“Si Hitler tuvo alguna vez un amigo, ese fui yo” dijo Albert Speer a principios de la década del setenta. El arquitecto y criminal nazi matizaba esa afirmación aclarando que la palabra clave en la frase era el “si”. Sin embargo, esa cercanía fue evidente durante más de una década.
Una de las grandes preguntas sobre Speer es cómo un hombre con su inteligencia y formación pudo caer bajo la seducción de Hitler. La historia de Albert Speer también puede leerse como la de la historia del magnetismo, de la atracción que generaba Hitler. Fue cegado por la ambición y el poder. Las grandes obras, dejar su nombre en la posteridad, el dinero, la influencia, el sentirse importante. Se convirtió en un sonámbulo moral.
Albert Speer fue conocido como El Arquitecto de Hitler. Sin embargo durante la Segunda Guerra Mundial su tarea fue mucho más importante. En 1942 fue designado Ministro de Armamento. Su capacidad intelectual y de trabajo lo llevó a duplicar la producción de armas y proyectiles en menos de un año. Consiguió que a pesar de los bombardeos, las derrotas y la escasez de recursos la producción no sólo no se detuviera sino que se incrementara mes a mes. Muchos sostienen que en virtud de su eficacia la guerra duró un año más. Sólo la inusual capacidad del Ministerio de Armamento mantuvo a Alemania activa pese al avance aliado en todos los frentes.
Cuando los Aliados lo apresaron al final de la guerra, no lo pusieron de inmediato en la lista de criminales de guerra. No se lo consideraba pasible de ser juzgado en Nuremberg. La pregunta que parecían hacerse sus captores era cómo podía ser un criminal de guerra alguien tan articulado, amable e inteligente. Los oficiales que lo interrogaban relajaban los controles. Con él no ejercían el mismo rigor que con el resto. Speer informaba sin dobleces acerca de la producción armamentística, de las dificultades que afrontó y cómo las fueron sorteando. Hasta llegó a aconsejar a los Aliados respecto a los bombardeos a las ciudades, explicándoles con datos ciertos cuáles habían sido los errores que habían cometido y los motivos por los cuáles no habían podido detener la producción de armamento. Los soviéticos se opusieron a que no tuviera que rendir cuentas. Albert Speer había sido una pieza fundamental en la maquinaria bélica nazi.
Conoció a Hitler en 1931. Era uno más de los que estaba entre el público en un mitín. Quedó deslumbrado por el líder, por su oratoria enérgica. Se afilió al partido y comenzó a colaborar.
De a poco le fueron asignando algunos trabajos para refaccionar oficinas o presentar nuevos proyectos menores. Así pasó un par de años hasta que luego de la llegada de Hitler al poder se produjo el primer encuentro. Le llevó los dibujos del diseño del Congreso de Nuremberg porque los ministros no podían ponerse de acuerdo. Hitler recibió al joven pero nunca lo miró a la cara. Estudió unos minutos los bocetos, eligió alguno y despidió al visitante destempladamente. Pero en la siguiente reunión, una en la que participaron los principales ministros y asesores, y en la que Speer tuvo poca participación (sólo habló de unas refacciones de las que sería el encargado), fue invitado por Hitler a almorzar. El joven arquitecto no lo podía creer. Aceptó nervioso. Los ministros y hombres más cercanos al Fuhrer parecieron molestos y celosos por esta intromisión. La relación sólo crecería con el tiempo. Speer se convertiría en hombre de confianza de Hitler. Lo acompañaría a todos lados, hasta se irían de vacaciones juntos. Mantenían charlas cotidianas y compartían grandes y faraónicos proyectos. Hitler soñaba en grande y Speer ejecutaba y concretaba.
Una arquitectura grandilocuente, imperial, wagneriana. A pedido de su jefe y alejada de sus gustos personales, pero que representa la falta de medida, la manera en que el poder y la ambición subyugaron a Speer. El Campo de Zeppelin, las modificaciones a la Cancillería, el diseño del Congreso de Nuremberg, la finalización del proyecto del Estadio Olímpico, los espectáculos de luz, las grandes banderas. También diseñó la Berlín del Reich de los Mil Años que se proyectaba para 1950. Grandes edificios, nueva Cancillería, anchas avenidas. La capital de un imperio inmortal.
Una tarde Albert Speer invitó a su padre a visitarlo en su trabajo. Se había convertido en el principal arquitecto de Alemania, en el arquitecto del Tercer Reich. Lo hizo pasar a su espléndido despacho y sin ocultar la emoción le mostró la maqueta de la ciudad que habían diseñado, la que empezarían a construir en breve. La cara del padre se transformó. Luego de un vistazo, con el horror instalado en los ojos le dijo: “Hijo, ustedes se han vuelto totalmente locos”. Él sólo pensó que su padre no entendía los nuevos tiempos, que se había quedado atascado en el pasado.
Casi ninguna de sus obras permanece, ninguna perduró. Destrucción (casi) total. Ese fue su peor castigo, su peor maldición. Se frustró el afán por la inmortalidad, por instalarse en la memoria de generaciones por los emprendimientos faraónicos, por eternizarse en sus obras. Proyectos truncos y construcciones derribadas. Nada de lo nazi quedó en pie. Y Speer, que aspiró a integrar el panteón de grandes artistas de la humanidad, sólo encontró lugar en la galería de los infames.
En 1942 fue nombrado Ministro de Armamento. Al asumir su desconocimiento en la materia era absoluto. Pero en muy poco tiempo optimizó los recursos, exigió decenas de miles de trabajadores esclavos y puso a trabajar a todas las fábricas del país en la producción de armas y municiones. Luego debió desarrollar otra habilidad, la de mantener o incluso incrementar la producción pese a que las fábricas eran destruidas bajo las bombas enemigas. Pero dispuso un sistema óptimo de obtención de materias primas, transporte, y ocultamiento de las instalaciones (muchas de las fábricas pasaron a tener sede en cuevas subterráneas para evadir las bombas). Por momentos parecía que en Alemania del Tercer Reich tambaleante sólo funcionaba lo que estaba bajo la órbita de Speer.
En el Juicio de Nuremberg, hasta la lectura de la sentencia, Speer no supo cuál sería su destino. La posibilidad de que fuera condenado a la horca era cierta. Sin embargo, el tribunal, pese a los esfuerzos de los soviéticos, lo condenó a veinte años de prisión. Su actitud durante el juicio fue muy diferente a la del resto de los acusados. Reconoció la legitimidad de sus juzgadores, que existía un derecho universal que permitía que ellos fueran juzgados. Y reconoció también (parte) de sus culpas. Abiertamente se asumió responsable por el trabajo esclavo que fue lo que hizo que las industrias bajo su mando funcionaran. Sin embargo en la cuestión principal, respecto al aniquilamiento del pueblo judío, dijo que él desconocía lo que estaba sucediendo. Pero que todos los que estaban ahí por sus cargos y por su cercanía con Hitler debían ser considerados responsables. “Debería haberlo sabido, podía haberlo sabido pero no lo sabía”, decía. En este mea culpa había un límite: él sólo se considera criminal por omisión.
Esta asunción de responsabilidad (aunque matizada) no implicaba que Speer no tuviera deseos de vivir. No quería ser ejecutado. Su pulsión vital se conservaba intacta.
Al contrario de los otros acusados su actitud durante las audiencias no incurrió nunca en el desdén. Siempre atildado, se lo vio seguir las actuaciones con interés, atento, escuchando con concentración.
Los jueces prefirieron creerle. Y no ordenaron su ejecución. No le adjudicaron participación directa ni en la conspiración para iniciar la guerra ni en el genocidio. Le dieron otra oportunidad. Encontraron también algunos atenuantes. Él había visitado una de las fábricas subterráneas y al ver el estado miserable en el que vivían los trabajadores esclavos ordenó construir barracas fuera de las cuevas, que fueran alimentados correctamente y que se les brindaran condiciones sanitarias mínimas. Speer se opuso como pudo a la política de Tierra Arrasada que quiso imponer Hitler cuando la derrota era inevitable. El Fuhrer creía que si los alemanes no habían sido capaces de triunfar, no merecían vivir ni mantener nada de lo que tenían. Speer también diseñó dos planes para matar a Hitler en esos meses finales de la guerra. Uno de ellos consistía en lanzar gas a través de los conductos del bunker para lograr su propósito.
16 de octubre de 1946. Faltaban unas pocas horas para el mediodía. Tres prisioneros son trasladados al gimnasio de Nuremberg. Un movimiento inusual. La reclusión era severa y no solían tener demasiadas actividades. Pero ese no era un día común. Apenas ingresaron les dieron un lampazo y un balde lleno de agua a cada uno. Debían limpiar el piso. La tarea, en otro momento, les hubiera resultado humillante. En ese momento hasta les pareció un respiro, una actividad que salía de su rutina rígida. Se esmeraron en hacer bien el trabajo. Aunque era innecesario: varios soldados habían desarmado las estructuras de madera y habían limpiado a fondo el lugar un par de horas antes. No les molestaba la misión. Al menos estaban vivos. Baldur Von Schirach, Rudolf Hess y Albert Speer recorrieron el piso en varias oportunidades. En un momento se concentraron en una pequeña superficie. Los tres (hasta Rudolf Hess que hasta ese momento era el que menos empeño ponía) fregaron frenéticamente. Pero sus esfuerzos fueron en vano. La gran mancha oscura no salía. En ese exacto lugar había estado la horca en la que algunas horas antes habían sido ejecutados otros líderes nazis en cumplimiento de las condenas del Juicio de Nuremberg. Albert Speer, muchos años después, contó que el trauma de esa mañana no lo había podido superar nunca.
Durante los veinte años que pasó en la Cárcel de Spandau se dedicó a estudiar, a escribir, a leer más de cinco mil libros, a aprender francés e inglés y a cuidar del jardín hasta convertirse en un experto jardinero. En esos años también produjo un cambio interno y la visión de sus años pasados se fue modificando. El dolor comenzó a tener lugar en su conciencia.
La relación con sus hijos se deterioró. No consiguió tejer con la mayoría de ellos un vínculo luego de la liberación. Las atrocidades, las décadas de detención, la incomprensión, la carencia de vida cotidiana, las ausencias. Mientras estuvo en Spandau escribió cientos de larguísimas cartas a su hija Hilde (tenían prohibido hacerlo: sólo podían enviar dos por mes de una sola página cada una; sin embargo Speer consiguió sacar del presidio miles de páginas en virtud, una vez más, de su capacidad para generar empatía y en el encanto personal: guardias, enfermeras y empleados de limpieza lo ayudaron). Al salir de prisión esos lazos no se pudieron reconstruir. A Speer le costaba escuchar los cuentos que sus hijos le hacían respecto a los años en los que él no había estado. Las dos décadas de prisión solitaria lo habían acostumbrado al ensimismamiento. Había perdido interés en todo lo que no fuera su tema: el Tercer Reich, la Segunda Guerra Mundial, Hitler y su responsabilidad personal. Alguna vez contó que una noche en que su esposa Marge había conseguido lo inusual, que todos los hijos nueras, yernos y nietos fueran a comer a su casa de los Alpes, él había disfrutado de la cena, de las conversaciones cruzadas y de las anécdotas. Pero cuando ya cansado se despidió y se retiró a su dormitorio, escuchó cómo la reunión proseguía. Hasta que un momento se dio cuenta de que estaba pasando algo que no había ocurrido en toda la noche. Desde la planta de abajo llegaban hasta su cuarto las carcajadas de su familia. Sus hijos se estaban riendo por primera vez en la noche. Algo que no sucedía nunca en su tensionante presencia. “Demasiado peso para ellos” decía Speer.
En libertad publicó dos libros que tuvieron una enorme repercusión. Millones de ejemplares vendidos en todo el mundo. Sus Memorias hablan sobre el Tercer Reich, la consolidación en el poder de Hitler, la Segunda Guerra Mundial. Es un texto que leído con inocencia puede parecer profundo, pero al que le falta sinceridad. Todo es calculado, frío: un urdido rompecabezas diseñado para que cada pieza encaje con la otra. Cada página está pensada para que la imagen de Speer se mantenga incólume al final de la lectura. Los silencios de ese largo texto son los que más dicen. Un velo recubre lo escrito, lo que lo separa de la verdad es una barrera sólida, impenetrable. Es un voz fuerte, amable y acongojada. Pero que carece de la naturalidad de la verdad.
Ahí hay, como en su confesión en Nuremberg, hechos estrangulados, modificados a su placer, para entrar en su propia versión de la historia. Esa versión que lo exculpa, que no lo describe como un monstruo pero que tiene huecos tan grandes e inexplicables que la alejan brutalmente de la realidad.
Con el correr de los años se ha comprobado que mintió respecto a la cuestión del genocidio y el conocimiento que él tenía de lo que sucedía en Auschwitz y los demás campos de concentración. Participó de reuniones en las que se habló abiertamente del tema, su segundo estuvo en Wansee cuando se decidió la Solución Final y otras pruebas e indicios fueron recabados por los expertos.
El Diario de Spandau, el segundo libro, es una obra notable. Es uno de los grandes textos memorialísticos del siglo pasado. Posiblemente nunca se haya escrito sobre la vida en prisión (aún de una atípíca como esa, de sólo siete habitantes) de ese modo. Y el tono es diferente. En esas páginas hay verdad, incomodidad, preguntas sin respuestas.
En 1971, la revista Playboy publicó una extensa entrevista (hasta ese momento la más larga en la historia de la creación de Hugh Heffner). Allí dio su versión de los hechos una vez más. La conversación es civilizada pero implacable. Eric Norden, el entrevistador, no es complaciente. Speer no esquiva los asuntos espinosos. Es más, en ocasiones se impacienta y pretende saltear otras cuestiones para hablar de ellos.
Speer hablaba con un excelente inglés que aprendió en sus tiempos muertos en Spandau. Nunca levantaba la voz ni perdía el tono gentil. Con la misma serena modulación podía hablar de los crímenes cometidos por el nazismo como ofrecer un pedazo de torta a su invitado. “Mucha gente, demasiada, parece esperar que yo ofrezca justificaciones por lo que hice. No puedo. No hay excusa ni disculpa que yo pueda presentar. Tengo sangre en las manos. No traté de lavarla; sólo de verla”.
A diferencia de otros jerarcas nazis, la figura de Speer admite matices. Es uno de los pocos personajes tridimensionales de esa corte, tal vez el único. Sin exculpar ninguno de sus crímenes, la manera más interesante de considerarlo es describirlo como un personaje con múltiples texturas y caras, con muchas facetas que se contraponen y unas pocas que se complementan. Que pese a sus enormes facultades (o en virtud de ellas) padecía de grandes defectos. Este ser complejo, no lineal, representa un desafío para quien lo aborde. Los contrastes de este personaje oscuro son los que hacen interesante su historia. Uno de los pocos personajes de ese tiempo que no parece un villano de cómic. Alguien que enarbolaba una especie de esquizofrenia moral, con múltiples personalidades éticas.
El mito del nazi bueno. Intentó hacer convivir en él -al menos en la imagen que construyó para la opinión pública- dos elementos que se autoexcluyen. El nazismo y la bondad.
Gitta Sereny, la periodista alemana que publicó una monumental biografía sobre el arquitecto al que conoció personalmente, se sumerge en ese interrogante. Su libro es una proeza intelectual. Un texto de una honestidad y un rigor únicos que no cede al encanto personal, ni a la condena fácil y que no teme adentrarse en la complejidad del personaje. Sereny dice que Speer no era amoral ni inmoral como los otros jerarcas nazis. “Speer -dice Sereny- fue algo infinitamente peor: un hombre que apagó durante años su moral”.
Su vida posterior a Spandau puede ser vista de dos maneras opuestas. Algunos creerán que fue un posicionamiento inteligente, brillante como su persona. Un modo de insertarse en la sociedad de nuevo. Una especie de proeza que no parecía posible. Inspirar respeto, vivir tranquilo, imponer un aura de prestigio alrededor de su figura. Y hasta ganar millones de dólares con las publicación de sus libros y sus presentaciones públicas. Creen que sólo se trató de una gran puesta en escena, puntillosa que no dejó ningún detalle olvidado o en manos del azar. Una construcción basada en decir lo que la gente quería escuchar de él, en su tranquila elocuencia y en un innegable encanto personal.
Otros creen que lo que hizo luego de los veinte años de reclusión obligada fue parte de un cambio, de una lucha personal con un pasado atroz y vergonzante, con la búsqueda de respuestas imposibles (o imposibles de soportar), con un camino a lo Sísifo, condenado a ser arduo y a volver a empezar cada vez, condenado a la derrota de antemano.
El dolor y el remordimiento ya no lo abandonaron. Una carga que consideraba que debía afrontar. Tratar de explicar lo inexplicable, lo inefable. No buscaba la redención. Creía que había perdido el derecho a ella. Una liberación personal, una salvación a la que él no iba a poder acceder.
Al menos así lo expresó en varias de sus charlas con periodistas antes de su muerte en 1981 , a los 76 años: “El descenso al infierno puede ser una cabalgata estimulante pero es un viaje sin regreso. Yo lo sé. He estado ahí. Estoy todavía ahí”.
SEGUIR LEYENDO: