¿Se puede enamorar un monstruo? ¿Es digno de recibir amor? ¿Vale la pena que alguien se arriesgue para que un asesino viva mejor los últimos meses que le quedan antes de morir? ¿Cómo alguien que carga con tantas muertes sobre su conciencia puede seguir viviendo en paz? ¿Alcanza con la justificación interna, con el autoengaño, de afirmar que sólo se seguían ordenes? La historia de Herbert Kappler, de la Masacre de las Fosas Ardeatinas, su casamiento en prisión, su novelesca fuga y su muerte, pone en acción todas estas preguntas (y muchas más).
Recién empieza el 24 de marzo de 1944 en la Roma ocupada por los nazis en una Italia dominada por los Aliados. Los rayos del sol del amanecer golpean contra las rocas pero todavía no calientan. El viento helado muerde las mejillas y las narices. De la caja de varios camiones bajan centenares de hombres con las manos atabas a la espalda. Caminan despacio. La angustia los aplasta. Saben que nada de lo que sigue será bueno. Sus esperanzas se centran en no sufrir. Los soldados nazis apuntan con sus armas. Un hombre se destaca como el oficial a cargo. Sus gritos y sus órdenes constantes lo identifican.
Los hombres maniatados son empujados hacia dentro de una especie de cueva. Pasan de a cinco. Los hacen arrodillar. Los soldados nazis, con sus armas en la mano, tiemblan. Otros se quedan detrás hasta que un grito de su jefe los hace avanzar. Herbert Kappler saca su arma del cinturón, empuja con violencia al primer prisionero que se le cruza, lo hace arrodillar como al resto y le dispara en la nuca. “Así tienen que hacer. Es fácil”, dice. “¿O ustedes también quieren terminar muertos?”, agrega antes de dar media vuelta y marcharse. Los soldados nazis van hacia un costado y toman del pico de una botella de brandy que se pasan de mano en mano. Ya están listos para empezar la matanza que será conocida como la Masacre de las Fosas Ardeatinas..
En las Fosas Ardeatinas murieron 335 prisioneros. Fue una represalia ordenada directamente por Hitler y ejecutada por velocidad por las máximas autoridades nazis en Italia. El 23 de marzo de 1944 un comando partisano atentó contra un batallón nazi que caminaba por las calles de Roma. Cuando los 156 soldados de la compañía 11 ejército nazi pasaban por la Via Rasella , Rosario Bentivegna, un partisano disfrazado de barrendero hizo explotar una bomba que mató a 32 soldados y dejó heridos a casi un centenar más. Los atacantes se dispersaron a toda velocidad. Los nazis dijeron que parecía que los había golpeado un fantasma. Eran más de una decena de hombres y mujeres que habían planeado el golpe detalladamente y se esfumaron cubiertos por la red clandestina de la resistencia. Por más que buscaron en la ciudad, arrestaron arbitrariamente y amenazaron no dieron con los responsables. Al enterarse, Hitler se enfureció. Ordenó la venganza. Pero no cualquier venganza. Los nazis a cargo de la ocupación romana fueron compelidos a actuar de inmediato. El plazo, perentorio, era de 24 horas. Y no alcanzaba con igualar la cifra de muertos. El ejemplo debía cundir. Multiplicarían por diez a las víctimas. Mientras decidían esto, se sumó a lista de caídos uno más. Así fue que por los 33 muertos en el atentado partisano, los nazis decidieron matar a 330 italianos. Serían los que tuvieran a mano, no los vinculados con la bomba dado que no sabía quiénes habían sido los perpetradores. Y todo debía ser hecho rápido.
Así fue como reclutaron a los que matarían, los que servirían de alimento a la venganza multiplicada por diez. Algunos condenados a muerte, opositores, los que encontraron en sus cárceles, otros que sólo pasaban por ahí y 75 judíos que esperaban para ser deportados. Herbert Kappler, era el jefe de la policía alemana y de los servicios secretos de la zona , y su segundo Erich Priebke fueron los que planificaron y llevaron a cabo el operativo. A la madrugada los cargaron en camiones y los llevaron a las afueras de la ciudad, hacia las Fosas Ardeatinas. Allí comenzaron los fusilamientos. De a cinco en cinco. Debía economizarse tiempo y municiones. Así que no habría pelotón de fusilamiento. Un balazo en la nuca de cada uno para que impacte en el cerebelo.
Kappler vio en los ojos de sus hombres la duda y el horror. Así que pretendió predicar con el ejemplo y se encargó de asesinar al primero. Pero no confió sólo en su poder convicción, en su predicamento con la tropa: hizo llevar varias cajas de brandy para que los soldados pudieran afrontar la tarea.
La orden era apilar los cuerpos en pilas de más o menos un metro de altura. Pero los soldados destinados a esa tarea no daban abasto y muchos de los fusilados caían sobre los cadáveres de sus compañeros.
En un momento se dieron cuenta que alguien había hecho mal las cuentas. Había 335 prisioneros para ser ejecutados. Sobraban cinco del cálculo original que determinaba que la venganza debía multiplicar por diez a sus propias víctimas (décadas después Erich Priebke dijo que el error había sido suyo). Pero esos últimos cinco, que parecían un excedente, no tuvieron suerte. También fueron asesinados de un disparo en la nuca. No querían llevarlos de vuelta ni que quedaran testigos de la matanza.
Después, Kappler y Priebke ordenaron que dinamitaran la entrada a las fosas para que un muro de piedras tapara el lugar y los cuerpos quedaran ocultos detrás de esa muralla que impedía el acceso. Así, creyeron, los 335 cuerpos no serían hallados.
En Argentina se volvió a hablar de la masacre de las Fosas Ardeatinas cuando en los años noventa se descubrió que Erich Priebke vivía desde hacía décadas en Bariloche y era un miembro destacado de la ciudad. Fue detenido, extraditado en 1995 y juzgado en Italia, donde murió en 2013 a los 100 años .
La historia de Herbert Kappler fue muy diferente. Apenas los Aliados recuperaron Roma, Kappler fue detenido y quedó bajo custodia británica. Los ingleses lo entregaron dos años después a los italianos para que fuera juzgado.
En el juicio, Kappler fue encontrado culpable y condenado en 1948 a la más alta pena que reconoce la legislación italiana, la prisión perpetua. Kappler alegó que sólo cumplió órdenes, que siguió lo que el Führer mandaba, que no le quedó otra alternativa. Explicó que las víctimas fueron criminales comunes, sospechosos por delitos políticos, judíos (“no cometieron ningún otro crimen más que ser judíos, pero de todos modos muy pronto serían deportados a los campos”, dijo). Desde que los nazis había ocupado Roma, habían comenzado las deportaciones. Cada embarque era de alrededor de mil personas. Muy pocos sobrevivieron a los Lager. Se calcula que menos de cien.
En medio del proceso judicial, la esposa se separó de Kappler y lo abandonó. Se llevó a sus hijos a Alemania y ya no regresó.
Los primeros cuatro años, los pasó -en virtud de la condena judicial- en confinamiento solitario. Con el correr del tiempo, los carceleros lo describieron como un buen recluso, con interés por la literatura, la religión y la meditación.
Durante años, la única visita regular que recibió Kappler fue la de uno de sus más feroces enemigos en tiempos de guerra, uno de los que él más había perseguido y combatido: el sacerdote irlandés, Hugh O’Flaherty.
En tiempos en los que la obediencia y el intentar pasar desapercibido era la norma, O’Flaherty se oponía y confrontaba con las autoridades nazis romanas. Ayudó a escapar a cientos de judíos de la deportación, ocultó a decenas en los sótanos de las iglesias, intercedió por varios detenidos y se opuso a las normas arbitrarias que lo nazis quisieron imponer. Kappler, jefe de policía y de la represión en la ciudad, cansado del cura, ordenó trazar una línea blanca con cal a la salida del Vaticano y declaró que si O’Flaherty la cruzaba sería detenido y hasta asesinado por incumplir las leyes. El sacerdote, tiempo después, fue nombrado Justo entre las Naciones y su labor durante la guerra fue reconocida por historiadores y las más variadas instituciones.
Cuando Kappler estaba sólo en prisión, condenado de por vida, abandonado por su esposa, y sin amigos, Hugh O’Flaherty lo acompañó. Lo visitaba regularmente y le llevaba libros. En 1960 conmovido por la actitud del padre irlandés, y convencido por él, Kappler, el criminal de guerra nazi, se convirtió al catolicismo en 1960.
Ya en los años setenta, Kappler empezó a ser visitado por Anneliese Wenger, una enfermera con la que entabló un relación y terminó casándose.
Mientras esto sucedía, desde Alemania pidieron varias veces su extradición. Otros solicitaban su liberación. Alegaban que ya había pasado demasiado tiempo y que su juzgamiento le correspondía a los alemanes. Kappler se convirtió en un símbolo de aquellos nostálgicos del Tercer Reich y de los neonazis. Los italianos se mantuvieron firmes en no condonar su pena ni en cambiar sus condiciones de detención.
Pero un día comenzó sentir dolores abdominales fuertes y fue visto por un equipo médico. Le detectaron un avanzado cáncer de estómago. Se renovaron los pedidos de liberación. Las autoridades italianas los volvieron a negar. Por razones humanitarias aceptaron que fuera trasladado a un hospital militar. Allí, Anneliese , su esposa, debido al vínculo y, en especial a su profesión de enfermera, tuvo contacto irrestricto con él; no debía ajustarse a horarios de visitas restringidos, era considerada parte del equipo médico.
En agosto de 1977 la noticia sacudió a Italia. Herbert Kappler, el criminal nazi responsable de la Masacre de las Fosas Ardeatinas, se había fugado de su prisión hospitalaria. Nadie entendía cómo había podido dado que su estado era de extrema fragilidad. Tampoco hallaban a su esposa que había desaparecido de su hogar. A los dos días, la pareja apareció en Bonn, Alemania.
Los diarios publicaron varios rumores de cómo había sido la fuga. Durante años se dijo que Anneliese había escondido a su marido en una valija aprovechando que sólo pesaba 47 kilos debido a los estragos de la enfermedad. Ella contó en sus memorias que en realidad esperó hasta la noche para sentarlo y atarlo en una silleta de albañil que habían instalado en su ventana sin que nadie se diera cuenta y que con un sistema de sogas lo bajaron cuatro pisos. Debajo lo esperaba un baúl en el que lo escondieron. Luego subieron el baúl a un auto y por tierra cruzaron a Alemania (la frase está escrita en tercera persona del plural porque aunque nunca se tuvo la certeza de quiénes fueron indudablemente la mujer contó con cómplices).
Ante el revuelo periodístico, Anneliese declaraba desafiante: “Cuánto más odian a Herbert, más lo amo yo. Él sólo obedecía órdenes”. Después aclaró que ella quería, nada más, que su marido pudiera morir en su tierra y en libertad. El hospital inició una investigación interna, lo mismo sucedió con los empelados del puesto fronterizo. Nadie creyó que la mujer pudiera hacer la operación sin ayuda externa. Aunque ella negó en principio haber recibido colaboración de grupos nazis, con el tiempo reconoció que recibió donaciones y aportes de varias personas y organizaciones de Alemania para solventar los últimos años en Italia, el escape y los meses finales.
Italia exigió que el condenado sea devuelto. Alemania respondió que eso era imposible que según su constitución no podían extraditar a un ciudadano alemán y Kappler lo era. Mientras tanto pusieron guardias en la puerta de la casa en la que Kappler estaba viviendo para evitar que sufriera un atentado (o que algún grupo comando lo retornara a Italia) y para dispersar a los que manifestaban en repudio a su presencia allí. Varios grupos neonazis aprovecharon la ocasión para peregrinar hacia la casa del criminal. Desde toda Alemania le llegaban flores, le enviaban cartas y telegramas de saludos.
Murió el 9 de febrero de 1978. Siete meses después de la fuga. Tenía 70 años. Su esposa y sus hijos negociaron con el gobierno alemán para que el entierro fuera privado sin que se diera a conocer el sitio de sepultura para evitar que se convirtiera en un lugar de peregrinaje de cultores del nazismo
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