Fue la batalla más larga, acaso la más sangrienta de la Segunda Guerra Mundial. No existe una unidad métrica que dimensione el horror. Pero el sitio de Leningrado por parte de las huestes nazis de Adolfo Hitler duró 872 días: esa fue la batalla. Y si bien hubo bombardeos, artillería, infantería y tanques, la sangre no se midió en las trincheras sino en las calles de la ciudad, porque sus habitantes cayeron víctimas del hambre y del frío, además de las bombas y las balas.
Hitler quiso matar a Leningrado de hambre: a todos sus habitantes y a todas las fuerzas militares soviéticas que la defendían. Hizo rodear la ciudad el 8 de septiembre de 1941, hace hoy ochenta años, y se sentó a esperar que el invierno, la nieve, los cuarenta grados bajo cero que reinaban en aquella ciudad casi polar, más la falta de alimentos y de medicinas, hicieran el resto. Era un plan de una perversión incalculable. Tanto que hoy, ochenta años después, el sitio a Leningrado es calificado como un genocidio por la no disimulada intención de destruir a la población entera de la ciudad. El propio Hitler lo puso en claro con una de sus frases transparentes y terribles: “Leningrado debe ser borrada de la faz de la tierra. No nos interesa en absoluto salvar civiles”.
El führer del Reich que iba a durar mil años tenía unas cuantas razones para borrar a Stalingrado de la faz de la tierra. Primero, pensaba con razón que el dominio de la ciudad le permitiría desarrollar mejor su invasión a la URSS, que había empezado en el verano de ese mismo año. Segundo, la capitulación de Leningrado dejaría inoperante a la poderosa flota soviética del Báltico y permitiría el libre transporte de hierro desde Suecia hasta Alemania, destinado a alimentar la descomunal maquinaria de guerra nazi. Tercero, era un enclave industrial vital: en 1939, la ciudad se encargaba de proveer el once por ciento de toda la producción soviética. Cuarto, también estaba lo simbólico, que a Hitler tanto atraía: Leningrado, con su nombre original, San Petersburgo, había sido la capital del imperio zarista; fundada por Pedro El Grande, que había modernizado, o había intentado modernizar en el siglo XVIII aquel vasto territorio imperial. Quinto, había sido en San Petersburgo donde había nacido la revolución bolchevique de 1917, contra la que arremetía el Reich en su empeñoso impulso por dominar Europa. Y sexto, la ciudad había sido rebautizada con el nombre del líder de aquella revolución, Vladimir Lenin. De manera que Hitler tenía un buen puñado de razones para arrasar con Leningrado. Las mismas razones que tenían los rusos para defenderla. Hitler proclamaba que había que matar a Leningrado y los soviéticos gritaban que Leningrado no podía morir.
Los generales de Hitler pensaban en Moscú. No eran tontos. El desvío de fuerzas para sitiar a Leningrado y para someter, miles de kilómetros al este, a otra ciudad que rendía homenaje Stalin, Stalingrado, contribuyó a la demora primero, al deterioro de la invasión nazi luego y a su posterior derrota. Aquella decisión no fue el principio del fin, pero sí fue el fin del principio, como gustaba decir a Winston Churchill.
Las tropas nazis que rodearon la ciudad hace ochenta años, fueron frenadas por los doscientos mil defensores y por las fortificaciones levantadas de apuro por los civiles. Ese mismo día, un bombardeo nazi que dejó caer seis mil bombas incendiarias, liquidó el gran depósito de alimentos de Leningrado y cinco días después los alemanes capturaron la ciudad de Novgorod con lo que cortaron la carretera que llevaba a Moscú.
Casi al mismo tiempo, el ejército finlandés, aliado a los nazis, empezó a invadir territorio soviético, desde el norte de Leningrado. ¿Qué tenían que hacer los finlandeses junto a los nazis? La URSS, en previsión de tener que proteger a la vieja capital imperial, había invadido Finlandia en 1939, lo que se conoció como la “Guerra de Invierno”, y anexó a su territorio una porción de finlandesa alrededor del lago Ladoga, que sería luego de vital importancia en la resistencia al sitio alemán. Ahora, aliados a Hitler, los finlandeses se lanzaban a recuperar aquellos territorios perdidos. Lo lograron, pero no fueron más allá: Finlandia nunca cedió el mando de sus tropas a un militar alemán, atacaron de manera limitada a la sufrida Leningrado y decidieron desmovilizar a parte de sus fuerzas armadas una vez reconquistado su territorio.
El 12 de septiembre, Stalin relevó de la defensa de Leningrado al mariscal Kliment Voroshilov, a quien juzgó de incompetente, y envió en su reemplazo al que sería luego héroe en la captura de Berlín, el mariscal Gueorgui Zhukov, que llevaba una nota para Voroshilov de puño y letra de Stalin. Decía: “Entregue el mando a Zhukov y regrese a Moscú inmediatamente”. Eso hizo y fue acusado de “errores graves” en la defensa de Leningrado. A cualquier otro jerarca militar, esa acusación lo hubiese llevado de cabeza al paredón. Pero Voroshilov era amigo personal de Stalin, por lo que fue enviado a un puesto sin relevancia de la retaguardia.
Zhukov dividió a Leningrado en seis sectores de defensa, ordenó cavar nuevas trincheras, más fortificaciones y, a la flota del Báltico, que cañoneara las posiciones alemanas detenidas a sólo siete kilómetros de la ciudad. También advirtió que cualquier soldado u oficial que se retirara de su puesto de defensa sería fusilado de inmediato. El mariscal alemán Wilhem von Leed, también por orden del alto mando, esto es, por orden de Hitler, impidió que los civiles de Leningrado abandonaran la ciudad para que murieran todos de hambre. Empezó entonces la larga odisea que duraría dos años y cuatro meses. Antes del cerco alemán, noventa y dos de las más importantes industrias de Leningrado habían sido reubicadas en los Urales, Siberia y Kazajistán. De la población total de la ciudad, de tres millones cien mil personas, 1.743.129 fueron evacuados entre junio de 1941 y marzo de 1943, entre ellos, 414.148 chicos. El resto, padeció el frío y el hambre.
Las autoridades militares racionaron los alimentos, ya que las bombas alemanas habían destruido los grandes almacenes y depósitos, entre ellos el de Badaev, al sur oeste de la ciudad, donde se almacenaba todo el grano, la carne, la manteca de cerdo y la manteca común de la ciudad. Voroshilov, acusado de incompetente, no había tomado ninguna medida preventiva para dispersar el alimento almacenado.
Como los soviéticos preveían un sitio prolongado, y preveían bien, el racionamiento fijó 500 gramos diarios de pan para los obreros, 300 gramos diarios para los chicos y empleados y 250 gramos por día para quienes no trabajaban. No había pasado un mes del sitio alemán, cuando las previsiones soviéticas dijeron que sólo habría granos y carne para 35 días y azúcar para 60 días. Las raciones diarias se hicieron más pequeñas: 300 gramos de pan para los obreros, 250 gramos para los empleados y 125 gramos para los chicos y los no trabajadores. Durante el invierno de 1941 a 1942, el más frío en décadas, con temperaturas de cuarenta grados bajo cero, los civiles de Leningrado trabajaban en las fábricas de armas todavía activas mientras quemaban sus libros y los estantes de sus bibliotecas para mantenerse calientes. Las escasas raciones de pan empezaron a ser complementadas por la carne que se podía conseguir: todos los animales del zoológico se sacrificaron en los primeros meses del invierno. Les siguieron los animales domésticos y las mascotas; combinaron parte de la pasta para empapelar paredes, hecha con derivados de la papa, con el cuero de cinturones y zapatos en desuso para formar una gelatina extraña y comestible. O casi. Cocinaron yuyos y malezas y plantas silvestres; los científicos soviéticos trabajaron para obtener vitaminas de las agujas de los pinos, que había de sobra. Cualquier cosa era buena para combatir el hambre.
Miles de personas incurrieron en el canibalismo, en el escenario más aterrador de aquella batalla irracional. En diciembre de 1942, cuando el sitio alemán llevaba un año y tres meses, el NKVD, el Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos, detuvo a dos mil ciento cinco personas acusadas de canibalismo. Las dividió en dos categorías: “comedores de cadáveres” y “comedores de personas”. Los comedores de cadáveres comían a los muertos. Los comedores de personas mataban gente para comerlas. Sólo el dos por ciento de los apresados tenía antecedentes penales. No todas las personas que morían asesinadas estaban destinadas al consumo de carne humana: la mayoría de los asesinatos se cometían para robar la tarjeta de racionamiento de la víctima.
También fueron menú humano las semillas destinadas al ganado, los huesos y las pieles vaca se hervían por horas para lograr lo que se llamaba “mermelada de carne”. Y hasta se llegó a fermentar el aserrín para preparar una extraña sopa que supuestamente alimentaba, o se mezclaba con harina para fabricar pan. Algunos alimentos, muy pocos, llegaban por el lago Ladoga: en verano, por barcazas y lanchas siempre a tiro de la Lutwaffe; en invierno, por la peligrosa superficie helada. Si alguno de los envíos era hundido por los Junkers alemanes, los soviéticos enviaban al lago a sus equipos de buzos para que rescataran lo que pudieran. El grano húmedo y mohoso tenía un gusto espantoso, pero lo convertían de todos modos en harina para fabricar pan. En su detallado relato del horror, “The 900 days – The siege of Leningrad”, el historiador británico Harrison Salisbury narra decenas de historias de familias enteras que murieron de frío en sus casas, de personas que se derrumbaban en la calle por hambre y ya no volvían a ponerse en pie y de brigadas de voluntarios callejeros recolectores de cadáveres en improvisadas carretillas; en los parques desaparecieron las plantas y los bulbos, y hasta los cuervos, que también graznaban por hambre; de Leningrado desapareció también la población de perros, gatos, patos, ratas, palomas y otras aves. El Instituto Científico de Leningrado creó una especie de harina a base de caparazones de moluscos y aserrín. Nada era suficiente, la población consumía apenas el diez por ciento de las calorías indispensables y morían de a millares por la desnutrición.
El transporte público dejó de funcionar porque no había combustible y el poco que había se destinaba a la defensa. Sólo las instalaciones militares tenían autorizado el uso de la electricidad. Floreció el mercado negro en el que unos gramos de harina o de azúcar eran vendidos a precios imposibles, aun a riesgo de los mercaderes de ser fusilados en el acto por el ejército, que había implantado la ley marcial. Después de la guerra, fue hallado el diario de una chica de once años, Tatiana Sávicheva, en el que contaba con estremecedora simpleza, como morían por hambre y de a uno en uno los miembros de su familia. Tatiana tampoco sobrevivió, pero sus páginas fueron presentadas como pruebas en los juicios de Núremberg que juzgaron a los militares alemanes que sitiaron Leningrado.
La derrota alemana en Stalingrado, que marcó, ahora sí, el principio del fin para Alemania, hizo que el cerco sobre Leningrado perdiera un poco de rigidez. Dos contrataques soviéticos, la Ofensiva de Siniánov y la Operación Chispa pusieron a los alemanes en jaque: pasaron de sitiadores a sitiados. En enero de 1943 un estrecho corredor terrestre de entre ocho y diez kilómetros de ancho logró romper el cerco, permitió instalar un ferrocarril ligero y transportar sin riesgos los alimentos que llegaban por el lago Ladoga, conocido ya como el “Camino de la Vida”.
Los soviéticos decidieron entonces lanzar su “Operación Estrella Polar”, que tenía como misión la de derrotar al Grupo de Ejércitos del Norte de Alemania y liberar por completo la región de Leningrado.
El 26 de enero de 1944, Stalin declaró que el sitio de Leningrado había sido levantado y que los alemanes habían sido expulsados. El bloqueo de 900 días, 872 en realidad, fue saludado con veinte salvas de 324 cañones. La ofensiva total terminó en verdad el 1 de marzo, cuando las tropas soviéticas iniciaron la persecución del XVI Cuerpo de Ejército Alemán. No iban a parar hasta Berlín.
En Núremberg se fijó en seiscientos cuarenta y dos mil la cifra de civiles muertos en Leningrado, la mayoría de frío y hambre. Las cifras soviéticas elevan ese número al millón de personas. Los historiadores occidentales creen que el número es mayor aún que el millón y que otros cientos de miles murieron por los bombardeos nazis. En cualquier caso, las víctimas de Leningrado superan los ochocientos mil muertos que, en conjunto, sufrieron Estados Unidos y Gran Bretaña durante la Segunda Guerra.
Cualquiera sea la cifra real, La ciudad no volvió a tener la cifra de habitantes que tenía antes de la guerra hasta ya entrada la década de 1960. En 1945, el gobierno de la URSS concedió la Orden de Lenin al pueblo de Leningrado, en homenaje a su resistencia.
Leningrado ya no existe. Volvió a recuperar su nombre original, San Petersburgo, que recuerda a su creador, Pedro El Grande, que hizo edificar 365 iglesias que miraban todas al Mar Báltico, una por cada día del año, para que los viajeros supieran que llegaban a una ciudad cristiana.
En esa ciudad descansan los restos de la familia Romanov, los últimos zares de Rusia. Todos, el zar Nicolás, la zarina Alejandra, el heredero Alexander y sus cuatro hijas, fueron fusilados por los bolcheviques en julio de 1918.
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