Dicho por él ni siquiera parecía una broma. En 1996, cuando le preguntaron con qué fórmula secreta de estilo le había devuelto el lujo (y la lujuria) a la alicaída Casa Gucci tras el descenso a las páginas policiales y al horror que entonces significaba el pret-à-porter, Tom Ford aseguró con naturalidad: “Es simple, nací con un saco puesto”.
El 27 de marzo de 1995, Maurizio Gucci, el heredero de la dinastía italiana de la doble G, fue asesinado en la puerta de sus oficinas de Milán por un sicario contratado por su mujer, en un crimen del que la marca siempre quiso despegarse. En la historia que, sin embargo, llegará al cine en tres meses de la mano de Ridley Scott, y con Lady Gaga y Adam Driver en los roles protagónicos, hay un dato que no pasa inadvertido: el heredero no llegó a ver su acierto de poner a un joven norteamericano y desconocido –en apariencia un outsider para el establishment de la moda de ese momento– al frente de la dirección creativa: Tom Ford. Ese mismo año, Ford contrató a la estilista y ex editora de Vogue Carine Roitfeld y al fotógrafo Mario Testino para volver a impregnar de glamour y sofisticación a Gucci.
Nacido en Austin, Texas, el 27 de agosto de 1961, Thomas Carlyle Ford tenía entonces 33 años y, además de en su talento y su elegancia innata, se apoyaba en un ideal que había perseguido desde la adolescencia, cuando se colaba en el mítico Studio 54 para espiar a su ídolo, el hombre que puso en el mapa y le sacó la vergüenza a la moda de los Estados Unidos: Roy Halston Frowick. Era el momento en el que el mismo Tom estaba perdiendo la vergüenza para salir del clóset y abrazar su pasión por el diseño.
Al igual que Halston, Ford supo desde sus comienzos rodearse de otros talentosos: Roitfeld y Testino eran para él lo que fueron para el primer gran diseñador americano la joyera y estilista Elsa Peretti, o el ilustrador Joe Eula. Y la colección con la que revitalizó a Gucci, a sólo cinco años de la muerte de aquel personaje capaz de pensar su nombre como un producto masivo y a la vez aspiracional, era una oda al slogan “Simplemente Halston”, un homenaje al genio en el que se había inspirado, y una declaración de principios: con sus vestiditos camiseros de seda y sus reminiscencias del clásico Ultrasuede –el género símil gamuza, pero lavable que popularizó el sombrerero de Jackie Kennedy–, así como el traje de terciopelo azul noche que usó Madonna en los premios MTV de 1995 –como aquel negro de paillettes signée Halston que Liza Minnelli convirtió en un básico de cóctel–, pero sobre todo, con su propia vida, Tom Ford había llegado al mundo del fashion para probar que la idea de Halston de hacer de sí mismo una marca comercial podía tener un final feliz.
Aunque el texano pasó la cuarentena en su mansión de Los Angeles, junto a su marido, el periodista y ex editor de Vogue Hombres Richard Buckley –con quien se casó en diciembre pasado después de 27 años en pareja– y su hijo, Jack, de 8 años –que nació por subrogación de vientre en septiembre de 2012–, y tiene otra residencia en Londres, su preferida es la histórica obra del arquitecto brutalista Paul Rudolph en la calle 63 del Upper East Side neoyorquino en donde Halston invitaba a seguir las fiestas post Studio 54, y Andy Warhol hacía de fotógrafo de la vanguardia del arte y la moda de los setenta. Ford compró el dúplex de 700 m2 en US$18 millones: más de lo que le pagaron en su momento a Halston por su nombre.
Y aunque siempre intentó seguir sus pasos, su camino fue por momentos exactamente inverso. Su ídolo abandonó rápidamente los estudios, Ford se graduó en la prestigiosa Parsons de Londres. Si Halston pudo ver el lado sensual de la moda americana, Ford tuvo que ser antes internacional que texano: “La cultura americana inhibía mi creatividad –explicó cuando dejó su puesto en Perry Ellis, donde trabajó junto a Marc Jacobs, otro genio del branding personal–. Tener demasiado estilo en Estados Unidos es vulgar, en cambio, los europeos lo aprecian”. Por eso, antes de ser su propia marca, Ford hizo carrera en Gucci e Yves Saint Laurent. Y dio que hablar con una propuesta cada vez más sexual, ligada al hedonismo de Halston, en donde modelos desnudas llegaron a protagonizar una campaña –fotografiada por Testino– con la G de Gucci cuidadosamente depilada en el pubis.
Se retiró en 2004 con una fortuna valuada en US$500 millones, y habiéndole hecho ganar a la firma de la que se hizo cargo cuando estaba en la quiebra alrededor de US$10.000 millones. Para entonces ya estaba listo para dar el salto y presentar la primera colección con su nombre. Como a Halston, las mujeres lo adoraban, pero los hombres también. Ya era amigo personal de Beyoncé, Jennifer Lopez, Gwyneth Paltrow, Anne Hathaway, Daniel Craig, Tom Hanks, Ryan Gosling, Will Smith, Hugh Jackman, Jon Hamm, y de su musa y fetiche, Julianne Moore. Y decidió arriesgarse un poco más.
Que un millonario arrogante nacido en el ambiente de la moda quisiera filmar una película podía salir muy mal, y más si, como si el espíritu del diseñador que admiraba se hubiera adueñado de él por completo, estaba dispuesto a asumir sin titubear que pensaba en sí mismo “como un producto”: “Mi imagen es mi herramienta, entiendo su potencial para vender”, le dijo al Daily Telegraph por entonces. Sin embargo, A single man (2005), protagonizada por Colin Firth y Moore fue un sorpresivo éxito de crítica.
En la historia real de un hombre atravesado por el duelo tras la pérdida de su pareja, un libro que Ford había leído en su juventud, se encontró a sí mismo y pudo mostrar el dolor, el miedo a la muerte, la depresión y una dura lucha contra el alcoholismo que siempre escondió su elegancia inmaculada, algo que volvería a hacer con su también celebrado film Animales Nocturnos (2016). “George –el personaje que interpreta Firth–, tiene mucho de mí, esa forma obsesiva de tranquilizarse, porque es la única manera de sostenerse en pie. Lo único que conecta a su mundo íntimo con el exterior es lustrarse los zapatos, limarse las uñas, seguir usando una camisa blanca perfecta. Si deja de fijarse en esos detalles, va a colapsar. Hay una parte enorme de mí en eso”, dijo Ford a la revista W.
Hace unos años admitió en una charla con The Hollywood Reporter que cree que “algunas cosas son hereditarias, como el alcoholismo y la depresión”, y que aunque está sobrio hace tiempo gracias al apoyo de su marido –que le lleva 13 años y se recuperó de un cáncer en 1990, por lo que también en eso hay similitudes con el personaje de A single man–, no puede evitar pensar obsesivamente en la muerte, o “vivir con el miedo constante de que algo cambie o vaya mal”. Su antídoto para todo eso, desde siempre, ha sido hacer: “Supongo que soy una de esas personas que cuando deciden que van a hacer algo, simplemente lo hacen”.
Que en el año en el que cumple 60, instalado como el rey indiscutido del minimalismo suntuoso, también Halston esté de regreso gracias a la miniserie biográfica protagonizada por Ewan McGregor para Netflix, no parece casual. El chico que se colaba en Studio 54 para aprender de memoria los modales de su ídolo, ya lo sobrevivió tres años y sigue en la cima de su carrera. Es cierto que para lograrlo tuvo que flexibilizar algunas de sus propias máximas sobre la marcha, especialmente durante el último año y medio.
Ford es el mismo que juró que nunca nadie lo vería con shorts si no era cerca de una pileta –”pero cuando digo cerca, digo en el deck, nada de ir a comer con shorts de baño”– y el que fruncía el ceño cuando le hablaban de joggings. También el que obligaba a su hijito a guardar las zapatillas de dinosaurio en el placard durante la semana, porque llevarlas al Jardín era muy vulgar. Mientras trabaja en su próxima película, hace poco admitió ante The New York Times que, durante la pandemia, usó la misma camisa de jean sucia y los mismos jeans rotos durante meses, y se permitió “ser improductivo”. Más elegante que nadie, sí, pero igual a cualquier mortal.
SEGUIR LEYENDO: