El mundo perdió la inocencia exactamente a las 9.02 de la mañana del 11 de septiembre de 2001. Justo antes de esa hora, la humanidad miraba por televisión el fuego y el humo que había provocado la explosión del vuelo 11 de American Airlines al estrellarse, a las 8.46, entre los pisos 94 y 98 de la Torre Norte del World Trade Center de Nueva York. A bordo llevaba a 92 personas. Pegados a la pantalla, hasta ese momento casi todos presumían un accidente. Terrible, pero accidente al fin.
En el piso 97, Guillermo Chalcoff, de 40 años y desarrollador de software, iniciaba su día en la compañía de seguros March & McLennan, donde trabajaba como personal contratado. Había llegado a los Estados Unidos en 1985 desde Buenos Aires, donde vivía junto a su padre y su hermana en un departamento de Barrio Norte. Su mamá había fallecido cuando ellos eran chicos. Después que se recibió en la UBA y se casó, el suegro de Guillermo -que tenía oficinas en Nueva York- le ofreció emigrar. En aquel tiempo -recuerda su hermana Mariana a Infobae- “en nuestro país su especialidad no tenía mucho campo de acción”. La mujer, dos años menor que él, cuenta que una vez instalado con su esposa e hijos trabajó “mucho y por dos mangos los primeros años, hasta que consiguió la Green Card y la ciudadanía norteamericana un año antes del atentado. Eso le abrió un mundo de posibilidades”. Guillermo, que vivía en Long Island, no tuvo tiempo para nada, ni para un llamado de despedida. Murió en el acto por el estallido del avión.
En Windows of the World, un salón de eventos y restaurante que funcionaba en el piso 106 de la misma torre, Gabriela Waisman, que tenía 33 años, ayudaba a una compañera de trabajo a preparar un trade show sobre tecnología de información que su empresa, Sybase, comenzaría esa misma tarde. Nacida en Buenos Aires, había emigrado a los Estados Unidos con sus padres, Armando y Martha y su hermana Andrea en 1974. Tenía 6 años cuando dejó su hogar en Oroño al 1200, en el barrio de Caballito. Los cuatro se instalaron en Queens. Había estudiado psicología en el Queen’s College y vivía a 40 minutos en automóvil de su trabajo, ubicado a 9 cuadras de las Torres. Estaba feliz: hacía poco la habían ascendido, y ese fin de semana había comprado en Macy ‘s de Manhattan tres trajes para lucir el martes 11. El impacto del avión había sido unos diez pisos más abajo. No podía escapar.
Andrea Waisman es la hermana mayor de Gabriela. Le llevaba 15 meses. Estaba en su casa con su esposo, su hijo Harrison (hoy tiene dos más) y sus padres, ya que Armando se había operado del corazón dos semanas atrás. Ella es abogada y esa mañana debía ir a la Corte en Long Island, cerca de donde vive. “Tenía planeado ir después para el lado del World Trade Center y de ahí a mi oficina -le dijo a Infobae-. De repente sonó el teléfono y era mi hermana. Me dijo que estaba en Manhattan, que escuchó una explosión y que algo pasaba en el edificio donde estaba. Le pregunté dónde era y me dijo en el WTC, ayudando a una amiga. Entonces se me ocurrió prender la televisión, imaginé que si sucedía algo lo iban a dar. Y estaba en todos los canales. Mi hermana me volvió a llamar entre 10 y 12 veces, porque se entrecortaba. Cuando volvimos a hablar yo ya sabía lo que pasaba. Le avisé que el ruido que había escuchado era el avión que había chocado”.
Un piso más abajo que Gabriela se encontraba Pedro Grehan, otro argentino. Tenía 35 años y era broker de la consultora financiera Cantor Fitzgerald. De San Isidro, hizo la primaria en el colegio San Juan el Precursor, la secundaria en el Marín, se había casado con Victoria Blaksley, era padre de tres (Camila, Patricio y Sofía), había jugado unos minutos al rugby en la primera del CASI en 1996 y ese mismo año, después de trabajar en Young & Rubicam y Consultatio, le llegó una oferta para hacerlo en Nueva York. Así que dejaron su casa en Pacheco y se mudaron a Nueva Jersey. Juan -uno de sus 9 hermanos entonces (hoy son 7)- habló con este medio y contó que “él había estado en Argentina hasta el 25 de agosto porque habían operado a nuestro padre y su esposa e hijas estaban acá. Volvieron los cuatro a Estados Unidos en esa fecha”.
A las 8.45, Pedro hablaba por teléfono con Matías Ferrari, un amigo: “Ya terminé el laburo que tenía que presentar. Vine bien temprano. Ahora estoy tranquilo… La semana pasada hice un curso: pasé de los bonos a la canasta de monedas, me mudaron de oficina pero no de piso… ¡Uy! ¡Hubo una explosión! No sé qué pasa, pero todo el mundo corre. Te corto, esto es un quilombo. Hablamos…”. Grehan, que según su hermano era “impulsivo, en el sentido que iba a ayudar al que pudiera”, buscó una salida. Tiempo después, su familia descubriría qué hizo...
El estruendo del primer avión provocó una columna de humo que se veía desde kilómetros de distancia. Pero Mario Santoro, de 28 años, no estaba tan lejos. Vivía sobre la avenida Fulthon, en Brooklyn, cerca del famoso puente que cruza el Eastern River. Era técnico en emergencias médicas del Presbyterian Hospital, uno de los más importantes de Nueva York. Había llegado con sus padres, Alberto y María Rosa, desde el barrio Belgrano de su Rosario natal, a los 6 años y vivía en el barrio de Forest Hills. Tenía tres hermanos y era el mayor de los varones. El martes 11 era su día libre y jugaba con su hija Sofía, de 2 años, fruto de su relación con Leonor. Por la noche iba a ir a cenar a casa de sus padres. El menú que María Rosa le prepararía era tentador: milanesas con papas fritas a caballo. Al oír el ruido, se asomó al balcón. Y vio toda la escena. No dudó: le dijo a su esposa que lo iban a necesitar y aún estando de franco, llamó a su compañero de ambulancia, Keith Farben, y marchó. Según el New York Times, esa ambulancia fue la primera que llegó a las Torres.
David English conocía a Pedro Grehan. Vivían en el mismo edificio y tomaban el mismo tren (el PATH), cuya primera parada al cruzar el río Hudson era la estación del WTC. “Mucha gente que trabajaba en las Torres vivía en mi edificio. A Pedro una vez lo escuché hablar y le dije ‘bueno, yo he estado en Argentina en el año ‘98, me encantó el país, me encantó la gente’. Hablamos un poquito y cada vez que nos cruzábamos, nos saludábamos. Pero nada más. Lamentablemente nunca hicimos un asado juntos, por ejemplo”.
A la hora del primer impacto, David caminaba hacia su trabajo. Estaba a una cuadra y media de las Torres. Iba a firmar un contrato. Eran los comienzos del wifi, y tenía a cargo la implementación de ese sistema en la sede mundial del Citibank. Y entonces, oyó el terrible estruendo del Vuelo 11. “En la calle no vimos el impacto del primer avión. Yo pensaba que había sido una avioneta. Seguí caminando un poco más y llegué a la esquina donde estaba la parada del subte. Había un teléfono público y llamé a mi papá para decirle que estaba bien, que un avión había chocado… Colgué y, no sé, dos o tres minutos después pasó por arriba de mi cabeza el segundo avión y explotó ahí nomás. Ahí sí cambió todo”.
Apenas 16 minutos después del primer choque, miles de millones se taparon la boca con espanto: el vuelo 175 de United Airlines, un Boeing similar al anterior, con 65 tripulantes destrozaba los cristales de la Torre Sur. Ya nadie tuvo dudas: era un ataque terrorista y no un accidente.
“Ese sonido jamás lo voy a olvidar. Fue como estar parado a un metro de un tren de carga que va pasando en el ferrocarril. Escuchas ese ruido tremendo con mucho eco por las torres tan altas de los edificios de Nueva York, son como cañones de edificios, entonces cualquier ruido muy fuerte es magnificado, no sé, diez veces más por las características de la ciudad”, recuerda English.
En la casa de Andrea Waisman, todos miraban el televisor cuando el segundo avión se estrelló. “Les tuve que contar a mis padres que Gabriela estaba ahí. Estaban inconsolables. Nos dimos cuenta, creo que como todo el mundo, que era obra del terrorismo. Mi hermana estaba muy angustiada, decía que no podía respirar, que había mucho humo, que le faltaba el aire. Tratamos de darle consejos que no sirvieron para nada. Le dijimos que se mantenga en el piso para evitar el humo, que intente bajar. Pero nos respondió que las puertas estaban cerradas”.
Tres minutos después del segundo impacto, en el Ladder 132, el cuartel de bomberos rescatistas ubicado en el número 489 de St. John ‘s Place del barrio Prospect Heights de Brooklyn, dieron la orden de partir hacia las Torres. Sergio Villanueva, de 33 años, terminaba de cubrir su turno de 24 horas, pero se trepó a la autobomba -un camión Seagrave-, salieron por la puerta roja que lleva inscripta la frase “In the eye of the storm” (“En el ojo de la tormenta”) y a toda velocidad recorrieron los siete kilómetros que los separaban del lugar de la tragedia. Fueron la cuarta compañía en llegar a la Torre Norte. Luego los derivaron a la Torre Sur.
Sergio había nacido en Bahía Blanca un 4 de julio, precisamente el día de la Independencia norteamericana. En 1969, cuando tenía un año, su papá había viajado a los Estados Unidos a buscar su futuro. Ese año -el del hombre pisando la luna-, en Manhattan comenzaban a construirse las Torres Gemelas, las más altas del mundo. En 1970, el resto de la familia, su esposa Delia y Sergio, se reunieron con él en su casa de Queens. Poco después, cuando las dos moles estaban en plena construcción, madre e hijo se tomaron una foto delante de ellas.
Dos días antes, el 9 de septiembre, Sergio había ido a jugar al fútbol para el equipo del Departamento de Bomberos de Nueva York (FDNY según su sigla en inglés). Estaba en esa fuerza desde el año 2000, luego de ser policía durante 8 años y trabajar en el Precinto 46, del Bronx, donde llegó a ser Detective. Al mediodía regresó al departamento de Queen’s que compartía con su novia, Tanya Tepper. “Sergio amaba el ‘soccer’ -le cuenta ella a Infobae desde Miami-. Estaba contento porque había marcado un gol. Era importante para él. Después nos fuimos a una fiesta de cumpleaños, y volvimos al departamento de noche. Él me había regalado una cámara de fotos cuando cumplí 30 años. La había llevado y me di cuenta que todavía tenía un cuadro más en el rollo. Estábamos en nuestra habitación, serían las 10 u 11 de la noche, y le tomé una foto. La última foto”.
Al día siguiente, Sergio se levantó muy temprano. Le dio un beso y se fue a cumplir su turno. El 13 iba a ser un día importante para ambos, recuerda Tanya: “Teníamos que ir a un salón llamado The Fountainhead, en New Rochelle, que tenía una pequeña capilla y un área de recepción… teníamos cita para firmar el contrato para hacer allí nuestra boda. Nos íbamos a casar el 1 de agosto del 2002”.
A 8.527 kilómetros de Nueva York, poco antes de las 10 de la mañana del 11 de septiembre, el teléfono sonó en la oficina que Juan Grehan tenía en San Isidro. Era otro de sus hermanos, que le contaba que un avión se había estrellado contra las Torres. “Él quiso comunicarse, pero no pudo. Se enteró que había hablado con alguien, así que corroboramos que había estado ahí. Nos juntamos todos en casa de mis padres en San Isidro. Yo miraba la escena, veía que las Torres se incendiaban y pensaba que estaba todo organizado y Pedro bajaría por las escaleras de incendio. Después me di cuenta que no había salida”.
La conclusión llegó cuando la familia recibió una revista norteamericana sobre el atentado. “Nadie, del choque del avión para arriba, pudo salir. Era o subir a la terraza, o como después vimos en una foto, salir a tomar aire por una ventana, porque había humo en una de las cuatro caras del edificio. Y notamos a una persona con una pose muy similar a Pedro apoyado en el marco de una ventana, 105 pisos arriba del suelo. No sabremos nunca si fue de los que se tiró o de los que estuvo ahí hasta que la torre se derrumbó”.
A pesar de los impactos, el fuego y el humo, con las torres aún erguidas, mientras en los pisos superiores muchos se asfixiaban y otros -desesperados- comenzaban a arrojarse al vacío, eran muchos los transeúntes que pasaban debajo. Alejandro Vigilante era uno de ellos Es artista, y hace 20 años se dedicaba a la pintura decorativa y terminaciones de paredes. Había viajado a Nueva York contratado por una empresa rusa para pintar un mural en el Marriot Hotel, de 22 pisos y 825 habitaciones, conocido como World Trade Center 3 y donde había un millar de huéspedes. “Hacía poquito había caído ahí. Paraba en casa de un amigo, Hernán Casanova. Cuando estábamos saliendo, temprano, lo llamaron por teléfono ‘Che, hay un bolonqui, parece que chocó una avioneta en una torre o explotó algo’. Mucha importancia no le dimos. Él tenía que ir a su compañía y yo al hotel. Ya camino al subte empezamos a oír comentarios de todo tipo, como que había explotado una caldera, cosas así. Pero nos metimos para tomar el tren rumbo al Downtown”.
Alejandra Ciappa también había salido a trabajar. hacía dos años que vivía en Nueva York. Cursaba un post doctorado en genética en la Universidad de Columbia sobre Alzheimer, bancos de ADN y enfermedades neurodegenerativas. “Estudiaba a tres cuadras de las Torres. Habían pasado a ser parte de mi vida habitual. Comía en el jardín que tenían en el medio, iba a bailar los miércoles a Windows of the World, que tenía una noche latina”. El 11, mientras terminaba de bajar la escalera de su edificio, el portero le comentó que había chocado un avión contra las Torres Gemelas. Tenía un pequeño televisor, instintivamente miró y justo en ese instante el segundo avión se estrelló. “Salí para el subte pensando que no era normal aquello. Subí a uno de la línea A, que va desde Brooklyn, pasa por las Torres y llega a la universidad en la calle 168, al norte de Manhattan. Al lado mío viajaba una persona y se lo comenté. Fue raro porque la gente no tenía idea lo que estaba pasando… Me miró y me dijo ‘you are crazy’ (‘estás loca’) y se corrió un asiento”.
Mientras ellos estaban debajo, Andrea Waisman y sus padres seguían pegados al televisor y al teléfono, intentando tranquilizar a Gabriela. De repente, la pantalla les trajo una imagen terrorífica: a las 9.59, la Torre Sur se derrumbó. Allí estaba, en ese momento, el bombero Sergio Villanueva. Murió en ese momento, junto a otros seis miembros del escuadrón, incluyendo a su jefe, Matthew Ryan. En total, perdieron la vida 343 bomberos de la ciudad de Nueva York. En ese momento también, los superiores de Mario Santoro perdieron contacto con él.
David English, al ver la caída, se metió otra vez en el subte para guarecerse. Alejandra, todavía lejos de allí, salía a la superficie. La calle era un caos. “Cuando llegué al laboratorio, todos buscaban a gente que conocían que trabajaban allí o que vivían cerca de las torres”, recuerda.
Alejandro Vigilante también se asomó del túnel de la estación. Comenzó a caminar las 10 cuadras que restaban hacia el Marriot, ya cruzándose con gente cubierta de polvo. “Llegamos casi a cien o doscientos metros de las torres, en Greenwich y Suffolk. Y cuando miramos, había una sola torre frente a nosotros. Yo venía súper impactado porque se veía el agujero del avión en la torre del cual salía fuego. No podía dejar de mirarlo y Hernán, mi amigo, me dice ‘dale, dale, corré, corré…’. Le dijo ‘esto se cae’. ‘No, dale, que estamos por llegar, me gritó. Y cuando terminó de decirlo veo que la torre se empieza a inclinar y hace un ruido impresionante. Se empieza a desvanecer en el aire como una catarata. Hernán me llevaba unos 10 o 15 pasos y vi que entraba a un garage al aire libre. Me gritó ‘¡Alejo!’, me di vuelta y se nos venía un tsunami de polvo y escombros encima…”.
Cuando Alejandro volvió a mirar a su amigo, éste intentaba refugiarse entre la garita del estacionamiento y un auto. El polvo invadía todo y corrió hacia él. Tres policías que estaban ahí trataban de romper la garita para entrar. Hernán tiró de la puerta del coche y la abrió. “Yo fui el último que entró al auto. Éramos cinco y no podía meter las piernas, no podía doblarlas, y el policía quería cerrar la puerta como fuera. Me las hizo pomada. No se veía nada, el polvo entraba y nos tapamos con remeras. Sentía como que golpeaba un granizo que se iba convirtiendo en cascoteada y el auto se movía de lado a lado, vibraba. Pensé que nos iba a caer algo mucho más contundente, que me iba a morir ahí abajo. Se me venían películas de mi vida, pensaba ‘¿cómo le van a contar a mi vieja?’ Nuestro error fue no habernos ido cuando salimos del subte, decir ‘esto es un delirio’ y volver a casa”.
Eran las 10.28 cuando la Torre Norte del World Trade Center se desplomó. En la casa de Andrea Waisman, el televisor mostró en vivo y en directo cómo se derrumbaban las últimas esperanzas que su hermana Gabriela pudiera salir de aquella trampa. “Mamá y papá lo vieron, mamá gritaba, fue un desastre. Después de eso la llamamos, pero su teléfono ya no contestaba…”.
Tanya Tepper también estaba frente al televisor. En rigor, el mundo estaba frente las pantallas. “Fue una mañana horrible, ¿qué más podía pasar? Las Torres se habían ido. Llamé al cuartel, pero como muchas veces, daba ocupado. Llamé al celular de Sergio y atendió su correo de voz. Y yo pensaba para mí: ‘él está bien, pero fue allí para ver cómo están sus compañeros’”.
En el laboratorio donde Alejandra Ciappa trabajaba no había televisor, así que no todos estaban enterados exactamente de lo que sucedía. A las 10.30, recibió un llamado de su madre desde Argentina: “Hija, no hay Torres Gemelas en Nueva York”. Lo primero que Alejandra le respondió, casi instintivamente, fue lo mismo que a ella le dijo la pasajera del subte: “Estás loca”. Pero no. Les contó a sus compañeros: “Se cayeron las Torres, no existen”. En su departamento de Puerto Madero, hoy recuerda: “Nos miramos, y fuimos a un bar con una compañera que buscaba a su novio, que trabajaba en Wall Street. Ahí lo vi a (Rudolph, el entonces alcalde neoyorquino) Giuliani hablando y a las Torres cayendo. Entonces fui a ver a mi jefe y le dije: ‘Ben, me voy a ayudar, necesitarán médicos”.
Mientras tanto, en el estacionamiento y cuando el polvo se disipó un poco, los policías que estaban en el auto con Alejandro y Hernán salieron. Ellos se quedaron un poco más. Dentro del vehículo encontraron una cámara de fotos, un Corán y un tasbih, una suerte de rosario islámico. Alejandro le tomó una fotografía a su amigo y también se asomaron. Vieron un zapato y un teclado de PC sobre el capot. “Era un espanto, a la gente la rescataban con máscaras de oxigeno, no se veía nada, nos juntamos como 10 o 15 personas para caminar todos juntos. De repente pasó un auto con una sirena que casi nos lleva puestos a todos. Después entró un camión de bomberos a mil y chocó contra un árbol, que se cayó. Era un descontrol absoluto. Cuando más o menos se calmó, reconocí a uno de los policías y le tomé una foto junto a Hernán”.
Alejandra, en ese momento, salió del laboratorio, entró a un drugstore y compró un agua mineral y una cámara de fotos descartable. Luego se dirigió a la Cruz Roja: “Me presenté como médica y me dijeron que espere a un costado. Estuve seis horas ahí”.
A primera hora de la tarde del 11, en Queens, Tanya vio un graph en la televisión con un número de teléfono donde podía recabar información. Llamó y la derivaron a Fort Totten, un edificio del Ejército. Estaba a 20 minutos de su casa. Allí, los bomberos solían entrenar. Fue con Delia, Maricel y Lewis, la madre, la hermana y el cuñado de Sergio, que trabajaba en la Torre 7 del WTC (la primera en derrumbarse) pero había vuelto. Había un salón con gente esperando a ser atendida. Vio un hombre hablarle cerca del oído a una mujer, y a ésta caer de rodillas. A otra gritando sin parar. “Miré a Delia y le dije ‘este no es un lugar para nosotros, volvamos a casa que Sergio va a regresar’. Así lo hicimos, y mi casa estaba llena de gente que había venido a acompañarme”.
El miércoles 12 a las 6 de la mañana, Alejandra Ciappa fue derivada como médica al Ground Zero. “Entrabas y decías ¿adónde me metí? No era el New York que yo conocía, era caos, era gris, era escombro, era olor a muerte, era mucho humo, muchas cosas incendiándose, explotando, como si entraras a una niebla. Ese polvo que era astillas de hierro, te lastimaba, lo respirabas y era feo, te faltaba el aire... Después salimos al campo, la adrenalina es quiero ver, vos te creés que podés ir a salvar al mundo, justo vas a encontrar al que está vivo e ileso y lo sacas, ese es el ego, y después de un par de horas que aniquilás al ego te sentís inútil, que no hiciste nada, porque no rescataste a nadie. Y te das cuenta que no sos Dios, que no salió un sobreviviente, y que no estaba en tus manos”.
Ese día, Tanya recibió una visita inesperada. “Habría entre 15 a 20 personas en casa. Apareció un hombre vestido de traje. Le di la mano y me contó que era un amigo de Sergio al que yo no conocía, que tenía contactos en la alcaldía y que Sergio no estaba en la lista de desaparecidos. ‘Podés llamar vos misma’, me dijo. Lo hice y era cierto. Empezamos a saltar todos y a llorar de alegría. Una amiga me dijo ‘maquillate y cuando venga nos vamos directo a la Iglesia y se casan’. Celebramos y después nos pusimos a esperar. Y a esperar mucho… Cada dos horas yo llamaba por novedades. Y en una me dicen ‘Villanueva está en la lista de desaparecidos’. No entendía. Me explicaron que antes no se había imprimido la última página del listado, y por su apellido, él estaba ahí… Fue devastador”.
Tanya tardó casi un mes en aceptar que Sergio no regresaría. Junto a la familia, decidieron no hacer ninguna ceremonia hasta que el gobierno no declarara oficialmente que ya no había más restos que buscar en Ground Zero, lo que sucedió en abril del año siguiente. “No queríamos que nos dijeran ‘encontramos un pedacito del pie’, enterrarlo y que después apareciera algo más. Pero nunca hallaron nada de Sergio”.
Veinticuatro horas después del atentado, Andrea Waisman y su madre peregrinaron por diferentes agencias del gobierno para dejar ADN de Alejandra. “El 25 de septiembre recibí la llamada de un detective: habían encontrado su cuerpo. Me enteré que la hallaron el 13, dos días después del ataque, pero que la identificación llevó unas semanas. Antes de eso, habíamos planeado hacer una ceremonia en su memoria el 30. Como la encontraron, la enterramos en el cementerio Pinelawn, cerca de casa, en Long Island. Pero lo que vive en nosotros es el recuerdo de Gabriela, una chica dulce, cómica, que hacía chistes, que estaba de novia desde hacía un año y adoraba a mi hijo Harrison, lo llenaba de regalos. Irónicamente, alguien lleno de vida”.
El mismo día que los Waisman llevaban las muestras, la esposa de Guillermo Chalcoff hacía lo mismo con un cepillo de dientes de su marido. “Era con la esperanza de encontrar algo a través del ADN, pero nunca hallaron ningún resto suyo”, cuenta Mariana, la hermana del argentino. “Yo me enteré uno o dos días más tarde, porque nos llamaron desde Estados Unidos. Habíamos visto el atentado, pero no sabíamos que Guillermo trabajaba ahí”. Durante 8 años se creyó que habían sido cuatro los compatriotas fallecidos en las Torres, pero en el 2009, después que murió su padre, Mariana decidió dar a conocer que su hermano había nacido en nuestro país, a pesar de figurar, en la nómina de víctimas, con su ciudadanía norteamericana. “Era un chico tímido, introvertido, siempre muy fanático de las matemáticas, hasta se llevaba libros cuando nos íbamos de vacaciones. Muy inteligente, sabía cinco idiomas. Me dio pena porque le pasó cuando empezaba a disfrutar de la vida, a hacer una carrera. Al principio fue shockeante, después pensé que había sido un accidente que haya estado ahí. Pero con los años me di cuenta que fue un asesinato”, cuenta.
David English volvió a su casa esa mañana. En los días siguientes notó qué vecinos habían muerto en el atentado “porque siguieron dejando los diarios durante unos días en la puerta de sus departamentos, incluyendo a Pedro”. Después del trauma que le dejó el 11-S, David emigró hacia la Argentina. Hoy vive en Mendoza. “Empecé de cero, como los abuelos o bisabuelos de muchos argentinos. Llegué sin trabajo, con algunos ahorros. Y ahí, en 2010, nació mi hijo Benjamín”.
Juan Grehan recuerda que “el 24 de septiembre hicimos una misa en la Catedral de San Isidro para Pedro. Esos 13 días que habían pasado fueron una experiencia humana muy fuerte y transformadora. Viendo a mi padres, especialmente el llanto de Inés, mi madre (que falleció en 2016) experimenté lo que es el dolor de perder a un hijo”.
Bastante tiempo después -continúa Juan- “la Cruz Roja contactó a la esposa de mi hermano. Le dijeron que tenían un centímetro de fémur que era de él. Era lo que habían rescatado. Pero no recuerdo bien qué sucedió con los restos. Hubo unas cenizas que terminaron en la casa de mis padres. En Connecticut, donde también vivió Pedro, hicieron una ceremonia donde plantaron un árbol en su homenaje. Él fue la única víctima del barrio. Para mí, Pedro, que era divino, alegre, descontracturado, el más rebelde de la familia, pero muy sabio, se quedó en aquella ventana”.
Como Sergio Villanueva, Mario Santoro murió mientras socorría gente. Su cuerpo apareció el 27 de diciembre, sobre una camilla donde había una mujer. Ambos murieron cuanto una viga los golpeó en la cabeza. Con él, fueron 8 los paramédicos caídos. Hoy sus padres, Alberto y María Rosa, tienen 77 y 74 años. Por el dolor que les provocó la pérdida, se mudaron de Nueva York. Hoy viven en Fort Mill, Carolina del Sur. Pero suelen venir a Rosario -están estos días aquí- para refugiarse en sus parientes.
Si bien Alejandra Ciappa no pudo salvar a nadie de las Torres, en los edificios linderos -sin agua ni energía eléctrica esos primeros días-, había muchísima gente que debía ser rescatada. En el piso 15 de uno de ellos conoció a Francesca, una abuelita italiana. Cuando abrió la puerta para evacuarla, le dijo “vení que estás muy flaquita. Sentate que te voy a dar de comer”. “Le respondí ‘Francesca, nos tenemos que ir ahora’... ‘Si no vienen mis amigas no me muevo’, me contestó. Las amigas tenían 80 y pico. Las bajamos 15 pisos por escalera. A la media hora las vi sentadas afuera. Me llamaron ‘¡Alejandra, Alejandra!’ Me abrazaron y ahí me aflojé, me puse a llorar, fue como si me abrazara mi mamá. Le prometí a Francesca que iría comer con ella, pero cuando volví a los ocho meses, había fallecido”. Recién el 14 de septiembre, Alejandra pudo regresar a su departamento.
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