En Champs Elysee, a la altura de la plaza Clemenceau, donde París se abre un poco más al cielo, si eso es posible, hay una estatua consagrada al general Charles De Gaulle, héroe de la resistencia francesa contra la ocupación nazi y líder en 1958 del nacimiento de la Quinta República. Es una estatua rara, una columna de bronce que parece retorcida y dibuja en cambio la figura estilizada del general, que parece en movimiento: la pierna derecha hacia adelante, con el taco apenas apoyado en el suelo, el peso cargado en el empeine del pie izquierdo, los brazos casi caídos al costado, las palmas abiertas a modo de ofrenda y plegaria, la cabeza alta, los ojos al frente: un soldado que camina hacia la gloria.
La estatua, que da espaldas al bellísimo Grand Palais, es el recorte de un instante histórico que hoy cumple setenta y siete años: el del Desfile de la Victoria, el 26 de agosto de 1944, al día siguiente de la liberación de París y de Francia del yugo nazi que duró cuatro años.
La marcha abarcó el trayecto que va desde el Arco de Triunfo, tumba del soldado desconocido, hasta la catedral de Notre Dame, donde casi asesinan a De Gaulle y Francia se queda sin líder y sin liderazgo. Es una historia no muy divulgada, tapada en parte por la euforia liberadora y por los otros atentados que De Gaulle sufrió aquella tarde de sábado en su larga marcha victoriosa. Consciente de quién era, qué representaba y a qué aspiraba, De Gaulle se mantuvo en pie, inconmovible en las calles y en la catedral, mientras las balas de los francotiradores alemanes silbaban a su lado.
De Gaulle quería una París liberada por franceses. Ni por las tropas estadounidenses que dirigía Dwight Eisenhower desde el desembarco en Normandía, el 6 de junio de ese año, ni por la resistencia encarada por el FFI, Fuerzas Francesas del Interior, liderada por los comunistas y en la que tomaban parte muchos miembros del ejército republicano español, vencido en la Guerra Civil en 1939. Las tropas americanas, en competencia abierta con el Ejército Rojo que avanzaba desde el Este europeo, tenía en mente llegar a Berlín: ese era el objetivo principal del que París podía desviar tropas y consumir tiempo, ambos decisivos. Ni Eisenhower, ni el primer ministro británico Winston Churchill, habían hecho buenas migas con De Gaulle, un tipo difícil, orgulloso e inclaudicable.
Los anglo sajones (como los llamaba el francés con cierto irónico desprecio) pensaban en un AMGOT (Allied Military Government of Occupied Territories), un gobierno aliado para las zonas liberadas de Europa. De Gaulle, que no estaba dispuesto a permitir que después de los nazis Francia fuese gobernada por militares aliados, se había adelantado en parte a esa decisión: había visitado los pequeños pueblos de la Normandía liberada y había nombrado a miembros de la resistencia como encargados de la administración civil, lo que impidió que esa responsabilidad cayera en manos aliadas.
Con la imagen de una capital liberada por franceses, De Gaulle decía que él tenía “cierta idea de Francia”, su plan de posguerra, que lo colocaba al frente del país, iba a evitar la injerencia extranjera y cualquier posibilidad de que el comunismo francés se adjudicara la victoria, a la que había contribuido con sangre y lucha. Sólo había que convencer a Eisenhower de que desviara parte de sus tropas y entrara en París, junto con una división de tanques franceses. Fue un gaullista, Jacques Chaban-Delmas, el encargado de atravesar las líneas alemanas y llegar al cuartel de las tropas aliadas para hablar con Eisenhower.
La leyenda, ampliada por los escritores Dominique Lapierre y Larry Collins en su inolvidable ¿Arde París?, dice que Chaban-Delmas y otro miembro de la resistencia debieron atravesar una amplia tierra de nadie de unos doscientos metros entre la retaguardia alemana y la vanguardia estadounidense. Y que, al atravesar un amplio descampado, con nidos de ametralladoras nazis y americanas a ambos lados, un ametralladorista alemán le preguntó a otro: “¿Los bajamos?”. Y la respuesta fue: “No, porque del otro lado nos van a caer con todo. Dejálos ir”. Y así fue cómo Eisenhower destinó parte de sus tropas, que lideraba el general George Patton, a que liberaran París. De Gaulle envió entonces a Leclerc, al mando de la 2da División Blindada Francesa, con una frase paternal y magnánima que pinta su personalidad: “Leclerc, es usted un hombre de suerte: va a liberar a París”.
La batalla por París fue tremenda, casa por casa y puerta a puerta. El 25 de agosto la ciudad quedó en manos aliadas: el general Dietrich von Choltitz, que tenía orden de destruirla antes de entregarla, desobedeció la orden de Adolf Hitler y se entregó a De Gaulle y a Leclerc en la estación ferroviaria de Montparnasse, donde hoy un museo recuerda aquellas jornadas.
Esa misma tarde del 25, De Gaulle se declaró Jefe del Gobierno Provisional de la República Francesa, llegó hasta el Ministerio de la Guerra, en la calle de Saint Dominique, y después fue al Hotel de Ville, a orillas del Sena, sede del ayuntamiento parisino, para dar un discurso a los emocionados franceses. El discurso es célebre, casi tanto como su orador: “¡París ultrajada! ¡París destrozada! ¡París martirizada! Pero París ha sido liberada, liberada por ella misma, liberada por su pueblo, con la colaboración de los ejércitos de Francia, con el apoyo y la colaboración de toda Francia, de una Francia que lucha, de la única Francia, de la verdadera Francia, de la Francia eterna”.
Ni una sola mención a los aliados, a los comunistas, a los socialistas, a los españoles republicanos. Cierta idea de Francia… Además de los alemanes, acaso haya habido otras fuerzas deseosas de acabar a balazos con De Gaulle, incluidos los grupos fascistas de aquella “toda Francia”, que habían aceptado la ocupación nazi, colaborado con ella y sostenido a un gobierno títere encabezado por Pierre Laval, que sería fusilado luego por traición.
Si así era, y así fue ya que atentaron a balazos contra De Gaulle, la ocasión ideal era la del sábado 26 de agosto, durante el Desfile de la Victoria. La ciudad parecía controlada, pero estaba fuera de control. Las tropas americanas lo sabían mejor que los franceses, incluido De Gaulle que disfrutaba del entusiasmo popular como si todo hubiese terminado. Pero en toda la ciudad había nidos de tiradores alemanes, y de fascistas franceses, que oponían resistencia pese a la rendición.
El primero que quiso poner orden fue el general americano Leonard Gerow, responsable del sector París y superior jerárquico del general Leclerc dentro del Primer Cuerpo de Ejército. Gerow y Leclerc venían picados desde antes de la liberación. Ante la lenta marcha aliada hacia París, Leclerc se había sorprendido al ver al coronel Raymond Dronne donde no debía, por seguir órdenes de Gerow. Según cuenta el historiador Anthony Beevor, Leclerc preguntó: “Dronne, ¿qué diablos hace aquí?”. “Mi general, cumplo las órdenes de replegarme”. Y Leclerc: “No, Dronne. Diríjase a París y entre en la ciudad. No deje que nada lo detenga. Tome la ruta que quiera y avise al os parisinos y a la Resistencia, que no pierdan las esperanzas: mañana por la mañana estará con ellos la división completa”.
Gerow había tomado eso como lo que era, una insubordinación. Y ahora, horas antes del Desfile de la Victoria, envió un mensaje al cuartel general francés: “Ordeno al general Leclerc que su comando no participe, repito no participe, esta tarde en desfile, sino que siga realizando su actual misión de limpiar París y sus alrededores de enemigos. Debe aceptar sólo órdenes mías. Facilítese acuse de recibo”. Fue, de nuevo, inútil. Para entonces, la emoción la euforia y los festejos callejeros habían desatado un carnaval en las calles y había ganado el ánimo de soldados y oficiales franceses y americanos. Además, había que calmar a De Gaulle que lo único que quería era mostrarse para que toda Francia supiera quién estaba a cargo.
A De Gaulle y a su comitiva la tirotearon desde las ventanas de los arrabales del Barrio Latino; el fuego de los francotiradores fue respondido por los fusileros franceses y por las armas de mano que empuñaban los civiles. La periodista Helen Kirkpatrick, del Chicago Daily News sintetizó: “La celebración casi se convirtió en una masacre por el intento de la milicia fascista de eliminar a los líderes franceses”.
De Gaulle decidió cubrir en auto el último tramo del desfile hasta Notre Dame, donde se iba a celebrar un acto religioso. Contó Kirkpatrick: “El general De Gaulle, Koenig, Leclerc y Juin encabezaron la procesión desde Etoile a Notre Dame en mitad de un tremendo entusiasmo. El coche de los generales llegó a las 4:15. Entonces sonó un disparo de revólver. Parecía venir de detrás de una de las gárgolas de Notre Dame. En una fracción de segundo una ametralladora hizo fuego desde un lugar cercano. Las balas chocaron contra el pavimento”.
Fue el principio de una batalla breve e intensa, de no más de diez minutos. De Gaulle y su comitiva caminaron impávidos y erguidos por la nave central de Notre Dame y, luego de la ceremonia, caminaron de igual manera hacia sus autos, mientras aún sonaban los disparos a orillas del Sena. “Una ametralladora ardía todavía en un techo cercano. Supe luego que los tiroteos en el Hotel de Ville, en las Tullerías y en el Arco de Triunfo y en Champs Elysees habían empezado de la misma forma y al mismo tiempo. Fue un intento planeado, diseñado probablemente para matar a la mayor cantidad posible de autoridades francesas, crear pánico y provocar disturbios, después de lo cual, los locos cerebros de la milicia, instigados por los alemanes, esperaban retomar París”.
Los ataques de francotiradores alemanes cesaron ese sábado 26, como cualquier otro atentado de las milicias pro alemanas. Los aliados siguieron su carrera hacia Berlín, en París siguieron los festejos populares y De Gaulle emergió de ellos como un nuevo líder popular de la Francia libre y de la Francia liberada.
Gobernó el país durante más de un año, en alianza con las diferentes ramas de la resistencia, incluida la comunista. Se retiró luego de la vida política y regresó al poder en 1958 para establecer la llamada quinta República Francesa y ante un país casi al borde de los enfrentamientos civiles, después de derrota militar en Vietnam, que se llamaba entonces Indochina, y ante la lucha de los argelinos por declararse independientes.
Argelia fue independiente en 1962 luego de la firma de los tratados de Evian y, antes y después de esos acuerdos, De Gaulle sufrió varios atentados desatados esta vez por la OLAS (Organisation de l’Armée Secrete). Jaqueado por los conflictos sociales, golpeado por la gigantesca movilización estudiantil de mayo de 1968 y con el resultado adverso de un referéndum sobre las regiones de Francia, renunció en 1969, se retiró de la política y se refugió en su casa de Colombey les deux Eglises. Allí murió el 9 de noviembre de 1970.
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