Jorge Luis Borges escribió alguna vez una definición que acaso cifraba su destino taciturno y doliente de no haber sido feliz, pero que encerraba el designio único y final del ser humano: “Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en el que el hombre sabe para siempre quién es”.
La noche del 21 de agosto de 1945, Harry Daghlian no había leído a Borges y ya no lo leería jamás; era un físico talentoso, joven y brillante, que trabajaba en el laboratorio de Los Álamos, en el desierto americano de Nuevo México, en el armado de la tercera bomba atómica que debería ser mucho más poderosa y fatal de las que todavía ardían en Hiroshima y Nagasaki y manipulaba un núcleo atómico al que, por volátil y peligroso, habían bautizado como “el núcleo del demonio”.
Pero aun sin Borges en el alma, cuando Harry metió la pata por imprudente, confiado y entusiasta, despertó al “núcleo del demonio” y desató en su laboratorio una reacción atómica en cadena, supo de inmediato dos cosas: que iba a morir de una manera espantosa y que debía salvar de alguna forma el estallido nuclear que se avecinaba. Hizo las dos cosas. Evitó el estallido y murió veinticinco días después, diluido por la radiación.
Harry era en realidad Haroutune Krikor Daghlian Jr., con ascendencia armenia estadounidense que había nacido en Waterbury, Connecticut, el 4 de mayo de 1921. Estudió en la primaria Harbor, de New London, adonde se había mudado su familia, y a los 17 años tocó el violín, como Einstein, en la orquesta de la escuela, mientras Europa coqueteaba con la Segunda Guerra Mundial. Ingresó al mítico Instituto de Tecnología de Massachussetts, MIT, para estudiar matemáticas. Pero lo pudo la física en especial la física de partículas. Se graduó en la Universidad de Purdue, Indiana, en 1942, ya con Estados Unidos en guerra con Japón en el Pacífico y decidido a intervenir en el frente europeo.
En 1943 le hicieron una oferta que no pudo rechazar. Una fría noche de febrero, fuera de una de las aulas de la universidad, Harry se cruzó con un tipo misterioso que le hizo una tramposa pregunta de sondeo, con respuesta inducida para un chico de veintiún años: “¿Te gustaría unirte a un proyecto que va a cambiar el mundo?” Así fue como el joven Daghlian aceptó ser parte del “Proyecto Manhattan” que diseñaba la primera arma atómica de la historia. Daghlian se unió sin pensarlo junto a su mejor amigo, Louis Slotin, que compartiría se trágico destino nueve meses después de la muerte de Harry.
En Los Álamos vivía un monstruo. Sensible, peligroso, imprevisible, el “núcleo del demonio” era el tercero destinado a la poderosa y futura tercera bomba atómica estadounidense. Si la bomba hubiese sido pan, ese tercer núcleo era la masa madre. Era una esfera radioactiva de seis kilos, con un revestimiento de níquel que evitaba el escape radiactivo: se lo podía manipular sin riesgos. O casi. Lo llamaron Rufus, como a un perro malo. Los científicos jugaban con Rufus a ser Dios. Querían saber qué pasaba cuando el núcleo se acercaba a un estado súper crítico y previo a desatar una reacción en cadena en la que los neutrones se desprenden de un átomo para desprender otros neutrones de otros átomos y liberar una fuerza devastadora. Todo estaba bajo control. Pero si alguien se descuidaba, Rufus podía perder la paciencia y liberar una enorme cantidad de radiactividad.
Daghlian andaba en eso, cortejaba a Rufus, el núcleo del demonio, con sus conocimientos de Purdue. Usó bloques de carburo de tungsteno para “reflejar” los neutrones alrededor del núcleo y hacia su interior. No te escapes, Rufus. Y había llevado al núcleo a apenas el cinco por ciento previo a su punto crítico, de no retorno. Entonces, detuvo el experimento. Pero pudo más su mente inquieta y esa ingenua torpeza de novatos que suele dar, engañosa, la experiencia. También es verdad que hablar de laboratorios, con la idea de uno del siglo XXI, da una imagen falsa de los centros de investigación de Los Álamos en 1945, donde los bancos de prueba parecían el taller de un artesano, un banco de carpintero donde se tallaba a escoplo el futuro atómico del mundo.
Aquella noche del 21 de agosto, después de cenar, y cuando todo aconsejaba irse a la cama, Daghlian regresó a su laboratorio. Solo y a altas horas de la noche, lo que implicó la primera de sus violaciones a la rigurosa seguridad de Los Álamos. Y allí estaba Rufus, el núcleo del demonio, bufando como una bestia atada.
Todo el mundo sabía de los peligros de experimentar con el núcleo atómico. En Los Álamos habían definido esas pruebas científicas como “hacerle cosquillas en la cola a un dragón”, que fue lo que hizo Daghlian. Colocó cerca del núcleo atómico un último bloque de tungsteno, con lo que el reflejo de los neutrones se hizo más intenso. ¿Cómo bufaba, molesto, Rufus? A través de un contador Geiger que le dijo a Daghlian que era hora de parar. Fue lo que quiso hacer el joven físico. Trató de quitar uno de los bloques de tungsteno que resbaló de su mano y cayó al lado de Rufus. Eso fue todo. El desastre fue instantáneo.
Daghlian quitó el bloque caído cerca del núcleo con su propia mano para evitar un desastre mayor, a sabiendas de que le iba en ello la vida. La energía radiactiva liberada, absorbida por los gases que rodeaban al núcleo atómico, fue expulsada en forma de fotones de luz, unos destellos de un bellísimo azul que llevaban la muerte en su interior.
El joven físico, de 24 años, sintió la intensa ola de calor que envolvía su cuerpo y supo que estaba muerto a muy corto plazo. Igual, casi por instinto, siguió con lo que juzgó elemental: quitó el resto de los ladrillos de tungsteno de alrededor del “núcleo del demonio”, hasta que el contador Geiger se calmó y el índice crítico del núcleo atómico descendió a niveles normales.
Daghlian, que había evitado un estallido atómico, se sobrepuso al intenso hormigueo de su mano, al que le restó casi importancia a sabiendas de la dosis letal de radiación que había recibido. A las pocas horas empezó a sentir náuseas y sufrió intensos vómitos, los primeros síntomas de envenenamiento por radiación. A los vómitos le siguieron severas diarreas, jaquecas agudas, dolores lacerantes, el síndrome purpúrico, que es el sangrado subcutáneo que crea manchas moradas en la piel y llagas, fiebres, infecciones y hemorragias intensas.
La mano de Daghlian, que había evitado un desastre mayor en el laboratorio de los Álamos, pasó en pocos días a ser un espantoso muñón llagado, con la piel carcomida, endurecida por la radiación, con la epidermis y la dermis levantadas y los tendones y músculos al aire.
Murió después de veinticinco días de una terrible agonía. Fue la primera muerte de la era nuclear causada por un accidente crítico en la manipulación de la energía atómica.
Fue enterrado en el Cedar Grove Cemetery de New London, donde Daghlian había tocado el violín en su adolescencia y donde se había despertado su pasión por la física de partículas.
El 26 de enero de 1978, en Columbus, Ohio, murió de leucemia mieloide aguda Robert J. Hemmerly, de 62 años. Era el soldado del destacamento de Ingenieros Especiales de guardia en Los Álamos la noche del accidente y había recibido una cantidad de radiación muy inferior a la de Daghlian.
Cincuenta y cinco años le llevó a Estados Unidos admitir que, a su modo, Daghlian era un héroe de la era atómica. El 20 de mayo de 2000, el día de las Fuerzas Armadas en ese país, se inauguró un monumento en su memoria en New London, Connecticut. Sus amigos de infancia lo describieron como un tipo gentil, amable y buen amigo, que los ayudaba en sus tareas escolares, en especian en las de matemáticas.
El núcleo del demonio mató luego al mejor amigo de Daghlian, Louis Slotin, otro científico joven, brillante y confiado. Rufus fue finalmente derretido en el verano de 1946.
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