Una columna de humo negro, algunas llamas, y un avión destrozado contra la tierra. El sol rebotaba contra un ala exánime. Uno de los habitantes de Mirayes, un pueblito sanjuanino, se acercó a la carrera tratando de entender lo que había sucedido. Dentro del avión desparramado contra el suelo había dos personas. Dos muertos. Un hombre y una mujer joven. En los restos del fuselaje del módico biplaza se leía Chingolo II.
El 26 de agosto de 1931 el avión que pilotaba Myriam Stefford se desplomó en medio de un raid que pretendía visitar cada una de las catorce provincias que tenía Argentina por ese entonces. La acompañaba Ludwig Fuchs, instructor de vuelo y veterano de la Primera Guerra Mundial.
Cuando se conoció, la noticia ocupó la primera plana de todos los diarios. La joven aviadora era una celebridad, un personaje de la alta sociedad que en poco tiempo había ganado alta exposición, y su travesía era seguida con ansiedad por el público. Ella era muy joven. Tenía 26 años. Estaba casada con un millonario argentino, Raúl Barón Biza.
El viudo construyó en su honor un impresionante monumento fúnebre que aún sigue en pie. Un obelisco de hierro y cemento con forma de ala de 82 metros de altura, el monumento más alto de la Argentina. Quiso que allí reposaran los restos de su amada.
Nació en Suiza en 1905. Su nombre era Rosa Margarita Rossi Hoffman. Por el que la conocemos, Myriam Stefford, fue el que eligió para su carrera cinematográfica. En una de sus novelas, Barón Biza la describió de esta manera: “Boca pequeña de labios pintados, tibios, húmedos. Boca de carmín, tenía ese rictus embustero, delicioso y un poco canalla de todas las divinas bocas nacidas para mentir y besar”. Hasta que conoció a Barón Biza se paseaba por los grandes salones de Berlín, Viena, París y la Costa Azul.
Raúl Barón Biza era millonario, escritor maldito, pornógrafo, bon vivant, revolucionario, playboy, empresario y provocador. “No soy culpable de mi riqueza, no hice más que heredarla. Y he nacido rebelde y revolucionario, como otros nacen proxenetas o cornudos”.
La conoció en medio de una fiesta. Noche, champagne, lujo, música, placer. Así creyó que sería el resto de su vida. Pero pasado un tiempo la tragedia cayó sobre su vida y ya no lo iba a abandonar.
Ella, Myriam Stefford, era esplendorosa. Tenía 20 años y un fulgor personal. Era actriz o pretendía serlo. Había participado en tres películas y el cine le parecía un mundo encantado, un mundo en el que ella merecía vivir.
Él, Raúl Barón Biza, era un dandy dado a la prodigalidad. Era de los argentinos que “tiraban manteca al techo en París” (alguien le atribuyó a él la creación de la frase: aunque eso sea improbable, sí sabemos que era uno de los que con un tenedor jugaban a dejar pegado en los techos de los grandes salones parisinos los rulos de manteca). Le gustaba escribir, seducir y escandalizar.
Raúl Barón Biza y Myriam Stefford se cruzaron en 1925 en Viena. A él lo antecedía una leyenda de excesos, despilfarros y hazañas. Hacer saltar la banca de Montecarlo, pasear por las calles llevando animales salvajes, orgías maratónicas. A ella le bastaba con su belleza, el encanto y las películas en las que decía haber actuado en Berlín. Se enamoraron de inmediato. Pasaron algunas temporadas en Europa hasta que en 1928 viajaron a Argentina. La alta sociedad de la época quedó deslumbrada con la extranjera, su juventud y desparpajo. También vivieron en Los Cerrillos, una estancia en Alta Gracia, Córdoba. Al tiempo volvieron a Europa y se casaron en Venecia.
En los diarios y revistas argentinos, ella primero contó que dejaría reposar su carrera artística para centrarse en su marido y su matrimonio. Tiempo después el anuncio fue que volvería a actuar. Se hablaba de grandes protagónicos y súper producciones. Pero nada de eso ocurrió y su vida como actriz permanece en la zona de la leyenda. Su nueva inquietud fue la aviación. Todavía la aviación era escasa y peligrosa, estaba en ciernes. Casi no había mujeres que se dedicaran a ella. Se la consideraba un deporte. De riesgo. Hizo el curso y obtuvo en dos meses el brevet de aviadora civil.
Después llegó el gran anuncio, el raid que tendría en vilo al país. Esa pretendida hazaña de conectar por aire las catorce provincias, los puntos más distantes de la Argentina. Pensaban hacer casi 5.000 kilómetros en cinco días y aterrizar en las catorce ciudades capitales. Ese sería el primer paso. Myriam quería ser la primera mujer en unir Argentina y Estados Unidos por aire. Cuando, antes del despegue, le preguntaron si no tenía miedo, ella respondió que siempre había vivido a lo grande, y que si le tocaba morir lo haría de la misma manera.
El 18 de agosto de 1931 comenzó el periplo. El despegue inicial fue en el aeropuerto de Morón. Pero luego de la segunda jornada hubo un inconveniente con la nave, el Chingolo, un Messerschmitt BFW. Una falla que impidió que siguiera volando. Los dos tripulantes estuvieron unos días inactivos hasta que Barón Biza les envió un nuevo avión para que pudieran continuar. Pero todo terminó en Mirayes el 26 de agosto de 1931.
Con el tiempo creció un rumor, una sospecha que nunca fue sustentada con datos. Se dijo que el avión había sido saboteado por Barón Biza. El motivo habrían sido los celos que sentía por un supuesto amorío de Myriam con el instructor.
Myriam fue enterrada en el panteón que la familia de su esposo tenía en la Recoleta. Raúl mientras tanto hizo construir un monolito en el lugar en que el biplaza cayó. Una construcción de más de una decena de metros de altura.
Cuatro años después de la muerte de la aviadora, Barón Biza contrató a Fausto Newton, un reconocido arquitecto, para que hiciera el monumento más alto del país en honor a su amada. Construyó el mausoleo en Alta Gracia, en Los Cerrillos. Trabajaron más de cien obreros en la obra que duró un año.
El cuerpo fue enterrado seis metros bajo tierra. Sobre el féretro colocó su casco de vuelo, un reloj para pilotear y algunas partes rescatadas del avión. La leyenda sostiene que en los cimientos se guardó una caja con sus joyas más preciadas, piezas únicas y costosísimas que Barón Biza le había regalado en Europa, entre ellos La Cruz del Sur, un diamante de 45 kilates. Una placa de mármol contenía el nombre de ella y sus fechas de nacimiento y muerto, y el epitafio: " Viajero rinde homenaje con tu silencio a la mujer que en su audacia quiso llegar hasta las águilas”. Pero no era la única placa de mármol en el que se había tallado una frase. En otra, Barón Biza, dejó una maldición: “Maldito sea el que profane esta tumba”. Pese a la admonición, la tumba fue profanada en varias ocasiones.
Luego, Barón Biza se dedicó a luchar contra los conservadores, financiando revoluciones radicales y a escribir libros que le valieron varios procesos por inmoralidad. Según datos brindados por él mismo, El derecho de matar llegó a vender más de doscientos mil ejemplares. “Tenía un sentido absoluto del margen –lo describió su hijo Jorge-, como si fuese su mundo natural o como si él se sintiese el creador del margen”.
Más tarde, gracias a las reuniones partidarias, conoció a la hija del caudillo radical de su provincia, Rosa Clotilde Sabattini. La raptó del colegio donde estaba internada. Al mes, el 5 de marzo de 1936, se casaron. Ella tenía dieciséis años, él treinta y nueve. Amadeo Sabattini, próximo a asumir como gobernador de la provincia, no recibió bien la noticia del casamiento de su hija con su (ex) amigo y principal financista de su campaña. El matrimonio tuvo tres hijos y una vida pacífica durante siete años. Después comenzaron las peleas y separaciones. Barón Biza, declarado misógino, eligió, paradójicamente, como esposas dos mujeres fuertes. Clotilde Sabattini era estudiosa y llegó a destacarse en la política y en su rama profesional, la educación; durante el gobierno de Frondizi dirigió el Consejo Nacional de Educación.
Para 1964, el matrimonio hacía mucho que se había terminado. Vivían separados pero nunca habían oficializado el divorcio. La división de bienes parecía ser compleja. Los abogados no se ponían de acuerdo. Barón Biza citó a Clotilde y a sus abogados a su departamento para poner punto final a la situación. Estuvieron reunidos largas horas. Al fin llegaron a un acuerdo. Él propuso un brindis para celebrar. Se sirvió un whisky y extendió otro vaso a Clotilde. Cuando ella estiró el brazo para recibirlo, Barón Biza le arrojó el contenido del vaso en la cara. Era vitriolo, ácido sulfúrico. En cuestión de segundos, las quemaduras dominaron el rostro de la mujer que iba perdiendo velozmente los rasgos delicados. El ácido arrasó con los párpados, los pómulos y parte de los labios y la nariz. La llevaron de inmediato al hospital. Raúl Barón Biza quedó solo en su departamento. Ajustó el cinturón de su robe de piel de camello y se sirvió otro whisky. Dentro vertió un frasco de estricnina y lo bebió. Su cuerpo no lo resistió y comenzó a vomitar y defecar sin control. No le pareció digno. Abrió el cajón de su mesa de luz y se pegó un tiro en la sien derecha.
El suicidio de Barón Biza sorprendió a pocos. Además de la abyecta agresión a su esposa, sus allegados sabían de sus tres intentos de suicidio anteriores y de lo que expresaba en algunos de sus escritos: “Cuando en la vida no tenemos ya esperanza, cuando ésta nos golpea brutalmente, hay una solución: ¡Matate!”. Su hijo Jorge aporta otra explicación: “Una de las motivaciones del suicidio de mi papá consistía en demostrarle a Dios cuánto había fracasado con su persona”.
Clotilde debió sufrir múltiples operaciones y un periodo de internación en Milán por más de dos años. Los médicos no pudieron recuperar su rostro completamente. Ella soportó con estoicismo todo el proceso sin apenas quejarse, con una fortaleza que asombraba a los profesionales que la atendían. Cuando, estando internada, le informaron que su marido se había suicidado, contestó: “Mejor, no tenía carácter para estar preso”.
Unos años después volvió a la política por un tiempo. Pero ya nada era lo mismo. Ni el país (había regresado Perón) ni ella. Se recluyó en el departamento de la calle Esmeralda en el que su rostro había sido desfigurado, en el que se había matado su marido. El 25 de octubre de 1978 no aguantó más. Y se arrojó por la ventana.
Su hija, María Cristina Barón se quitó la vida el 24 de junio de 1988.
Jorge Barón Biza, el hijo de Raúl y Clotilde, publicó El Desierto y su Semilla en 1998. Una novela excepcional en la que describe el drama familiar. El libro relata la historia de su familia. Una historia cargada de tragedia y dolor.
“Lo recuerdo con aire de enfermo y de persona sobre quien pesaban los escombros de una vieja demolición –escribió Christian Ferrer en su biografía de Barón Biza-. Se me hizo evidente que arrastraba consigo las muescas de las sucesivas tragedias descargadas sobre su familia”. Siguió luchando contra su pasado y sus fantasmas unos pocos años más pero tal como él mismo escribió, la tormenta de su familia jadeaba en él.
Una de las (pocas) ventajas de la edición pagada por el autor: el control del texto es absoluto. Aún de lo que aparece en la contratapa o incluso en las solapas. Jorge Barón Biza, en la solapa de su única novela publicada, escribe: “Una gran corriente de consuelos afluyó hacia mí cuando se produjo el primer suicidio en la familia. Cuando se desencadenó el segundo, la corriente se convirtió en un océano vacilante y sin horizontes. Después del tercero, las personas corren a cerrar la ventana cada vez que entro en una habitación que está a más de tres pisos. En secuencias como ésta quedó atrapada mi soledad”. Tres años después, el 9 de septiembre de 2001, entró a una habitación vacía.
No hubo nadie que cerrara las ventanas de ese piso doce de la ciudad de Córdoba.
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