La anécdota se contó muchas veces. La versión que quedó cristalizada es la de Keith Richards en su autobiografía Life. En 1984, una gira llevó a los Rolling Stones por Amsterdam. Mick Jagger y Keith salieron después del show. Volvieron al hotel ya de madrugada. Estaban eufóricos. Gritaban, se empujaban, planeaban grandes canciones. A esa hora y en ese estado todas las ideas parecen geniales.
Mick dijo que tenía que probar una canción que se le había ocurrido, que eso no podía esperar. Levantó el teléfono y llamó a la habitación de Charlie Watts. Keith trató de disuadirlo. Eran las 5 de la mañana. Charlie dormía desde hacía varias horas.
Atendió y escuchó que del otro lado, Jagger le decía: “¿Cómo está mi baterista?”. Watts no respondió y colgó.
Jagger y Richards siguieron divirtiéndose en la habitación hasta que veinte minutos después los interrumpieron unos enérgicos golpes en la puerta. Cuando Mick abrió se encontró a Charlie frente a él. Estaba impecable, como siempre. Camisa planchada, corbata con el nudo perfecto, pantalón pinzado y los zapatos destellantes. Pero todo eso no lo pudo notar Mick, ni siquiera se llegó a asombrar porque su compañero no tenía pijama. Charlie Watts le pegó una trompada sin siquiera saludarlo o insultarlo. Un furibundo cross en la mandíbula que desparramó a Jagger en la mullida alfombra. Antes de irse, Charlie se acercó a él y con un dedo apuntándole a centímetros de la nariz le dijo: “No te lo olvides más: no soy tu baterista”. Y volvió a dormir un rato más.
Keith Richards contó que el enojo le duró casi un mes y que los compañeros debieron contenerlo en más de una oportunidad.
La historia grafica algunas de las principales características del baterista de los Rolling Stones: el cuidado al vestir, las pocas pulgas, su importancia en el grupo, la fuerza de sus brazos.
Charlie Watts murió hoy a los 80 años. La tranquilidad y la quietud que siempre mostró no le llegaron con los años. La fama, los millones, los estadios desbordantes no cambiaron su forma de ser. Era el Rolling Stone discreto, quieto. El hombre sin estridencias pero con atributos.
A principios de los años sesenta, Charlie Watts ya era un baterista conocido en el circuito de R&B de Londres. Tocaba en varias bandas, entre ellas la más importante era Blues Incorporated, que integraban varios músicos que luego harían una gran carrera: su líder Alexis Korner y Jack Bruce (Ginger Baker, también integrante de Cream como Baker, reemplazó a Watts tras su partida).
Al mismo tiempo se ganaba la vida como diseñador gráfico. Keith Richards y Mick Jagger lo querían en su banda: “Pensábamos que había sido tocado por la gracia de Dios”, escribe Keith. Sabían que era el mejor baterista del ambiente. Cuando se acercaron a él, Watts les hizo una pregunta prosaica: “¿Vamos a ganar plata?” Porque yo necesito cobrar. Vivo de esto”.
Él necesitaba al menos que le aseguraran dos shows semanales. Pero cuando empezaron a tocar juntos hubo algo que al principio no funcionó del todo bien. Las partes no conseguían congeniar. Mick y Keith buscaban más energía, algo más musculoso. “Charlie tiene swing. Pero todavía no tiene el sonido correcto”, anota Keith en su diario. Ellos creían que no sabía rockear. A las pocas semanas el tándem con Bill Wyman se había afianzado y los Rolling Stones descansaban en su baterista tranquilo.
El 2 de febrero de 1963, Keith anota en su diario que su banda dio un show magnífico. Se lo lee exultante. La base rítmica ya es la clásica: Bill Wyman y Charlie Watts. Los Rolling Stones tomaban su fisonomía definitiva.
Andrew Loog Oldham, productor en los sesenta de la banda, cuenta en Rolling Stoned, su libro de memorias, la primera vez que vio a Charlie Watts tocando con los Stones y la impresión que le causó: “El baterista parecía haber sido transportado por un rayo y daba la impresión de no escuchárselo tanto cómo se lo sentía. Yo disfrutaba la presencia que aportaba al grupo, así como su forma de tocar. A diferencia de los otros cinco que no tenían saco, él tenía los dos botones superiores del suyo meticulosamente abrochados por sobre una pulcra camisa de cuello con botones y una corbata, conjunto indiferente a la temperatura de la sal. Tenía el cuerpo detrás del set de batería y la cabeza girada a la derecha, con un distante y calculado desdén. Era el único, el eterno hombre de su propio mundo, caballero del tiempo, del espacio y el corazón. Había conocido a Charlie Watts”.
El estilo de Watts mezclaba el jazz con el rock. Tenía personalidad y sutileza. Y mucho sentimiento. En cada tema hizo lo que su banda necesitaba de él. Y contaba con una virtud fundamental de la que carecen la mayoría de los que tocan su instrumento: no era para nada pretencioso.
Su origen de baterista de jazz se notaba en el escenario. Estaba en la economía de gestos, en el ritmo diferente, en la falta de rigidez. Keith dijo: “Tiene controlado el sentimiento, la soltura, y ahorra mucho. Como él es un baterista de jazz, nosotros en el fondo somos una banda de jazz”.
Los bateristas siempre fueron los relegados. Los que no cantan, los que están detrás de todo, ocultos entre los parches y platillos. Son el soporte rítmico (y hasta moral) de las bandas. En los que todos se apoyan. Un puesto diferente, solitario. Las tácticas que han utilizado a lo largo de los años para hacerse notar, además de los extensos solos, demostraciones más musculares que musicales, han sido similares. Una especie de tradición entre los bateristas de las grandes bandas es estar siempre del lado de los excesos. Un linaje: Keith Moon, John Bonham y hasta Ringo Starr.
Charlie Watts se ubicó en las antípodas. Prefirió pasar desapercibido. Él hizo su trabajo con precisión y cierta gracia pero sin morisquetas, sin fuegos artificiales. Una buena demostración de ello fue su set de batería. Hace décadas que los bateristas se refugian en una parafernalia monstruosa con equipos desmesurados que parecen grandes acorazados. Charlie siempre siguió tocando con su set básico, con no demasiadas incorporaciones a su equipo de los sesenta. Con lo que tenía le bastaba para tirar para adelante, para sostener a la banda de rock más poderosa de la historia.
“De no haber sido por Charlie, yo nunca hubiera seguido aprendiendo y creciendo. Charlie con el equipo básico que tiene puede empujar lo que quiere. Nada ostentoso pero cuando empieza a tocar es una bomba”, explicó Keith Richards.
Charlie no tenía pinta de rockero. Alguien lo podría confundir con un escribano, un banquero o un terrateniente. Vestía siempre de manera impecable. No se permitía aparecer en público desalineado (después de conocer la anécdota con Jagger y la trompada de madrugada hasta podemos decir que tampoco en privado). Varias veces fue distinguido por las revistas de moda por su manera de vestir.
Estaba casado desde 1964 con la misma mujer, Shirley Ann Shepperd. El peor momento lo pasaron a principios de la década del ochenta. Una crisis personal llevó a Charlie a involucrarse con el alcohol y las drogas. Fueron tres años en los que el consumo estuvo a punto de apoderarse de él. Pero con el apoyo de Shirley pudo salir adelante.
Cuando los Stones se dispusieron a grabar en una mansión francesa Exile in The Main Street, Charlie alquiló una vivienda a cientos de kilómetros del lugar. Fue el único de la banda que decidió no vivir allí. Sólo iba a las grabaciones. “Odio dejar mi casa. Amo lo que hago pero disfrutó mucho más dormir cada noche en mi casa”, declaró.
Vivía con Shirley en Devonshire, Inglaterra. La fortuna que alcanzó se calcula en los 200 millones de dólares.
Una imagen, un rito de Watts describe de manera cabal los hábitos que mantuvo en las giras alocados de los Rolling Stones, repletas de historias legendarias en las que se mezclan de la manera más impensada drogas, excesos, groupies y destrozos. El baterista tenía la costumbre de dibujar cada una de las enormes suites que visitaba en sus giras. El resto durante décadas (ya no: los años pasan para todos) destrozaban esa mismas habitaciones. Charlie, a diferencia de sus compañeros, no demolía hoteles: se la pasaba dibujando hoteles.
Estas diferencias, muchas veces ostensibles, con el resto de sus compañeros de banda sólo le hicieron ganar el respeto del resto. Y lo convirtieron en la voz confiable, en el razonamiento ecuánime en los momentos álgidos. Era a quien recurrían cuando había un problema interno serio. Sabían que Charlie era el único que lo podía resolver. Cuando Bill Wyman dejó la banda, después de considerar varios candidatos, el elegido fue Darryl Jones. Mick y Keith dejaron que la decisión final la tomara Charlie. Por un lado confiaban plenamente en su criterio; por el otro, era lo más razonable que el otro integrante de la base rítmica eligiera a su ladero.
En 2004 padeció un cáncer de garganta. Mientras atravesaba la enfermedad sus compañeros le dijeron que tenían un disco nuevo pero que no iban a grabar hasta que él regresara. Así que A Bigger Band tuvo que esperar a que Charlie se restableciera. Como también ocurrió en los Beatles, ante las constantes peleas del dúo de compositores, el primero en abandonar el grupo porque el clima de trabajo era nocivo, fue el baterista. Igual que en el caso de Ringo, el resto de la banda fue a buscar a Charlie para que regresara.
Hace unos años le preguntaron sobre el posible final de los Rolling Stones: “Amo a Mick, a Keith, a Ronnie y me gusta mi trabajo. Pero si se acaba no pasa nada. Puedo seguir viviendo sin los Stones”, dijo.
Charlie Watts fue el héroe accidental. El que no estaba diseñado para triunfar, el que de manera natural le escapó al estruendo. Fue desde hace casi sesenta un Rolling Stone, el Rolling Stone en el que descansan los demás, el que les permitía la libertad de correr y volar por el escenario mientras él los miraba y les cuidaba las espaldas. Charlie Watts fue el baterista tranquilo, taciturno, de ritmo perfecto. Y ahora se ha ido.
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