, Joseph Goebbels, desató los primeros episodios de violencia anti judía en Hesse-Casel, Múnich y Hannover.
Von Rath murió en París el miércoles 9 y en Alemania estalló “La noche de los Cristales Rotos”. La mayor parte de las sinagogas alemanas fueron dañadas, doscientos sesenta templos fueron destruidos, al igual que numerosos cementerios judíos. Las tropas de asalto de las SS, las fuerzas policiales y miembros del partido nazi atacaron los negocios judíos: ochocientos quince fueron incendiados y otros siete mil quinientos saqueados y quebradas sus puertas y vidrieras, de allí lo de la noche y los cristales rotos. Los disturbios duraron dos días. Más de treinta y cinco mil judíos fueron detenidos, deportados, enviados a campos de concentración y a una muerte segura; el número de judíos alemanes asesinados fue siempre incierto y osciló entre treinta y seis y doscientos. Un funcionario del Reich pidió días después a la comunidad judía que evaluara los daños que llegaban a mil millones de marcos. Un mes más tarde, el Reich exigió a los judíos el pago una reparación de mil millones de marcos que serían destinados a fomentar el plan cuatrienal del nazismo. El funcionario de la trapisonda era Herman Goering, jefe de la Lutwaffe, la fuerza aérea alemana en la guerra. Mordió una cápsula de cianuro y evitó la horca en Núremberg, en 1946.
Los campos de concentración se llenaron de judíos, comunistas, opositores al nazismo, gitanos, homosexuales y Testigos de Jehová; cuando estalló la Segunda Guerra y la Alemania entonces triunfante invadió gran parte de Europa, los campos empezaron a poblar otros países, en especial Polonia. Después llegó la invasión del Reich a la Rusia de Stalin; en enero de 1942, la conferencia de Wannsee decidió la eliminación de todos los judíos europeos; en 1943, con la derrota del poderoso ejército del mariscal von Paulus en Stalingrado, la guerra cambió su curso; en junio de 1944 los aliados invadieron Europa y diez meses después Alemania estaba derrotada: Berlín destruida por el Ejército Rojo, Hitler con un balazo en la cabeza y quemado por sus soldados en los jardines de la Cancillería. La paz y el célebre juicio de Núremberg, una de las guaridas del lobo, terminó por revelar el horror.
En 1961, una gran película trazó una parábola con aquel juicio en el proceso que siguen a cuatro jueces del Tercer Reich. Se llamó “El juicio de Núremberg”, la dirigió Stanley Kramer, contó con un elenco excepcional, dos actuaciones memorables, la de Montgomery Clift y la de Maximilian Schell y un guion que se atrevía con un hierro candente: hacía sólo diez años del ahorcamiento de los líderes nazis, aunque no de todos, en la prisión de Núremberg. Es una gran película, acaso ya muy vieja, pero de esas que ya no se ven y deberían verse. Otros dos grandes actores tenían a su cargo dos papeles centrales: Spencer Tracy encarnaba al juez en jefe del tribunal, Dan Haywood, y Burt Lancaster al doctor Ernst Jennings, uno de los cuatro jueces aliado, o idiota útil del nazismo. En los últimos minutos de la película, ya con las condenas dictadas. Jennings quiere ver al juez Haywood. El juez baja hasta la celda del condenado y el diálogo que mantienen es breve y resume mil tratados de ciencia política. Jennings evoca el pasado de horror del nazismo y, quién sabe si arrepentido o acaso con la esperanza de una tenue convención, dice al juez que lo condenó:
-Aquella pobre gente… Aquellos millones de personas… Jamás supuse que se iba a llegar a eso. ¡Debe usted creerme!
Y el juez le responde:
-Señor Jennings, se llegó a eso la primera vez que usted condenó a muerte a un hombre, sabiendo que era inocente.
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