Cuando todo terminó, a la una y media de la mañana del 6 de septiembre de 1972, en las pistas de la base aérea de Fürstenfeldbruck, en Munich; cuando ya había cesado el estruendo de las explosiones, se había disipado el humo de las granadas y de los disparos, cuando ya el picante aroma de la cordita se mezclaba con el herrumbroso olor de la sangre derramada, cuando ya era tarde para todo, once atletas israelíes yacían asesinados, cinco de los ocho secuestradores que los habían mantenido cautivos y rehenes habían sido muertos por la policía alemana, que también había perdido a uno sus hombres en un fracasado y desastroso operativo de rescate; y para entonces, el terrorismo internacional había logrado su gran victoria de la década: se había instalado en el living de casa, a la vuelta de la esquina, mezclado con la gente común.
Ya nada sería igual. Y nada fue igual. Si el terrorismo había sido capaz de ensangrentar los Juegos Olímpicos, de terminar con la tradición griega de frenar todas las guerras cada cuatro años para consagrar un pedazo de vida al deporte, es que ya todo colgaba del hilo delgado de la libertad condicional. Aquel de 1972 era un mundo todavía casi ingenuo frente a ciertas formas de terrorismo. Y Munich iba a terminar para siempre con aquella inocencia.
El 5 de septiembre, en plenos Juegos Olímpicos de la XX Olimpíada que se celebraban nada menos que en la ciudad bávara en la que Adolfo Hitler había complotado contra Europa, un comando terrorista conocido como Septiembre Negro, una jirón de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), liderada entonces por Yasir Arafat, tomó por asalto el sector de la villa olímpica que albergaba a la delegación deportiva de Israel, convirtió en sus rehenes a once atletas, mató a dos en el operativo inicial y exigió la liberación de 234 prisioneros palestinos en cárceles israelíes y que Alemania liberara a Andreas Baader y Ulrike Meinhoff, fundadores de la alemana Facción Ejército Rojo, conocida luego como la banda Baader-Meinhoff.
A partir de ese instante, el de la cautividad de los atletas israelíes, se desató una serie de yerros, metidas de pata, fallas estructurales, desaciertos, absurdos, descuidos, desatinos y burradas dictados todos por la inexperiencia, la inseguridad, la improvisación de los terroristas, de las fuerzas de seguridad, de las autoridades olímpicas y hasta de la prensa que filmó, fotografió y emitió en directo las veintiuna horas que duró lo que estaba destinado de antemano a terminar en una gran tragedia.
Los Juegos Olímpicos de Munich habían nacido con otra impronta. Estaban destinados a borrar de la memoria colectiva los últimos Juegos celebrados en Alemania en 1936, en pleno auge nazi, con Hitler en el palco, los primeros campos de concentración ya en funciones y un espíritu racista que preanunciaba la guerra mundial por estallar.
Los de Munich de 1972 fueron los Juegos que recibieron mayor aporte de mujeres deportistas, los que intensificaron los controles anti dóping que se habían puesto en marcha en los Juegos de Tokio de 1964, fueron los primeros en adoptar una mascota como emblema, Waldi, un perro dachshund y los que vieron batallas épicas, como la del básquet, en la que la URSS venció a Estados Unidos por un tanto y en el último segundo, o récords fabulosos como el del nadador Mark Spitz, que se alzó con siete medallas de oro.
Para evitar comparaciones con los Juegos de 1936, la atmósfera de la villa olímpica fue más abierta y amistosa que en otras ocasiones. El dispositivo de seguridad fue permisivo, contemplativo y permeable: los atletas podían entrar y salir a toda hora, sin credenciales, o eludir los puestos de control y entrar a la villa previa escalada del cerco perimetral. No había personal armado, o no había mucho personal armado, y esa seguridad un poco laxa hizo que el titular de la delegación israelí, Shmuel Lalkin expresara su preocupación antes de la llegada del equipo olímpico israelí a Alemania, sobre todo porque la delegación israelí iba a hospedarse en un sector un poco aislado de la villa. Los israelíes veían a sus atletas vulnerables y en peligro. Y las autoridades prometieron una seguridad que nunca llegó. O que llegó y fue ineficaz.
En la noche del 4 de septiembre, ya en la segunda semana de los Juegos que habían empezado el 26 de agosto, los israelíes habían disfrutado de una noche de diversión en la ciudad. A las 4.40 del 5 de septiembre, cuando todos dormían, ocho terroristas de Septiembre Negro, vestidos con ropa deportiva, armados con fusiles, ametralladoras y pistolas y granadas ocultas en bolsos, escalaron la reja de dos metros que rodeaba la villa. Primera gran ironía, error o fatalidad: fueron ayudados por deportistas de Estados Unidos, que pensaron que eran, como ellos, unos muchachos que regresaban a los dormitorios después de una noche de juerga.
Ya en los dormitorios de los israelíes, intentaron abrir una puerta y despertaron a Moshe Weinberg, de 33 años, entrenador de lucha libre, que gritó la alerta y forcejeó con los atacantes. Nueve deportistas israelíes lograron huir y ocho se ocultaron en el interior de los departamentos. El luchador Yosef Romano logró arrebatar el arma a uno de los atacantes, pero fue muerto de un disparo. Y Weinberg recibió un balazo en la cara que lo atravesó de mejilla a mejilla cuando intentó apuñalar a uno de los terroristas con un cuchillo de cocina.
Entonces lo obligaron a conducirlos a los otros departamentos del edificio: todos tenían un cartel en la puerta con el nombre de los deportistas que vivían en su interior. Weinberg eligió llevarlos al número 3, donde se hospedaban los más fuertes del equipo israelí: luchadores y levantadores de pesas. Los terroristas esquivaron adrede el departamento 2, donde dormían los tiradores a quienes les estaba permitido tener sus armas y las municiones. ¿Tenían esa información los miembros de Septiembre Negro? Es probable. Los de Munich fueron también los primeros Juegos en los que las computadoras dieron información sobre cada deportista y, según investigaciones posteriores, uno de los terroristas había trabajado en la organización de los Juegos.
Con Weinberg herido y encañonado, nueve atletas israelíes fueron sorprendidos mientras dormían. En la confusión que siguió a la intrusión terrorista, Weinberg intentó una última resistencia: le pegó un puñetazo a uno de los palestinos y le dislocó la mandíbula, pero fue asesinado a balazos de inmediato. Con Weinberg y Romano muertos, los terroristas capturaron a nueve israelíes: Ze’ev Friedman y David Berger, pesistas; Yakov Springer, juez de pesas; Eliezer Halfin y Mark Slavin, luchadores; Yossef Guttfreund, árbitro de lucha libre; Kehat Shorr, entrenador de tiro; Andre Spitzer, entrenador de esgrima y Amitzur Shapira, entrenador de atletismo.
Los secuestradores eran fedayines palestinos que habían salido de los campos de refugiados de Siria, Líbano y Jordania. El jefe del comando era Lutif Afif, que se hacía llamar “Issa” (Jesús, en árabe): tenía tres hermanos miembros de Septiembre Negro, dos de ellos presos en Israel. Junto a Issa estaban Yusuf Nazzal, Afif Ahmed Hamid, Khalid Jawad, Ahmed Chic Thaa, Mohammed Safady, Adnan Al Gashey y su sobrino, Jamal Al Gashey.
A las seis de la mañana los palestinos hicieron conocer sus demandas. Si no se cumplían, a las nueve iban a matar a uno de sus rehenes. Manfred Schreiber, el jefe de Policía de Munich, llegó para ponerse al mando de la negociación, seguido por el ministro del Interior alemán, Hans-Dietrich Genscher y el intendente de la villa olímpica, Walther Tröger: todos serían protagonistas de las horas por venir. Lo primero que vio el jefe Schreiber fue a una agente de seguridad, Anneliese Graes, que hablaba con un hombre de traje safari claro, sombrero de playa blanco y con la cara pintada de negro. Era Issa. El ministro Genscher intentó tocar la vena política de los terroristas: en un breve diálogo con Issa dijo que la reciente historia de Alemania respecto a los judíos convertía al secuestro en un asunto muy delicado. Y se ofreció como voluntario rehén a cambio de los atletas israelíes. Issa le dijo que no era una cuestión de rehenes sustitutos, ni de dinero: querían la liberación de los presos en cárceles de Israel.
Mientras, la prensa alemana, que había ingresado a los dormitorios de sus compatriotas olímpicos y veían desde los balcones el edificio de los israelíes, establecieron contacto con los secuestradores: el segundo de Issa dijo ser Tony (era Yusuf Nazzal) a quien llamaron Vaquero porque llevaba un sombrero gris, de ala ancha. Vieron a más terroristas, uno con pelo crespo y camisa roja que ocupaba el segundo piso de la residencia; otro vestido de oscuro, con un revólver en la mano; un tercero, con saco azul oscuro en una habitación del primer piso.
Los terroristas entendieron que el plazo de las nueve de la mañana que ellos mismos habían fijado, era incumplible: había que comunicar los hechos, y sus demandas, al gobierno de Israel, esperar su deliberación y, si Tel Aviv decía que sí, ubicar los expedientes de los presos, decretar la libertad y hacerla efectiva. Extendieron el plazo hasta el mediodía. Pero, a las once y cuarto de ese martes 5, Tel Aviv dijo que no habría negociación alguna. Schreiber informó a los terroristas, que concedieron una hora más que Issa usó para beber una gaseosa con la agente Graes. Finalmente Schreiber les confirmó que Israel no negociaría, aunque, dijo, Alemania había liberado a los dos guerrilleros de Facción Ejército Rojo. No era cierto. Issa, que supo que le mentían, extendió el plazo otras dos horas y pidió comida para todos.
Los alemanes decidieron entonces embalar los alimentos en cuatro cajones, de manera que se necesitaran más personas para llevarlos al piso de los israelíes: pensaron en enviar a dos policías disfrazados de cocineros para que vieran a los terroristas, cuántos eran y cuáles armas tenían, y en cuáles condiciones estaban los israelíes. Pero los terroristas, cautelosos y desconfiados, decidieron subir los cajones ellos mismos y estiraron el plazo hasta las cinco de la tarde.
Recién a las tres y media, más de doce horas después de iniciado el drama, el Comité Olímpico Internacional decidió la suspensión indefinida de los Juegos. Para entonces, parte del plan terrorista se había cumplido: el mundo entero sabía ahora que existía una “causa palestina” y en qué consistía. Cerca de ochenta mil personas se agolpaban en las afueras de la villa olímpica para seguir el secuestro en directo, mientras Issa abandonaba su idea, si alguna vez la tuvo, de ejecutar a un rehén cada vez que vencía uno de los plazos impuestos a los alemanes.
Los tres negociadores, el ministro Genscher, el jefe policial de Munich, Schreiber y el intendente de la villa Tröger se ofrecieron como rehenes sustitutos que acompañarían a los palestinos, previa liberación de los rehenes, con el compromiso de Israel de liberar con discreción a unos cincuenta presos. Issa decidió consultar con sus jefes de Septiembre Negro. Esa oferta desató el segundo gran disparate del día.
Issa consultó, o quiso consultar, con uno de los responsables directos del ataque a Munich, un hombre apodado Talal, que debía esperar cualquier llamado en un teléfono de Túnez. Issa no podía saber que Talal había sido detenido en el aeropuerto de Túnez porque no tenía una visa de ingreso. Pero quién atendió a Issa fue otro hombre que también se hacía llamar Talal y jamás entendió por qué alguien lo llamaba desde Munich y hablaba en código. Issa, por su lado, pensó entonces que el teléfono de Túnez estaba “pinchado” y que Talal, el que él esperaba, intentaba hacérselo saber. Y colgó. Esperó unos minutos y llamó otra vez. Lo atendió el otro Talal que seguía sin entender nada. Por lo que Issa tomó la decisión: colgó y le dijo a los negociadores que su oferta había sido rechazada.
Los alemanes decidieron entonces tomar el edificio de los israelíes por asalto. En aquel mundo inocente, o casi inocente, de 1972, Alemania no tenía una brigada antiterrorista, que se creó después de Munich. Peor aún, por las restricciones impuestas al país después de la Segunda Guerra, el ejército alemán no podía actuar en tiempos de paz. Todo quedó en manos de la policía de Munich. Un grupo de treinta y ocho guardias fronterizos, vestidos con trajes olímpicos, armados con fusiles Walther MPL se ubicó en el techo del edificio de los israelíes y en techos cercanos. Cuando escucharan por radio la palabra clave, Sonnenschein, debían meterse por los conductos de ventilación, sorprender a los terroristas y eliminarlos. Pero, tercero de los disparates del día, las cámaras de televisión filmaban todo desde todos los ángulos posibles y todos los departamentos de los atletas tenían televisores. De manera que los terroristas supieron, en directo, los planes policiales. La operación fracasó casi antes de nacer.
A las seis de la tarde los palestinos dieron vuelta su plan original y exigieron ser llevados a Egipto, con los rehenes, en avión. La idea era, como narró el terrorista sobreviviente Jamal Al Gashey, llegar a un país árabe con buenas relaciones con Occidente y con llegada a Israel, para seguir las negociaciones: rehenes por presos palestinos.
Las autoridades alemanas fingieron estar de acuerdo. Convencieron a los terroristas que la base aérea de Fürstenfeldbruck era mejor en términos operativos que el aeropuerto de Munich, y colocaron en la cabecera de la pista un Boeing 727 con seis policías armados y disfrazados de tripulantes. Dos helicópteros militares UH-1H iban a llevar a todos, palestinos y rehenes, hasta la base aérea y al avión salvador. Un tercer helicóptero seguía a los otros dos con los negociadores alemanes a bordo. El plan de la policía era que lograr que Issa y Tony inspeccionaran el avión, que fuesen reducidos por los policías disfrazados de tripulantes, mientras francotiradores policiales se encargaban de matar a los palestinos que esperaban en los helicópteros ya aterrizados.
A las diez de la noche, un autobús transportó a terroristas y rehenes a los helicópteros que debían llevarlos a Fürstenfeldbruck: los palestinos se habían negado a caminar los trescientos metros que separaban la villa del helipuerto porque sospecharon de la existencia de tiradores. Sospecharon bien. Cuando treparon al autobús, la policía alemana se llevó entonces una sorpresa: habían pensado que los palestinos eran cuatro o cinco, según lo poco que habían visto y lo mucho que habían deducido. Eran ocho: un dato que nunca fue informado a los francotiradores del aeropuerto.
Los francotiradores del aeropuerto, elegidos para emboscar a los árabes, no eran expertos, según revelaron después, ni tenían formación alguna como unidad especial, ni cargaban el sofisticado equipo de arma, visor, radio y protección que caracteriza a los tiradores de elite. Eran cinco, que ahora debían enfrentar a ocho terroristas, y se desplegaron en el techo de la torre de control, tres; otro escondido dentro de un camión y el último detrás de una pequeña torre de señales, en tierra. El de los francotiradores que no lo eran, fue el cuarto disparate que selló la tragedia.
El quinto, ocurrió dentro del avión. Cuando llegaban los dos helicópteros con los terroristas y los rehenes, más el tercero con las autoridades alemanas, los policías disfrazados de tripulantes del Boeing 727 que tenían como misión abatir a Issa y a Tony, votaron por unanimidad abandonar la misión, sin consultar con el comando central de la operación, y dejaron el avión vacío. Los helicópteros aterrizaron cerca de las diez y media de la noche, mientras todo el operativo era seguido desde la torre de control por el ministro del Interior Genscher, el jefe de policía muniqués, Schreiber y su par de Bavaria, Bruno Merk.
Los terroristas redujeron a los pilotos de los helicópteros, y rompieron su promesa de no tomar rehenes alemanes. Issa y Tony se acercaron a inspeccionar el avión, lo encontraron vacío, supieron que los habían engañado y corrieron de regreso a los helicópteros. Al pasar cerca de la torre de control, uno de los francotiradores apuntó a Issa, pero la mala iluminación, y su puntería, hizo que el balazo le diera en el muslo a Tony. A las once de la noche, los alemanes dieron orden de abrir fuego. Eso desató el desastre. Ahmed Chic Thaa y Afif Ahmed Hamid, que retenían a los pilotos de los helicópteros cayeron muertos mientras que el resto de los terroristas, algunos heridos, intentaron cubrirse y respondieron el fuego contra los francotiradores y contra las luces del aeropuerto. Mataron así al policía Anton Fliegerbauer. Los pilotos de los helicópteros escaparon, pero los rehenes no pudieron moverse porque estaban atados. Después de la tragedia, los investigadores descubrieron que muchas de las cuerdas habían sido mordidas por las víctimas en un intento de liberarse.
El sexto disparate fue un pedido de refuerzos, vehículos blindados y tropas, hecho desde el aeropuerto a la policía de Munich, Los vehículos salieron en auxilio, pero nadie despejó la ruta de acceso a la base aérea y los blindados quedaron atascados o retenidos en el tránsito y recién llegaron a la medianoche.
Cuando el 6 de septiembre tenía apenas cuatro minutos, y ya en medio de una batalla, uno de los terroristas, probablemente Issa, fusiló a los rehenes del helicóptero que había aterrizado más al este de la base. Murieron los atletas israelíes Springer, Halfin y Friedman. También murió Berger, que había recibido dos balazos en una pierna a los que pudo haber sobrevivido: su autopsia reveló que murió por inhalación de humo. Issa lanzó una granada que destruyó e incendió ese helicóptero y corrió por la pista mientras disparaba contra la policía: cayó acribillado en el césped lateral al asfalto. Khalil Jawad intentó escapar pero fue muerto por un francotirador.
Lo que sucedió con el segundo helicóptero y con el resto de los rehenes es, o fue, misterio y controversia. La investigación de la policía alemana admitió que algunos de los atletas israelíes pudieron haber sido muertos por los francotiradores que intentaban rescatarlos. El informe del fiscal de Baviera sostuvo que uno de los terroristas, Adnan Al Gashey, ametralló a los rehenes del segundo helicóptero. Los atletas Guttfreund, Shorr, Slavin, Spitzer y Shapira recibieron al menos cuatro balazos cada uno.
Tres de los palestinos sobrevivientes fueron capturados: Jamal Al Gashey con un balazo en la muñeca, Mohammed Safady con una herida leve en la pierna y Adnan Al Gashey ileso. Yusuf Nazzal, Tony, logró escapar, pero fue rastreado por perros y apresado cuarenta minutos después, en un estacionamiento. Al desastre siguió una ola de desinformación que hizo creer primero que los rehenes habían sido todos rescatados ilesos. Hasta la primer ministro israelí, Golda Meir brindó con su gabinete y llamó a las familias de los atletas. Recién a las tres de la mañana se supo la dimensión del frustrado intento de rescate.
Manchados de sangre, los Juegos Olímpicos siguieron su curso. El titular del Comité Olímpico Internacional, Avery Brundage decidió que el terrorismo no podía condicionar al olimpismo: “Los Juegos deben continuar”, dijo y se ganó la admiración y el odio de quienes pensaban como él y de quienes no acordaban con su decisión. En el estadio olímpico se celebró un funeral por los atletas israelíes ante ochenta mil personas y tres mil deportistas. En su discurso, Brundage no mencionó a los asesinados y, en cambio, puso énfasis en la fuerza del movimiento olímpico, y se ganó el repudio de los israelíes. Como muestra del duelo, la bandera olímpica se izó a media asta, como la de casi todos los países participantes, con excepción de los países árabes, que exigieron que sus banderas flamearan a tope para no aparecer claudicantes frente a Israel.
El 7 de septiembre el equipo olímpico israelí anunció que dejaba Munich y los Juegos: lo hicieron protegidos por las fuerzas de seguridad. Lo mismo decidió Egipto, por temor a represalias. La estrella indiscutida, el nadador americano Mark Spitz, de ascendencia judía, fue llevado a Londres junto a sus siete medallas de oro y custodiado por guardia alemanes para resguardarlo de posibles ataques. Los cinco terroristas muertos fueron enviados a Libia, gobernada por Muamar Khadafi, recibidos como héroes y enterrados con honores militares. Para entonces, Alemania ya había creado la unidad antiterrorista GSG9 para encarar posibles ataques futuros y eventuales rescate de rehenes.
El 8 de septiembre, la fuerza aérea israelí bombardeó las bases de la OLP en Siria y Líbano, ataque que fue condenado por el Consejo de Seguridad de la ONU. El 29 de octubre, un avión de la empresa aérea alemana Lufthansa fue secuestrado por terroristas árabes que exigieron la liberación de los tres miembros de Setiembre Negro encarcelados por la masacre de Munich: Alemania los puso en libertad sin consultar con Israel.
Israel, por decisión de Golda Meir y del Comité de Defensa Israelí, decidió “matar donde quiera se encuentren” a los once miembros de Septiembre Negro y del Frente Popular para la Liberación de Palestina (FPLP) que habían planificado, organizado y apoyado la matanza de atletas israelíes en Munich. El plan se conoció como “Operación Cólera de Dios”. Tardó siete años en cumplirse. Pero esa es otra historia.
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